No le faltaba razón, porque don Antonio se apresuró a comunicar a su padre el virrey cuanto el andaluz acababa de decirle, incitándole a tomar la empresa por su cuenta, de mancomún con Chamijo. El marqués de Mancera fue fácil de convencer. Envolvía al Perú, desde la conquista primero y desde el descubrimiento de las estupendas minas de Potosí más tarde, una atmósfera de prodigio, que forzaba la credulidad de cuantos en él vivían, sin exceptuar a los que pasaban por más incrédulos: éstos podían no creer en Dios ni en el Diablo, pero naturalmente creían en tesoros ocultos y ciudades misteriosas. ¿No se encontraban a cada paso huacas repletas de objetos preciosos, joyas y pedrería? Don Pedro de Toledo y Leiva aceptó, pues, entusiasta, las indicaciones de su hijo y secretario, llamó al pretendido Bohórquez y capituló con él. Quedó convenido que le daría cuarenta españoles -no los doscientos que Chamijo pretendía, por estar harto escasos de soldados-, quinientos indios auxiliares, aptos para llevar impedimenta y para combatir, veinte caballos, que importaban considerable suma entonces, algún dinero para el caso poco probable de necesidad en los desiertos que iban a cruzar, y abundantes vituallas para el sostenimiento de las gentes en las regiones donde no se pudiera vivir sobre el país. Bohórquez Girón, por su parte, cedía al Marqués de Mancera los dos tercios -quitado antes el quinto del rey- de cuanto descubriese y conquistase así en tierras como en oro, plata, metales de valor, diamantes, piedras preciosas y demás, y para equilibrar el reparto el virrey prometió a Bohórquez Girón concederle a su regreso altos empleos y dignidades. Chamijo discutió empeñosamente el punto menos esperado: la participación que en la empresa había de darse a don Leoncio de Mendoza, por haber mediado en el planteamiento del negocio, y a quien correspondía cedérsela, sosteniendo que esa participación debía tomarse de la parte más crecida, es decir, de los dos tercios pertenecientes a don Pedro de Toledo. Cayeron de acuerdo en que éste y Chamijo cederían generosamente al de Mendoza la veinteava parte de cuanto a cada uno tocara -insignificante al parecer, pero cuantiosa fortuna en realidad. Si el virrey dudara todavía, esta acalorada discusión le hubiera convencido de la seriedad de la empresa que acometía y de la hidalga probidad y generosidad de Bohórquez Girón que, sin verse obligado a ello, premiaba con tanta largueza los buenos oficios de un simple tercero.

Ahora no se achaque a falta de imaginación del cronista, metido estrechamente en el carril de la historia, la abrumadora semejanza de este episodio con el reciente de Buenos Aires y el anterior de la misma Ciudad de los Reyes, en tiempos del marqués de Chinchón. Como dicho queda algo más atrás, la patraña -o el ensueño- de Chamijo no había perdido su virtud fascinadora, ni la perdió en dos siglos más. Pero, para no aburrir, lo relataremos a saltos y en pocas palabras. Los expedicionarios se dirigieron a la reducción de Fray Treviño, y luego vadearon el Chambamayo entre las últimas estribaciones orientales de los Andes. Indios belicosos trataron varias veces de cerrarles el paso, pero los españoles, aguerridos y con armas tan superiores, los acobardaron y obligaron al fin a que les dejasen el camino libre. Estas luchas, las dificultades casi invencibles que la naturaleza les oponía, la pérdida de casi todos los caballos y de muchos indios auxiliares, la escasez de los víveres en medio de las montañas fueron, sin embargo, quitando bríos a la tropa, sembrando en ella el descontento, invitándola, al fin, a acabar como la primera. Chamijo comprendió que estaba a punto de desconocer su autoridad, amotinarse y abandonarlo. Buscó entonces medio de salir del atolladero, y tuvo la idea de fundar una nueva ciudad, empresa que distraería y calmaría los ánimos, dándole tiempo para madurar sus planes ulteriores.

-El término de nuestra expedición no se halla muy lejos de nosotros -dijo a sus soldados- y podríamos llegar a él con algún esfuerzo. Pero por una parte llegaríamos harto maltrechos para combatir, y por otra la estación de las lluvias se nos viene encima y puede muy bien detenernos en mitad del camino. He resuelto, pues, daros un descanso tan prolongado como bien merecido, y fundar en estos parajes una ciudad que nos asegure para hoy y para en adelante el imperio de la comarca. Será una fortaleza a las puertas mismas del gran Paitití en cuya busca hemos venido, y en un país donde nada falta, ni bosques, ni frutas, ni agua, ni caza, sobre todo, metales... Los que quieran fundar una familia verán sus deseos cumplidos a bien poca costa, pues por estos alrededores no faltan indios que vienen a las minas de sal de estos cerros, y sus hijas no son mujeres a las que pueda hacerse ascos, ni que los hagan a los españoles. ¡Ea, pues! Manos a la obra, que nos irá bien con ello. Mientras queramos, seremos ricos, libres e independientes de toda autoridad que no nazca de nosotros mismos.