Chamijo de Roberto Payró
Capítulo IV



Transido por la niebla, que le envolvía como una sábana húmeda, haciéndole tiritar bajo sus harapos -Chamijo llegaba esta vez hecho realmente un «girón»-, se internó al caer la noche en las calles desiertas de Lima buscando el abrigo que sólo Carmen le podía proporcionar. La chola se había mudado de casa y sabe Dios lo que le costó saber dónde vivía a la sazón. Mejor hubiera sido no saberlo, pues la mudanza de su amante no sólo había sido de vivienda, sino también de inclinaciones. Recibiole poco menos que como a un extraño, fría y desdeñosa, demostrándole desde el primer momento que le molestaba, que caía muy mal.

-¡Bueno está el virrey contigo! ¡Bueno está Mendoza! Desde que supieron tus hazañas por un arcabucero que volvió hecho una miseria, se han puesto furiosos, y particularmente el marqués, quien jura que has de pagarle bien cara tu engañifa... Te aconsejo que no te muestres, si no quieres dar de cabeza en la cárcel y sufrir una de azotes de padre y muy señor mío, porque el de Chinchón ha husmeado también que lo de Bohórquez y demás es de mohatra, y que si algo te llamas es Pedro Chamijo, mondo y lirondo, sin arrequives ni hidalguías.

-Ya me lo imaginaba -contestó el menguado-. Por eso vengo a deshora, pidiéndote amparo y refugio... Pero voy viendo que hice mal en pensar que me acogerías con el cariño de antes... Vives en una especie de palacio, vas puesta como una princesa, algún gran señor te protegerá, y, naturalmente, ya no tienes más que desprecios para mí. ¡Mal rayo! ¡Ea! me voy, que aquí no hago falta ni tú mereces que mi amor te suplique.

Enterneciose un poco la moza y dijo:

-No es lo que crees, no... Es que quiero cambiar de vida... Así me lo aconseja un anciano oidor... ¡No imagines! es como un padre para mí; me trata como a hija... me tiene en andas, me deja hacer lo que se me antoja, y en cambio ¡ni esto! ¿oyes? ¡ni esto, como éstas son cruces!

-Será lo que sea -murmuró Chamijo, incrédulo pero resignado, porque no tenía los alientos ni la costumbre de indignarse con la chola por pecados que antes le fueron tan útiles-. El caso es que me muero de necesidad y de frío, que no tengo ni amigos, ni ropas, ni casa y que, como tú dices, el temperamento de Lima no es hoy muy sano para mí... Fallándome tú, todo me falta, pero ¡qué remedio... ¡Aguantarse, y que Dios me ayude por esos mundos! ¡Adiós!

-¡Escucha, escucha! No te marches así, desgraciado. Toma y vete en paz, que no he de olvidar lo felices que hemos sido en otros tiempos de inocencia... Pero, por tu vida, que no te quedes en Lima, si tienes lástima de tu pellejo.

Diole un bolso no mal provisto de monedas de plata, y riendo como en sus mejores días, lo despidió burlona, con la amenaza del virrey, del oidor, de la Audiencia, y hasta de la Santa Inquisición que, según ella, se la tenían jurada por embaucador y charlatán.

Con aquel viático y sus malas artes, Chamijo alcanzó no sólo a trasponer la Cordillera, sino también a cruzar el continente y llegar al Río de la Plata. Menos de un año después de salir de Lima se le veía en Buenos Aires, pequeña ciudad, o gran lugarón de cuatrocientas casas, en las que, con el título de gobernador, mandaba un don Francisco Céspedes, y donde Chamijo pensó que no podría hacer gran cosecha, dado su pobre aspecto. La llamada pomposamente ciudad de la Santísima Trinidad y puerto de Santa María de Buenos Aires alzábase en un ángulo de tierra algo elevado, entre un río semejante a un mar y un riacho que desembocaba en él a cosa de un cuarto de legua. No tenía fortificaciones, ni murallas, ni foso, ni nada que la defendiese, salvo, en la misma ribera, un fuertecillo de terrón armado con diez cañones de hierro y rodeado por una mala zanja, y sobre el riacho, que llamaban Riachuelo, un baluarte con tres cañoncetes de solemnidad. Las casas correspondían a la pobreza franciscana de la defensa y eran de un solo piso, bajo, hechas de barro y con techos de paja y cañas, que llegaban a la mitad de la calle, dificultando el paso de carretones y jinetes; y de barro era también la misma iglesia matriz erigida en Catedral pocos años antes, cuando fue nombrado primer obispo fray Pedro de Carranza, carmelita y sevillano. Tan modestas viviendas tenían, como compensación, anchos patios con tiestos de flores, al modo de Sevilla, y detrás huertas de árboles frutales, hortalizas y legumbres. Las calles, por fin, tiradas a cordel, y cruzadas por otras perpendiculares, formaban damero más largo que ancho y eran pantanos cuando llovía, polvaredas cuando no llovía, y en el intervalo, cuando después de una lluvia soplaba como vendaval el viento seco de las pampas, minúscula reproducción de la cordillera de los Andes, con sus montañas, sus cerros, sus valles y sus abismos.

Pero, a poco andar, Chamijo advirtió que en el mal entrazado lugar aquel reinaba la abundancia, si no la profusión, que la manducatoria era baratísima, que hasta los mendigos andaban a caballo como hidalgos, que no era preciso trabajar para vivir, que en muchas de aquellas casas como barracones había muebles lujosos, colgaduras, pesada vajilla de plata y una nube de criados... En las horas frescas de la mañana y en las templadas de la tarde, al caer el sol por las mal cuidadas calles transitaba o se paseaba una población semejante a la de Lima, señores empingorotados, ministriles, canónigos, sacerdotes seculares, frailes dominicos, recoletos, franciscanos, jesuitas, gente del pueblo, blanca y barbada, esclavos negros y mulatos, semiesclavos indios y mestizos -la plebe sometida a una servidumbre que no debía de ser muy dura, a juzgar por el aspecto de los demás-, y todos hablando o chapurreando el español con marcado acento andaluz. Pocas mujeres vio en la calle misma, pero muchas a la reja, agitando con gracia el abanico y solazándose con el espectáculo del movimiento popular, pero unas y otras, eran en su mayoría, tan bellas en su género como las peruanas, de cutis moreno, cabello ondulado, negro como los ojos, pero de belleza menos provocativa y sensual que la limeña. Algunas, seguidas por negrillas esclavas, que hacían de dueña o rodrigón, recorrían las tiendas, de pobre aspecto, pero rebosantes de mercancías. Éstas eran pocas; las señoras en general, enviaban a sus criadas a comprar o a pedir muestras, y sólo salían para ir a la iglesia, de visita o alguna reunión familiar. Por la noche sólo cruzaba la calle algún empaquetado acudiendo a una cita o a las timbas vergonzantes en que se despluman aventureros y calaveras. De pronto, aquí o allá, una alegre serenata rasgaba el silencio.