El triste reclamante
El triste reclamante
Felipe del Estero, cumpliendo la orden de su jefe, Otaduy, y lo que él estimaba como deber fundamental de su oficio, salió en camino hacia el rumbo de Resistencia. No debía seguir las sendas, ni las picadas, porque suponía que los indios revueltos, habrían tomado sus disposiciones belicosas. Anduvo por los más espesos del boscaje, subiendo y bajando lomas, atravesando riachuelos, que ya le llegaban a la mitad del cuerpo, ya cerca de la barba. Y así caminó Felipe del Estero largamente, porque el itinerario se multiplicaba, en la huida de los parajes donde pudiesen estar los enemigos de la República.
Durmió la noche primera en un árbol, atándose con la faja al tronco para que, en la inconsciencia del sueño no cayera de lo alto.
Apenas se anunció la aurora, cuando Felipe del Estero siguió marchando con su rifle sobre el hombro derecho, con sus dos pistolas de repetición en ambos lados de las caderas. Comer no había comido en todo ese tiempo, y ya sentía el enojo del hambre.
Aunque él procuraba huir de todos los sitios donde hubiese indios, dio de repente, en una plaza en la que se elevaban varios ranchos. En cada uno de ellos había unas cuantas mujeres y unos pocos niños. Las indias se levantaron al ver al argentino. Temían que por los efectos revolucionarios de la indiada, aquel hombre iba a aprisionarlas o a darles muerte:
-¡Piedad, piedad! -gritaron en guaraní las indias.
Felipe del Estero, contestó:
-No temáis. No vengo a haceros daño.
Interrogoles sabiamente respecto a lo que pasaba, y cuando se enteró de que los indios con armas se habían levantado en la parte alta del bosque del Quebracho, añadió:
-Darme algo de comer.
Y una de las viejas indias, dijo:
-Yo soy la abuela Aginoreca, la mujer del dueño de la ranchería. Mi marido y yo somos buenos. Pero a él le han obligado a ir con los locos... ¡Dios sabe si volverá! Yo le daré de comer, buen viajero...
Y la anciana sacó del su rancho, un cestón lleno de carne asada, de huevos de gallina cocidos, de perniles de gamos.
Felipe repuso:
-Esto es demasiado.
Y tomando lo que necesitaba, partió rápidamente.
Y al andar comía, y al avanzar mascaba: tanta era su hambre y tal su prisa.
Ello fue que Felipe del Estero arribó a Resistencia sin dificultad alguna. Lo que sí ocurrió fue, que en esa expedición, tan peligrosa, tan dura, había consumido sus energías físicas y morales. Cuando se halló ante la caseta de los guardianes de Resistencia, se dejó caer al suelo. Acudió el guardián de servicio, que aún no había reconocido a Felipe, su jefe. Así que le descubrió, llamó con el pito a los otros guardianes. Tres llegaron, y condujeron en brazos a la caseta al heroico viajero.
Apenas se vio Felipe del Estero entre la buena compañía de sus subordinados, exclamó:
-Dadme un vaso de vino... Dadme un pedazo de churrasco (carne de vaca asada sobre las ascuas)... Pero antes, avisad en seguida al Prefecto para que en el acto salgan tropas camino del bosque de los Quebrachos, porque los indios se han levantado, y el mayor de los herederos de Lanceote está en poder de ellos.
Uno de los guardianes de la municipalidad, salió corriendo para cumplir la última orden, mientras el otro procuraba la alimentación del famélico expedicionario.
No tardó mucho en llegar una cesta llena de comestibles.
Felipe comió y bebió. Pronto se halló restaurado. Una india buena, esposa del guardián que servía entonces a Felipe, trajo un barreño lleno de agua caliente, y allí metió el viajero sus pies, previamente descalzados. La dulce agua alivió la fatiga del que había caminado tanto tiempo, y curó las erosiones de la luenga marcha. Y la misma india, acarició aquellos pies con sus manos de amasadora. Todo lo cual significa, que una hora más tarde Felipe del Estero se hallaba tan fuerte como antes de comenzar la aventura.