Cartas de Juan Sintierra/Carta I
Carta I
Sr. Editor del Español:
Muy Sr. mío: Hace algunos días que recibí una carta de Cádiz escrita por un sujeto de indudable crédito y veracidad, e impuesto bastante a fondo en los negocios públicos, de la cual he creído conveniente dar a Vd. noticia, porque según veo, Vd. tiene muy pocas directamente de aquel pueblo. Mis noticias no son agradables, y si yo hubiera de publicarlas con mi nombre seguramente no habrían salido de mi cartera; mas como Vd. en estas materias tiene ya poco que perder, quiero decir, como el odio que Vd. ha excitado en muchos de sus paisanos no ha de crecer ni menguar porque diga Vd. algo de nuevo que les disguste, me determino a mandar mis noticias, envueltas en un centón de reflexiones, por si quiere Vd. publicarlas, y, como decimos comúnmente, sufrir por mí las pedradas.
«Ya sabe Vd., dice mi amigo de Cádiz, que yo he sido de los más alegres en materias de revolución de España; pero he venido últimamente a caer en mucho desaliento. Las Cortes, en que teníamos puestas nuestras últimas esperanzas, han errado el golpe, y no han excitado, o no han sabido conservar el espíritu público que podía salvarnos. Perdida la primera ocasión es difícil que puedan hacer nada.
Y no es porque no haya en las Cortes hombres de mucho provecho; no porque en general sus individuos carezcan de buena intención, ni patriotismo, sino porque, siendo muy buenos, no son lo que las circunstancias de España exigían: han hablado y no han hecho nada. El Consejo de Regencia participa en sumo grado de la debilidad de todos los anteriores gobiernos; pero ¿quién había de creer que tiene acaso preocupaciones más dañosas que aquéllos? ¿Quién había de creer que un hombre de los talentos de Blake, había de incurrir en el error de oponerse al único medio de formar un tal cual ejército, quiero decir, la admisión de oficiales ingleses y austríacos?».
«Este renglón de oficiales está cada día peor. Apenas hay subordinación o disciplina. Todos charlan, todos alborotan, y casi todos huyen el cuerpo al trabajo. Bajo pretexto de servir como voluntarios de la Plaza, se excusan del servicio en el campo una multitud de gentes que allí podrían ser muy útiles. La Junta de Cádiz es una lima sorda contra todos los proyectos de las Cortes y la Regencia.
En el erario no hay un cuarto, y aquí los que tienen dinero, que son muchos, dicen que han dado bastante».
«Lo demás que hay libre en España, va como Dios quiere, o por mejor decir cada uno tira por su lado. Un gobierno que apenas manda aquí, mal puede Vd. esperar que se haga obedecer en provincias retiradas y casi sin comunicación directa. En Valencia han establecido una especie de gobierno que obra por sí; en Cataluña han nombrado su capitán general; y en Galicia, si no es que cuando vaya Alburquerque pone aquello en orden, no se hace nada más que tirotearse unas autoridades a otras con oficios, según nuestra costumbre antigua; y Malú, sin acordarse de franceses, se ha hecho un dictador que prende a los que le son contrarios, y les forma causas, que Dios sabe en lo que pararán. Acuña es uno de los presos».
«En fin, yo no veo probabilidad de que hagamos nada como no sea por algún golpe de fortuna. Los franceses no serán dueños pacíficos de la España en muchos años. Si Lord Wellington los vence en Portugal perderán tal vez las Andalucías; habrá repiques y gacetas extraordinarias; pero dentro de algunos meses volverán a traer fuerza, y tendremos otra vez que encerrarnos en Cádiz. Así yendo y viniendo, la España se hará un desierto, que al fin Dios sabe de quién vendrá a ser, cuando con la sangre que se ha derramado y derrama, y los esfuerzos que se han hecho, pudiera ya empezar a disfrutar los beneficios de su revolución».
Según esta exposición de mi amigo, de cuya exactitud no debe Vd. dudar, ¿podrá Vd. explicarme, Señor Editor, en qué consiste esta fatalidad que hace que todos los gobiernos se parezcan unos a otros en España?
Difícil me parece que dé Vd. solución al enigma, si se pone Vd. a buscarla allá en sus principios filosófico-políticos, que aunque serán muy buenos (yo en eso no me meto) valen en la práctica lo que los de las Cortes, que con tanto encomio nos ponderó Vd. Recién instaladas. Yo soy un poco más amigo de cosas de hecho; y a pesar de que soy bastante enemigo de toda especie de tiranía, quisiera ver en España un poco menos de convención, y algo mas de Napoleón. Vea Vd. una especie de refrán político que yo acá me he formado sobre esta materia. A mí me parece que tiene algún sentido, y voy a ver si puedo explicar a Vd. lo que entiendo.
Las Cortes vinieron sumamente tarde, no hay duda; pero aunque hubieran existido desde que salieron los franceses de Madrid, no habrían servido de mucho si no tomaban otro método que el que han tomado. Muy buenas están las declaraciones de soberanía, y todo eso que se nos dijo: pero lo que yo quisiera es que con menos declaraciones las Cortes se hubieran hecho más soberanas. Hicieron admirablemente en echar por tierra la Regencia que tan malamente había querido impedir que se congregaran: pero hicieron muy mal en formar de propósito un debilísimo poder ejecutivo. Quisieron conservar en sí la soberanía, y la perdieron para sí y para el poder ejecutivo, su hechura. Llamo soberanía el poder efectivo de gobernar.
En lugar de poner un poder ejecutivo de tres debieran haberlo depositado en uno; y en vez de haber buscado matemáticos sedentarios, debieran haber puesto por Regente único al hombre más emprendedor y atrevido que se conociera en la nación. Amigo mío: si por mi desgracia necesitase alguna vez someterme a la amputación de un brazo o de una pierna, no buscaría un cirujano sentimental y tierno de corazón, sino un trinchante ágil y determinado. La España necesita operaciones crueles y peligrosas; y más padece en las manos débiles que la consumen, que sufriría en las de un jefe anapoleonado que la tratase a muerte o a vida.
¿Qué ha sucedido con nuestras Cortes filósofas y nuestra Regencia matemática? ¿Qué había de suceder?
Ponerse las cosas peor que estaban. Permítame Vd. explicarme con una comparación casera.
La España necesitaba de fuego, y sólo tenía una porción de yesca en que prenderlo: quemó una buena cantidad en la revolución de Aranjuez, mas en lugar de aplicarlo a la hoguera se entretuvo en celebrar a Fernando, y la yesca se voló. Prendió otra vez en las primeras victorias contra los franceses, y volvió a olvidarse de que ardía; miró por sí, y ya no había más que cenizas. Quedaba (como allá decimos) una pegadura: las Cortes. Pegó en efecto; consumióse como castillo de pólvora; la hoguera no se ha encendido de nuevo, y no sabemos dónde buscar yesca.
Vea Vd. cómo se me figura a mí que debiera haberse empleado.
En el primer entusiasmo del pueblo y de las tropas por las Cortes debieran haberse valido de él para quitar obstáculos a la unidad y actividad del nuevo gobierno. El primer paso y el más indispensable era dispersar las Juntas, con honores y elogios si se podía, o con soldados si no; nombrar un Regente activo y emprendedor; ir de absoluta conformidad con él en todo cuanto fuese en beneficio de la causa común, y hacerle ver que las Cortes le dispensarían todo el poder de su popularidad siempre que caminase con una honrada y útil ambición, y que lo aniquilarían, valiéndose de esta misma popularidad, si se desviaba del buen camino.
Pero si no hay un hombre en España bastante activo, por buen o mal principio, para manejar el poder que las Cortes por consistir de muchos no pueden hacer valer en sus manos, la España no puede hacer otra cosa que lo que ha hecho hasta ahora; y para tener partidas de guerrilla, lo mismo está con Cortes que sin ellas. Si hay este hombre, se le debe poner al frente y no atarle las manos. Arrojar los franceses sin emplear un poder que sea después temible a la libertad doméstica es imposible. Si para defender mi casa necesito hombres con escopetas, éstos mismos podrán robarme. Pero sin ellos, soy asesinado de cierto.
¿Hay duda en lo que debo hacer?
Tres años van de guerra, y todavía no se ha tomado ni una de las medidas eficaces y efectivas que exige la situación de un reino ocupado casi todo por los enemigos, en donde la voz común es morir antes que ser franceses. En los primeros días de la revolución todo iba consiguiente: las ciudades hervían, los ciudadanos dejaban sus casas, o mandaban sus hijos a pelear; dinero, alhajas todo estaba pronto, y los gobiernos sólo estaban en peligro de ser desobedecidos si aparecían más lentos que lo que exigía el ardor de los pueblos. Pero después de este primer impulso sólo se han visto ejemplos semejantes en algunas ciudades acometidas, y en tal cual provincia lejana del gobierno. Sí, Señor; lejana del gobierno; porque éstos, desde la Junta Central inclusive, son el más poderoso soporífico que conozco en la naturaleza. Las infelices provincias que están a su alcance duermen con el sueño más profundo. Morir o vencer se grita en ellas más que en parte alguna, porque los que suben a Majestades o Altezas, agotan las frases más pomposas para expresar su patriotismo; pero ¿qué se hace? ¿Mudan de vida los ciudadanos? ¿Se les ve acosar al gobierno para que los emplee contra el enemigo? ¿Se ve olvidar todo lo que no sea guerra? ¿Se despojan de cuanto tienen? No, Señor. En Cádiz se vive poco más o menos como en tiempo de las flotas, a excepción de que el dinero se guarda con más cuidado. ¡Y los franceses a la puerta! ¡Y morir o vencer al mismo tiempo! El poder ejecutivo pide que salgan los voluntarios, y se arguye, y se disputa, y se niegan a ello. Pide dinero, y se alegan servicios anteriores para excusarse de éste. Ahora bien, Señor mío, si hubiera un verdadero poder ejecutivo en quien se pudiera tener esperanza de que aliviase la España de franceses, sepa Vd. lo que debería haber hecho desde su instalación:
1º) Aniquilar toda autoridad que pudiera entorpecer su marcha;
2º) pedir el número de hombres que necesitase, y no exceptuar sino a los físicamente imposibilitados hasta completarlo;
3º) pedir el dinero que fuese necesario para armamento, manutención, etc. y sacarlo, si fuese menester, con una requisición o visita domiciliaria en caso de necesidad;
4º) hacer dos o tres ejemplares con los refractarios, precediendo un juicio público en que fuesen convictos. Nada menos que la horca al que ponga estorbos a una medida importante, sea con el objeto que fuese. ¡Qué Robespierre! No, Señor: esto es morir o vencer; lo demás es rabiar y ser vencidos.
Pero sobre todo, entiendo que este rigor debería ser inflexible en el ejército. Los franceses fueron vencidos hasta que lo hicieron pelear con cañones a retaguardia para tirar a los que huyesen. Los españoles no tendrán ejército temible hasta que se hayan acostumbrado a la disciplina militar más rigurosa. Esta es preciso que empiece a introducirse por oficiales acostumbrados a ella. Aunque entre los españoles los hay, no son muchos; y yo no sé que es lo qué alucina el buen talento del Sr. Blake para oponerse a la admisión de oficiales extranjeros. ¿No ha visto el influjo que ha tenido esta medida entre los portugueses? ¿Quién creería ahora dos años que los portugueses habían de presentar el mejor ejemplo de disciplina entre todas las tropas de la Península?
El rigor no tiene buenos efectos en los soldados como no sea acompañado de la disciplina más exacta. El rigor a lo Cuesta no hace más que desanimar, y disponer a la sedición, o la dispersión. Pero el rigor, efecto de las leyes militares establecidas, y observadas religiosamente desde el general hasta el menor soldado, es el que formó los ejércitos de cuantos grandes guerreros han existido en el mundo. El oficial de José II pasado por las armas por encender luz en su tienda para escribir a su mujer, hubiera producido un motín en cualquier otro ejército; allí produjo exactitud en la disciplina. El hijo del romano Manlio pasado por las armas por haber vencido contra las órdenes de su padre, fue uno de los pasos de aquél pueblo hacia la conquista del mundo.
Más yo, sin querer, me voy metiendo a erudito. Por desgracia abundan textos y citas de otra clase, y ahora mismo acaba de llegar a mis manos un ejemplo muy doloroso. Badajoz está para ser tomado por los franceses, y el ejército que fue de Romana ha sido antes sorprendido y destrozado. Hasta ahora no se sabe más que esto en globo; que es cuando se sabe algo de verdad en los desastres. Luego vendrán las gacetas, y como si con engañarse se remediaran los males, la pérdida habrá sido corta, y la retirada se habrá hecho con todo el orden posible. Pero vea Vd. cuál es el miserable estado de esos pequeños ejércitos españoles, cuál la falta de conocimiento en los que los dirigen, y el ningún sistema de operaciones que reina en todos ellos. Olivenza se pierde, y en ella 6 u 8.000 hombres que estaban allí no se sabe para qué. Bassecourt se arroja como un ciego a defender a Tortosa, y se halla de repente sin la izquierda, ni derecha, y no puede contener el centro, según su descripción de la batalla. El general Catalán, que ha sucedido a O'Donnell, nos anuncia una gran victoria, y se adelanta de modo que al otro día por milagro no se halla envuelto.
Últimamente, Mendizábal o quién quiera que sea, se va hacia Badajoz, se deja sorprender, y su ejército es destruido, o dispersado.
¿Qué prueba todo esto sino falta de saber? No puede haber disciplina en un ejército en que no hay confianza. Los soldados españoles tienen infinitos motivos para desconfiar de los planes de los más de sus generales, y no hay como hacerse obedecer de los que no tienen motivo para respetar.
El Sr. Blake es menester que se convenza de que no es tiempo de mantener esos puntillos nacionales, que se oponen a la existencia de la nación. Un ejército bien organizado ha de ser (si algo es posible que lo sea) el punto céntrico de donde se han de extender los radios que alcancen a reunir esos fragmentos de España que cada cual gira a su manera. Este ejército debe ir conquistando de los franceses, poco a poco, siempre con objeto de redondearse en una parte de España en que el gobierno teniendo todos los dominios libres a mano pueda usar de sus fuerzas con unidad y sistema. Para esto se necesita un excelente aunque pequeño ejército. El plan de formarlo en Mallorca bajo el general Wittingham no podía ser mejor. Si no se verifica o se le ponen estorbos, yo no sé qué es lo que puede hacer el Regente Blake, ni las Cortes. Habrán subido con buena fama al teatro, sólo para bajar desacreditados, como los demás que se han presentado sucesivamente hasta ahora.
Si le acomoda a Vd. Señor Editor, mi mal humor, y mis reflexiones, publíquelas Vd. y acaso continuaré remitiendo a Vd. algunas otras cartas, no menos llenas de Esplín que la presente.
Soy de Vd. & ca.
Juan Sintierra.