Chamijo de Roberto Payró
Capítulo VI



De todo lo cual resultó que, poco después, mientras Lizarasu juntaba paciencia para la espera indefinida de contestación a sus memoriales enviados a España, Chamijo, dueño de algún dinero, en parte dado por el corregidor, en parte amañado con dados y naipes, montó en un caballejo y corrió a incorporarse a una tropa de carretas que algunos días antes había tomado el camino de Tucumán.

Reapareció en Lima, meses más tarde, con la mayor frescura, dispuesto a reanudar o mejor dicho, a repetir sus manoseadas intrigas. No tenía para qué forzar el caletre en la invención de otras, pues las primeras servían admirablemente, eran de probada eficacia y habían de renovarse a intervalos durante cerca de dos siglos todavía. ¡Y quién sabe si hoy mismo, a fines del primer tercio del siglo XX un embaucador genial no lograría arrastrar a centenares de accionistas cándidos -o diestros o sin escrúpulos en el juego de bolsa- y levantar capitales para el descubrimiento y conquista de un nuevo Eldorado, de un nuevo Paitití, ubicándolo en algún rincón de los pocos que en la tierra no se han explorado todavía!...

Carmen, la linda chola, después de brillar como astro de primera magnitud en las alturas de la galantería fácil, había desaparecido de pronto, a raíz de un escándalo en que hizo cómica figura el patriarcal oidor que la protegía. Ignorábase dónde había ido a parar, y Chamijo no dio con sus huellas aunque hiciere prolijas averiguaciones en el mundo del holgorio: para unos, en ello andaba la mano del virrey; para otros, la muy larga y terrible de la Santa Inquisición. A quien encontró, sin quererlo, fue al deudo del ex virrey, don Leoncio de Mendoza, más pobre y desamparado que nunca; el de Chinchón, que le tendió la mano muchas veces, pero sin sacarlo nunca definitivamente de los atolladeros en que se metía, ni darle una prebenda que le pusiera al abrigo para siempre de la necesidad, no podía prestarle ni siquiera la involuntaria protección de su parentesco, la sombra de su nombre ilustre, y el infeliz mantenía a duras penas, una apariencia decorosa. Contra lo que temía el aventurero, don Leoncio le puso buena cara y hasta afectó reírse de la candidez de su noble deudo en lo referente al Paitití, pero Chamijo, muy grave, le reprochó su actitud: ¡alto ahí! él no había querido engañarlos; cuanto les dijo fue siempre la purísima verdad; el reino oculto de los Incas era tan cierto como el sol que nos alumbra; el marqués de Chinchón y el mismo Mendoza le habían condenado sin oírle, prestando fe a las calumnias de los miserables desertores que lo abandonaron cuando el éxito estaba a punto de coronar su empresa... Pero iban a amanecer días mejores, y ya vería el de Mendoza cómo su amigo era inocente de toda falsedad, y lo hubiera hecho poderoso de la mañana a la noche, con poco más que la suerte le ayudara. Creyó don Leoncio o fingió creer por conveniencia las categóricas afirmaciones de Chamijo; no tuvo a menos mostrarse con él en todas partes, y hasta le facilitó el medio de persistir en sus planes, presentándolo con calurosos elogios a don Antonio Sebastián de Toledo, mozo muy considerado y de mucho valimiento en la Ciudad de los Reyes.

Era don Antonio nada menos que el hijo y secretario del nuevo virrey, nombrado en 1639, don Pedro de Toledo y Leiva, primer marqués de Mancera, teniente general de las galeras reales. El andaluz conquistó desde el primer momento al hijo del virrey afectando una gravedad no enteramente desprovista de gracia oportuna y mesurada, gravedad de hombre de buen entendimiento, aleccionado por el infortunio, pero que no ha perdido por completo ni la esperanza ni la alegría. Mostrose reservado cuando el de Mendoza aludió al gran Paitití, limitándose a decir que era empresa guardada para corazones bien puestos, pero en la que fracasarían siempre los pusilánimes y los que no tuvieran confianza en sí mismos ni en los demás que la merecieran. Y durante algún tiempo rehuyó con don Antonio de Toledo toda conversación acerca de la milagrosa ciudad incaica, acuciando así hasta el extremo su curiosidad y su interés. Sólo entonces, considerándole bien a punto, habló, relató cómo había descubierto el secreto cierta vez que, extraviándose en un viaje, la casualidad lo condujo al Paitití, de donde escapó milagrosamente, librándose de una muerte segura gracias al amor y al heroísmo de una india, hija del jefe de la guarnición, quien le hizo huir disfrazado de chasque o mensajero conduciéndolo ella misma hasta la frontera, por entre riscos y peñascales. Contó también su expedición, malograda porque el virrey Fernández de Cabrera no había querido darle los hombres ni los pertrechos y víveres necesarios, y por la indisciplina y falta de constancia de su gente, afeminada por las blandicias de la vida de ciudad... Acabó el embrujamiento de don Antonio mostrándole el mismo plano de que se había servido en Buenos Aires para conquistar a Lizarasu, y ya le tuvo por suyo...