Cartas de Juan Sintierra/Carta II
Carta II
¡Conque temores, y miramientos, y dudas sobre insertar mi carta anterior! Vd. amigo, parece que ve claro a españadas, y que se le olvida lo que ha visto, y aún nos ha dicho. Vaya, vaya, que si no ha venido el general La Peña tan a tiempo a darme la razón, apuesto a que estaba Vd. ya aguzando la pluma para echarme una fraterna. ¿Y qué me dice Vd. de Badajoz? Seguramente que la cosa va lucida. Pues para que vea Vd. mi calma: nada de eso me ha cogido de nuevo; debía suceder así. O conocemos o no los principios. Si los conocemos ¿por qué estar aguardando las consecuencias para fijarnos, y saber cómo nos hemos de conducir? Si España está cada día más desorganizada, y en especial sus ejércitos, como lo hemos visto; si no hay quién ponga en orden esta máquina, ¡qué necedad estar dudando si hará o no algo que bueno sea! Ponga Vd. a la vela un navío que lleve por capitán a un teólogo, a un médico por contramaestre, por piloto a un oficial de caballería, y por tripulación un regimiento de milicias, ¿pensará nadie que ha de llegar a Lima desde Cádiz porque no lo vea sumergirse de repente? No hay que hacer cálculos, Señor mío. España no puede hacer nada, absolutamente nada, si no toma el recurso de ponerse en otras manos, que sepan manejar sus fuerzas. ¡Pobres españoles!, ¡infeliz pueblo!, ¡no me puedo acordar de él sin dolor!, ¡no hay gente mejor en el mundo: ni más valiente, ni más sufridora de trabajos, ni más mandable y de buena fe! ¿Qué no se pudiera hacer con un pueblo que después de tres años de desgracias, después que no hay en él una familia que no vista luto, aún dice que quiere pelear, por tal de no someterse a los franceses, y se pone en manos de todos los que le dicen que lo conducirán a pelear contra ellos? Amigo mío: la parte pobre de la nación española, es la parte sana; entre la gente de galones está la roña, y no hay cómo entresacar a los dañados, porque cada cual lo está a su manera. Los más de ellos, casi todos aborrecen a los franceses; pero esto de nada sirve si no los aborrecen con un odio efectivo que les haga olvidarse de sus fines particulares. Pero obsérvelos Vd. desde el principio, y hallará que los más son verdaderos egoístas que se valen de la revolución para sus fines.
La oficialidad para tener ascensos, los empleados para lograr nuevas rentas y honores, las juntas para disfrutar autoridad, los clérigos para obtener canonjías y aumentar su influjo sobre el pueblo, los oficinistas para enredar aún más sus expedientes y los bordados de sus uniformes; y como haya un palmo de tierra en que jugar a la Corte, vayan esos pobres infelices, esos labradores, esos menestrales honrados a ser degollados por los franceses, y a sufrir oprobio y desdoro, porque no teniendo quien los dirija, o se han de entregar a una fuga vergonzosa, o han de ser transportados a Francia como manadas de carneros. Y diga Vd. algo a estos señores, que le sacarán los ojos. España para ellos es invencible. Si falta Madrid, ahí tenemos a Sevilla, en que cacarear; y si toman a Sevilla ¿qué importa, diga Vd., que entren en Cádiz?; y dado caso de un quién lo pensara, ¿le parece a Vd. que no está hecha la cama en Mallorca? Entretanto siga la guerra; piérdanse los hombres a millares, entréguense las plazas, y consumase España. Ésta pudiera hallarse libre desde la batalla de Talavera, por lo menos; pero ha sido lo contrario: todo va de mal en peor. Nosotros, dicen los de la Junta Central, no tenemos la culpa; y nos presentan un papel de méritos, que no hay más que desear. Viene la Regencia; enreda más que un capítulo de frailes, y se retira muy quejosa, dejando entretanto los franceses como se estaban, y a la España con las Américas de menos. Adelante: las Cortes... pero las Cortes merecen una carta. Lo que importa ahora es ver que en sus barbas, se nombra, para una expedición que debía levantar el sitio de Cádiz, y tal vez libertar la Andalucía, a un general inepto, y esto haciendo que vaya el acreditado Graham a sus órdenes. El general La Peña deshonra sus tropas a la vista de ingleses y franceses, y todo se reduce a consejos burlescos de guerra en que La Peña es o será declarado un Cid; y a quejas vergonzantes, y malignas contra los mismos ingleses que han peleado por ellos como leones.
Ahora bien, si pudiera juntar a los españoles que no tienen casaca en donde pudieran oírme, me parece que les diría: Caballeros, vamos a cuentas. Ustedes no son mancos, ni tienen menos corazón que los portugueses. ¿En qué consiste que el mayor y mejor ejército que han tenido los franceses en la Península vaya huyendo de Portugal, acosado por un ejército inglés y portugués, en que los soldados de las dos naciones pelean igualmente bien, sin que se vea un disgusto entre unos y otros? ¿En qué consiste que esos portugueses de quien se hacía tanta burla en España tengan un ejército nacional excelente, y que un regimiento de ellos entre en acción como los mejores delante de Cádiz, mientras que por una cosa o por otra, doce mil españoles se están tranquilamente mirándolos? Claro está que no consistiendo en falta de valor ni de voluntad, todo pende de que los españoles no están bien dirigidos. Tres años de guerra continuamente desgraciada, no obstante las mudanzas que se han hecho en los gobiernos, manifiestan bien claramente que se debe buscar un remedio más efectivo. Cuál sea éste, lo tenemos a la vista. El que ha hecho a los portugueses soldados. El gobierno portugués estuvo un año probando a formar un ejército, y todo fue en vano. Determináronse a dejar a los ingleses la dirección absoluta de este importante ramo, y ya se ven los resultados. Nunca ha podido España durante su revolución formar un ejército que se parezca al que ha organizado un solo hombre, Beresford. Ello es doloroso, el que una nación tenga que llamar extranjeros para que manden sus tropas; pero aquí no hay más que esta alternativa: nación española con oficialidad inglesa, o dominación francesa con oficialidad española.
¿Pero es acaso vergüenza el llamar extranjeros para que en tiempos de paz establezcan fábricas, y dirijan escuelas de ciencias?
Nunca ha degradado esto a un pueblo, porque sus atrasos consisten en el abandono en que los han tenido sus gobiernos, y no en falta de capacidad de sus individuos. Supongamos, Señores, que en España no hubiera quién supiese hacer un fusil, y que diese el gobierno en la locura de dejar que los españoles resistiesen a los franceses sólo a pedradas, entretanto que una porción de sus paniaguados gastaban el tiempo en inventar cómo harían fusiles, por tal de no escuchar a los maestros armeros de otras tierras que los hacen en un dos por tres, ¿lo sufrirían Vds. con paciencia? Vengan los maestros, se diría con razón, hagan los fusiles al momento, y vaya aprendiendo nuestra gente a hacerlos entretanto; pero esto de que vengan los señoritos a ensayarse a nuestra costa es majadería. Pues el caso es el mismo. Está visto que en España no hay quien sepa, o quien pueda formar un ejército. Los que saben encuentran estorbos por todos lados, y los que no saben no necesitan más estorbos que a sí propios. Que los ingleses saben organizar un ejército no hay que dudarlo, porque se está viendo el que ellos tienen, y el que han formado en Portugal; ¿pues por qué habéis de estar sacrificándoos a la ignorancia y al orgullo de los que os quieren mandar sin saber hacerlo?
Ya veo que Vd. se va cansando de mi arenga, y que con razón me dice que la gente a quien yo me dirijo no la necesita. Así es verdad, amigo: el pueblo de España jamás ha tenido la mitad de las preocupaciones que tienen los que lo dirigen. El pueblo español haría todos los sacrificios posibles, y los haría gustoso, correría a alistarse en los ejércitos, y pelearía con entusiasmo siempre que se le diesen oficiales y generales de quienes tuviera confianza. Si se quiere ver de parte de quién está la oposición a esta medida, absolutamente necesaria en el estado presente de las cosas, fácil, muy fácil es la prueba. Concédase al gobierno inglés que mande oficiales de su confianza a Galicia y Asturias para que recluten gente, y se verá como todo el mundo se da prisa a alistarse por soldado. Los pobres pueblos discurren poco, pero ven y sienten; y para conocer la inmensa diferencia de un ejército organizado por ingleses, y otro de que cuidan los empleados del gobierno español, no es menester más que tener ojos. En el uno se ayuna un mes, por un día que se come mal; en el otro rara vez faltan provisiones para hacer una comida mejor que la que los soldados tendrían si estuvieran en su casa. Un regimiento español es una ropavejería andando; un regimiento bajo oficiales ingleses parece todo compuesto de oficiales, según la decencia de los vestidos. Y esto no se debe atribuir al carácter particular del soldado inglés, porque lo mismo se ve en los portugueses, hoy día. ¿Puede el pueblo dudar de esto? Imposible, el pueblo español está convencido y pronto. La dureza de corazón está más arriba.
Yo no extrañaría, ni culparía esta especie de puntillo nacional al principio de la guerra. Los españoles empezaron de un modo tan noble y superior, que hubiera sido delirio aconsejarles que se pusiesen en otras manos, después de la batalla de Bailén y el primer sitio de Zaragoza. Hubiera sido igualmente imposible que imprudente el quererles convencer entonces de que sus victorias habían nacido sólo de su valor individual, y de la disposición en que se hallaban los franceses; y que al punto que tuviesen que contender de modo que la táctica y disciplina entrasen en la cuenta, perderían infaliblemente cuantas acciones aventurasen. Pero el tiempo que ha pasado, y el sin número de gente y armas, que han perdido, el modo con que poco a poco, aunque sin interrupción, han sido acorralados en dos o tres puntos de España, demuestra que no hay que esperar nada de sus actuales ejércitos, y ni de los que se formen bajo el mismo pie. ¿Y es posible que un hombre de buena razón como Blake sea el que se oponga más a la única medida que conviene a España, y por la que clama la experiencia más palpable? ¿No bastan las derrotas de Espinosa, Tudela, Medellín, Belchite, Almonacid, Ocaña, las expediciones desgraciadas de Moguer y Tarifa, la dispersión de Mendizábal, las entregas de Olivenza, Badajoz, y Campomayor, en fin, el diario de las operaciones de España; no basta esto para que Blake, y los que piensan como este general abran los ojos, y conozcan que las mismas causas deben producir los mismos efectos; y que si él no ha podido organizar los ejércitos de su mando, con todos sus conocimientos y buen deseo, mal podrá organizarlos valiéndose de otros que probablemente carecerán o le serán inferiores en ambas cualidades?
La oposición a confiar el mando y formación de ejércitos españoles a oficiales ingleses, no puede nacer más que de uno de estos dos principios: de un ciego y tenaz orgullo, o de un deseo secreto de que la contienda actual acabe en favor de los franceses. De ambas cosas hay mucho en España; de los primeros se puede esperar que cedan; pero en vano se predicará a los segundos. Digo que se puede esperar algo de los que se hallan poseídos de ese orgullo mal entendido; porque siendo como los supongo, de buena fe, es imposible que no conozcan el sacrificio que están haciendo del infeliz pueblo español por sostener este puntillo. Verán, si se paran un momento, que los ejércitos españoles han pasado de unas manos en otras, y que han ido de mal en peor; verán que si pueden echar la vista sobre un oficial, general u otro en quien se pueda tener confianza, éstos no pueden hacer nada por sí solos, y puestos al frente se hallarán sin nadie de quien fiarse; verán que en nada se degrada el nombre español por poner extranjeros a organizar y mandar sus ejércitos; que bajo extranjeros han servido con honor repetidas veces; que bajo extranjeros hay menos riesgo de que se levante un general que aspire a la tiranía, y se acordarán de que para liberarse de este peligro ponían sus ejércitos al mando de extranjeros casi todas las repúblicas antiguas de Italia; verán que de nadie se puede fiar mejor la causa de España contra los franceses, que del gobierno inglés, a quien nadie excede en interés de que los franceses no venzan; verán que es odiosa, baja, y malnacida esa emulación de una nación amiga que ha hecho los sacrificios más generosos por España, y que ha mostrado al mundo cuáles son sus principios en la conducta noble que ha mantenido siempre y mantiene en Portugal. Verán, en fin, que aun cuando se pudieran suponer miras interesadas en los ingleses, la emulación y los celos mal encubiertos sólo podrían darles pretextos plausibles para no guardar consideraciones con España, y venir a hacer por propia seguridad y defensa lo que jamás pensaran, estando seguros de la cordialidad de sus aliados.
A los enemigos de los ingleses, por arraigado galicismo, no hay que esperar convencerlos en esta materia. Estos no hacen más que repetir sordamente lo mismo que tantas veces ha proclamado Bonaparte: que los ingleses sólo pretenden ver lo que pueden sacar de la península después de haber sostenido la guerra a costa de sus habitantes. Si oyera Vd. como yo he oído a los ecos de estos caballeros. Los ingleses nada han hecho; ni los ejércitos que han mandado; ni los millones que han gastado en armas, municiones, y pertrechos de guerra; ni las batallas que han ganado, sin auxilio de nadie, en la misma península; ni la continuación de estos socorros, por unánime consentimiento de ambos partidos del Parlamento; todo es nada. En vano Sir John Moore salva las Andalucías de las manos de Bonaparte; en vano, con su sangre y la de miles de sus compatriotas, salva la causa de España que iba a perecer entrando Bonaparte en Cádiz; en vano Lord Wellington vence en Talavera, a la vista de Cuesta y su ejército; más en vano se sacrifica el ejército de Graham bajo las murallas de Cádiz, y entra en ellas cubierto de gloria: cada uno de estos servicios es una espina más que les hace intolerables los ingleses. Sir John Moore, para ellos, no hizo más que retirarse; Lord Wellington no quiso seguir, y el general Graham no obedeció a La Peña.
Toda mi paciencia no sería bastante para sufrirlos en silencio, si no supiera el principio de que nace. Para esta gente son más odiosos los ingleses que los franceses mismos. Muchos de ellos, o los más, estuvieron por la entrega de España al romper la revolución. Sí, Señor; entre los empleados más favorecidos del gobierno de España, se hallan gentes que hubieran dado un brazo por que la conmoción de Cádiz se hubiera dirigido contra la escuadra inglesa, en vez de atacar la francesa. Puede ser que entre mis papeles encuentre un día la proclama que causó la muerte de Solano, el gobernador de Cádiz, y verá Vd. La lista de los que con él y con Morla firmaron, y dijeron al pueblo si queréis pelear, a la vista tenéis los verdaderos enemigos de España, indicando a los ingleses. Estos principios viven todavía, y convencidos como están los más de estas gentes de que España difícilmente puede salvarse, lo que quisieran sería ver acabar la guerra cuanto antes con tal de que con la guerra no se acabara la renta. Esto último es lo que los hace en el día antifranceses; pero de tan mal principio no puede producir nada bueno. Así sale ello.
Yo no quiero esparcir sospecha de francesismo sobre todos y cada uno de los que se oponen a la medida única que puede dar ejércitos verdaderamente tales a España. Ya ve Vd. que la clase primera de que he hablado puede contener y contiene muchos hombres honrados y excelentes; pero es seguramente digno de observarse que los patriotas españoles más acrisolados, aquéllos que han hecho más servicios a la causa, y que han sido superiores a toda sospecha, han sido afectos de corazón a los ingleses, han estado inclinados a la admisión de oficiales extranjeros en los ejércitos españoles. Romana empezó a ponerlo en práctica, y recibió por premio una reprensión; Alburquerque era el mayor amigo de los ingleses, y siempre estuvo ansioso de pelear a su lado, y aun a su mando. ¿Eran éstos patriotas? ¿Hay muchos que pueden jactarse de amor patrio con ellos? Estos hombres no creían que se degradaba España por valerse de sus amigos extranjeros, para lo que no podía hacer por sí; estos generales que tenían más razones que ningunos otros para confiar en sí propios, reconocían que eran insuficientes para establecer la disciplina militar en España. ¿Y se avergonzarán de reconocer esto mismo los que nada, nada han podido, o han sabido hacer por ella?
Amigo mío: el objeto de que hablo es sumamente importante. Se trata de prolongar una guerra que si dura cuatro años más, no deja una brizna de yerba en España, más que la que nazca por falta de quien pise el terreno; y aunque yo no pertenezco a la nación como mi nombre lo indica, tengo mi alma en las carnes, y no puedo mirar sin dolor que se haga ni con turcos, lo que se está haciendo con los españoles. Las Cortes son una manta mojada: soberanas de nombre, y esclavas de cuantas sombras se les ponen delante. Esclavas de la Regencia en muchos puntos, esclavas de los comerciantes de Cádiz, esclavas de los clérigos y frailes, y sólo inflexibles contra los que les aconsejan determinación y energía. Hombres hay en ellas que pudieran darla; y si se escuchara a un Torrero y a un Gallego la cosa iría mejor. Supuesto que no hay quien haga nada, y que el pobre pueblo paga esta indolencia con su sangre y su vergüenza, el pueblo mismo debe contribuir a que se acabe con utilidad y gloria. Escriban todos los hombres bien intencionados; hagan reuniones de ciudadanos que representen fuerte aunque respetuosamente a las Cortes; lluevan unos sobre otros estos testimonios de la desaprobación general; hagan que las Cortes muden esa Regencia que ya debía haber hecho algo por su crédito y en favor de la nación; y no se contenten con palabras, que se han repetido millones de veces sin más efecto que prolongar los males que abruman y aniquilan a una nación valiente.
Yo no aconsejaría que de repente se reformasen todos los oficiales del ejército español de Cádiz; pero gritaría constantemente en los oídos de las Cortes, que entreguen a un general inglés el de Galicia, que al mismo tiempo sea gobernador de la provincia; que lo entreguen todo absolutamente a su cuidado: vestuario, provisiones, paga, etc. Un solo ramo en que se le pongan obstáculos, inutilizará el plan. Pruébese este medio, y si no surte buen efecto en seis meses diga Vd. y proclame que enjaule a
Juan Sintierra