Cien jinetes veloces
Cien jinetes veloces
Apenas se había puesto en pie Felipe del Estero, le avisó la buena india que salían las tropas de la Gobernación. En efecto, sobre la calzada sonó el estruendo de la bizarra Caballería. El jefe de ellas, un oficial curtido en las luchas contra los indios, se detuvo delante de la caseta en que estaba Felipe.
Éste salió al encuentro del oficial.
-Aquí estoy -dijo del Estero-. Acabo de llegar. He sufrido mucho, pero ya estoy bien. Lo que quiero es un caballo para acompañar a ustedes y decirles por donde debemos ir.
El oficial que mandaba el numeroso y aguerrido piquete, ordenó que fuese entregado un caballo de los mejores a Felipe. Este montó. La tropa marchó al galope.
No hay idea de lo que son estos soldados de la República Argentina, ni a dónde llega su esfuerzo, ni a dónde su marcialidad. Apenas entran bajo las filas oficiales, ellos se improvisan y pasan de bisoños a veteranos.
Así, esta partida de la caballería gubernamental, era un ejemplo admirable del vigor de aquel pueblo, que por ser nuestro hijo, debemos admirar y querer como a los hijos se quiere.
Mientras galopaban, Felipe del Estero instruía al jefe de la Caballería de las condiciones en que se iba a pelear. Había que atender a dos objetos: salvar a Otaduy y a los chicos menores de Cerdera; rescatar a Próspero, el hijo mayor de la familia heredera, que debía hallarse bastantes leguas al Sur. Era temible que, si los indios se veían dominados, y no fuese realizable el crimen de Presto Culcufura, Próspero muriese. Sólo le conservaban los indios afectos al secuestrador, porque de sus noticias, confidencias y revelaciones, esperaban el logro del delito... De modo que había que proceder, más que con ímpetu, con habilidad.
Llevarían caminadas dos leguas los expedicionarios militares, cuando una india, de vejez trágica, vestida con guiñapos, se puso delante de los militares.
-Hablar... hablar quiero -dijo en mal castellano.
Felipe del Estero, interrogó:
-¿Qué quieres...? ¿Quién eres...?
-Soy la india Cristuela, de los Añabazes. Quiero deciros que el indio Presto Culcufura, sabedor de que no podrá resistir, sólo desea que le perdonéis, que le deis algún dinero para que pueda remontarse a los montes del Paraguay... Y él, a cambio de ese perdón y de esas dádivas, hará que los indios se alejen y que los asediados y el cautivo, no sufran perjuicio.
El jefe de la Caballería de la Gobernación, desatendió esas palabras. Era hombre de ruda obediencia militar, dispuesto siempre a morir en cumplimiento de la ordenanza. No le agradaban los términos medios. Aquella vieja siniestra, le inspiraba desprecio.
Pero Felipe del Estero, argumentó:
-Permítame usted que le diga que, en mi larga experiencia de estas tierras, creo que hemos encontrado el término de la cuestión. ¿Me autoriza usted para que hable con esta mujer, reservadamente?...
Recibido el permiso, Felipe del Estero descendió de su caballo, alejose unos cuantos metros, llevando de la mano a la haraposa india, y la interrogó:
-Bueno, dime la verdad: ¿Traes la representación de Presto Culcufura?
-Presto, es mi hijo, mi hijo adorado, el más valiente de los hombres. Él me ha mandado que venga a buscaros, porque ya sabía que, pronto, la Gobernación de Formosa y del Chaco, enviaría tropas. El primer efecto de la invasión de esa tropa sería la muerte de los herederos de Roque Lanceote y la de los que les acompañaban. No podría evitarlo eso nadie. Presto no quiere sino un poco de dinero... Dádselo, y él desaparecerá. Lleva muchos años de lucha, ha sufrido toda clase de persecuciones y yo también... Y él me ha dicho:
«Mi vieja, mi madre, ¿siempre has de estar en la miseria?... Vámonos los dos con un puñado de dinero que nos entreguen los enemigos... Vámonos a remontar la corriente del Paraná, hasta llegar a Humaitá, donde residen los indios buenos, los indios respetados.»
Felipe, contestó:
-Creo en ti. ¿Cuánto dinero pide tu hijo?
-Dos mil pesos...
Del Estero permaneció silencioso un rato. Repuso después:
-¿Cuándo habían de ser entregados?
-Mañana al salir el alba... Si accedéis a la petición, en ese momento irá un indio tuerto, jorobado, que camina muy despacio, porque es zambo, y sus pies torcidos le obligan a la lentitud. Él irá al sitio en que está recluido el mayor de los Cerdera. Entonces, tú, el hombre del Gobierno Argentino, saldrás a su encuentro, y le entregarás el dinero. Se retirará el estropeado, para llevar la cantidad a mi hijo Presto, que no estará muy lejos. Y cuando éste se convenza de que se paga lo prometido, sonarán las caracolas, los indios se irán retirándose, y tu podrás salir con el cautivo de la picada que hay a la derecha, donde tendréis dos caballos, de los que fueron arrebatados.
-¿Esas son las condiciones?
-Ésas son -afirmó la vieja.
Y entonces Felipe, sin más consulta que la de la propia inspiración, repuso:
-Negocio hecho. Trato concluido. Pero si hubiese traición, no tu sangre, que vale tan poco, sino la de tu hijo y la de tus nietos, nos responderías con un castigo ejemplar.
La vieja india, se alejó rápidamente; y Felipe del Estero se incorporó a la tropa de Caballería.
Habló Felipe con el jefe del piquete militar y se convino en el procedimiento.