XXI

Ciertamente: ¿qué culpa tenían las pobres? Así lo reconoció don Juanondón cuando su furia, una vez traspasado el punto culminante, fue perdiendo su ardor insostenible, y dando lugar a la serenidad. Limpiándose el sudor de la frente, con resoplidos más que con voces, me dijo: «Estas tontas lo pagan... ¿Qué culpa tienen ellas de que yo esté lastimado en mi honor militar? Dispénseme, señor Confusio: hoy no ve usted en mí al Arcipreste, sino al cabecilla... No sabe uno cuándo es cura ni cuándo es soldado... El soldado, el hombre que sacrifica su vida por la Causa, salta cuando menos se piensa... Y yo me digo a veces: '¡Qué cojilondrios!, ¿es cuerdo que uno se haga matador de hombres por los derechos o los torcidos de Príncipes ingratos? ¿Valen esas coronas tan disputadas el sacrificio de hombres dignos y valientes?... ¡Con que he de ponerme las botas!... ¡Con que soy un cobarde si no me las pongo!...'. ¡Que oiga uno estas cosas!... Dígolo por las viejas, que debieran ponerse a hilar antes que meterse en estos trotes. No vaya usted a creer que es otra cosa... Juan Ruiz se ha sublevado, créalo usted, y se sublevará cuantas veces sea menester, porque ha visto y ve en los españoles un pobre pueblo sacrificado a los fanfarriosos de Madrid... Yo he tirado contra el Gobierno que agobia a España con las contribuciones, y no da ningún bienestar a los pueblos... El pueblo no come, y allá los ricos holgazanes viven de estrujar a la pobreza. Por esto me he sublevado... Y yo le dije a Cabrera cuando escoltábamos a don Carlos: 'Ni tú ni yo combatimos porque sea Rey este alcornoque. Cuando lo sea, no valdrá más que la Isabel, ni remediará la miseria del pueblo'. Y Ramón me echó los cinco, y nos apretamos las manos, diciendo: 'Cierto es, y algún día nos pedirá Dios cuenta de la sangre que hemos derramado por estos acebuches'. Yo debí haber hecho lo que Ramón: irme a Londres, y hacerme inglés, y no pensar más en este país ingrato. Pero la tierra nos llama, y el pedazo de pan que uno tiene aquí...».

-Yo que usted, hombre independiente y adinerado -le dije-, no andaría más en la compostura y lañado de Causas, y me dedicaría en paz y gracia de Dios a cuidar mis tierras y dejarme cuidar de mis sobrinas...

-No puede uno... Se impone lo hecho ya, se impone la gente que a uno le rodea... Cuando uno es fuerza, dominio, autoridad en un pedacico de tierra, no puede abandonarlo. Los que aquí quedaran serían devorados por ese Gobierno maldito. Aquí soy fuerza y poder. ¿Por qué, amigo Confusio? Porque protejo a todos, porque reparto entre los infelices lo que a mí me sobra. La mitad de los vecinos de esta villa viven de mi amparo. Si no lo cree, salga por ahí, pregunte y entérese, ¡qué cojilondrios! No me gusta alabarme; pero me alabo, ¡rediez!, cuando llega el caso... Y por hacer tanto bien, y amparar a tanta familia, no hay aquí quien me tosa, y el Gobierno, haga yo lo que hiciere y conspire todo lo que se me antoje, no se mete conmigo... Me tiene miedo; sabe que está en mi mano la paz o la guerra en todo el territorio de la Cenia y del alto Maestrazgo... Si yo abandono esto, otro lo cogerá, y por todo paso menos porque me quiten mi mandamiento... Ya me pusieron los puntos para echarme de aquí... ¿Quién dirá usted? Pues los mismos de la Causa, cabecillas de cuartel, como decimos, y hasta convenidos de Vergara. ¡Y que no trabajaron poco hace tres años con el Obispo para birlarme el Arciprestazgo!... En poco estuvo que se salieran con la suya. Pero yo me lié el manteo y me planté en Madrid. Por don Isidro Losa me puse en relación con la Madre Patrocinio, y ésta me lo arregló a mi gusto. Total: que aquí vine triunfante, y me zurré en mis enemigos, los de Gandesa, y en el Obispo y su pistolera madre.

-Ya ve cuán buena es sor Patrocinio, y cómo mira por los defensores del Trono y el Altar -dije yo, sin miedo ya de que mis ironías le ofendieran.

-¿La Madre? Aquí, que nadie nos oye, déjeme decir que no ha nacido bribona semejante. Si usted cree en sus llagas, con su pan se lo coma...

Dijo esto, y soltando luego toda la voz, gritó: «Chicas, venga café, vengan copas». Tomando el café que Olegaria nos trajo, y que por cierto estaba muy bueno (con la chillería y el disparo de platos, las pobres sobrinas habían puesto sus cinco sentidos en el servicio), continuamos nuestra conversación, él más sosegado de su ira, yo pinchándole más para que me descubriese todo su interior. «¿Quiere usted saber cómo estoy de ortodoxia? Pues sepa que creo todo lo que me manda creer la Iglesia Santa, y no pongo el menor pero, ¡qué cojilondrios!, a ningún dogma de los que me enseñaron y enseño... Pero fanatismo no verá en mí por ninguna cosa de fe, como no sea por la adoración y culto de la Virgen María. Eso desde chiquito lo llevaba en mi alma, y a Dios gracias no lo he perdido ni pienso perderlo. A la Virgen acudo yo en mis lances desgraciados, y la verdad, nunca me faltó, ni tengo queja de mi abogadica celestial. Ella me sacó en mi niñez de toda enfermedad; ella me libró de mil peligros de muerte en los combates y aprietos de la campaña; ella fue mi sanidad en las heridas que recibí, mi escudo contra el fuego que cien y cien veces a boca de jarro dispararon contra mí; ella es indulgente con mis pecados, y ella me inspira las buenas obras... Todas cuantas caridades hago, a ella se las aplico, y firmísimo en este amor de Nuestra Señora, espero que la tendré a mi lado a la hora de mi muerte...».

Así habló con solemnidad semejante a la que había yo notado en su varonil rostro cuando decía la misa. Terminada la interesante declaración de su ortodoxia, en la cual resplandecía la luz de un apasionado culto mariano, paladeó su café, acompañado de la copita de aguardiente. Con esto, y mis dulces exhortaciones a la paz del ánimo, fue recobrando la que había perdido en el ya descrito berrinche, y, por último, en actitud extática, la cabeza echada atrás contra el respaldo del sillón, los ojos fijos en el techo, recitó esta oración arcaica: «'Santa Virgen escogida, -de Dios Madre muy amada, -en los cielos ensalzada, -del mundo salud e vía...'. Esta oración -dijo luego llevándose a los labios la copa- me la enseñó mi madre cuando era niño, y siempre la digo al acostarme y levantarme. No es ésta la única que mi madre sabía; otras que recitaba de continuo también me enseñó. Oiga usted la que digo siempre que me veo en un gran aprieto: '¡Oh Santa María, -luz del día! -Tú me guía, -dame gracia y bendición -e de Jesú consolación...'. Para los lances apurados de guerra, cuando atacábamos a la bayoneta, o dábamos carga de caballería, tenía yo otra plegaria, que por el sonsonete redoblado y vivo me parecía muy propia para el paso de ataque. Oiga usted: 'Tú, Señora, -dame agora -la tu gracia -toda hora, -que te sirva -toda vía...'. Nunca dejó de ampararme la Madre de Dios. Por eso podrán decirme que si creo tanto más cuanto, en lo tocante a otros puntos de religión; pero en este punto, ¡rediez!, nadie puede decirme nada».

-Las oraciones que acaba usted de recitar -le dije-, son del Arcipreste de Hita, varón docto, muy devoto de Nuestra Señora, poeta y sabio, aficionadísimo al buen vivir y al trato de mujeres, según él mismo nos cuenta en su magno Libro de buen amor. Menos en lo de acaudillar tropas y andar en guerra contra cristianos, usted y él en todo entiendo yo que se parecen; y para completar la semejanza, el de Hita era, como usted, hijo de Alcalá de Henares; como usted Arcipreste, y también se llamaba Juan Ruiz...

Ya tenía entre los dientes mi amigo algún discreto comentario sobre su semejanza con el de Hita, glorioso poeta, cura, gastrónomo y mujeriego del siglo XIII, cuando su atención fue repentinamente sustraída por Olegaria y Toneta, que de puntillas a la puerta llegaron, queriendo ver si había pasado la nube. «Entrad, entrad sin miedo -les dijo don Juan-. Bigardas, mostrencas, ya estáis recogiendo los cascos de la loza que os tiré a la cabeza. Limpiad suelo y paredes de la grasa y piltrafas del pato, que no se podía comer. ¿Verdad, Confusio, que no se podía comer?». Animadas por el tono tranquilo del clérigo entraron otras, entre ellas Donata, y se pusieron a recoger los despojos de la refriega. Apenas comenzaron, sonó el aldabón de la puerta de la casa. Estremecimiento general, zozobra y susto repentino del Arcipreste. Donata, que había corrido a una ventana para ver quién llamaba, volvió azorada diciendo: «Señor, es mi tía...». Y don Juan Ruiz exclamó con todo el estruendo de su voz: «¡Cojilondrios, me llaman otra vez!... Tengo que ir allá». Acudiendo a recoger su gorro y balandrán, recobró el aspecto terrorífico que había traído de la calle cuando vino a comer. Sus ojos echaban lumbre, se le encendió el rostro, en su maxilar veíamos la vibración del músculo... Dando un empujón a Donata, le dijo: «A tu tía, que voy en seguida... ¡Por los cojilondrios de San Pedro, que no me hurguen, que no está este león para tafetanes!... 'Tú, Señora, -dame agora -la tu gracia -toda hora...'».

Viéndole tan enfurruñado, le pregunté si quería que le acompañase; me respondió que iría solo. Al bajar la escalera se volvió para decirme: «Si pasea usted esta tarde, lléguese al bodegón de Llopis... ya sabe... al fin de esa calle de enfrente, torciendo a la derecha... Por allí me pasaré cuando de esta pejiguera me desocupe...».

¡Qué bien me venía quedarme solo en la casa con el rebaño mujeril! Mientras ayudaba solícito a recoger los pedazos de loza y vidrio, supe que ya tenía respuesta mi segunda epístola. En un momento en que solas conmigo quedaron en el comedor la Dolorosa y Donata, ésta, con sólo medias palabras, el mirar revelador y el gesto expresivo, me hizo saber que me daría su carta en cuanto Toneta saliera. Dicho y hecho: diez minutos después de esta telegrafía rápida, el papelito estaba en mi poder. Mientras la familia comía, me bajé a leer a la huerta, como el día anterior. Entre las hojas del primer tomo del Concilio de Trento, libro que me interesa tanto como la Vida de Bertoldo, metí el mensaje de mi odalisca, y bajo los frondosos árboles que rodean la noria, lo leí muy a mi gusto. De la primera a la segunda carta había madurado la dulcísima fruta del amor de Donata, hasta el punto de que ya manifestaba resueltamente, con amoroso abandono, sus deseos de libertad. No podía ya vivir en tan horrible suplicio... Dios le había enviado consuelos con mi presencia, y la Virgen, hablándole al corazón, le decía que soy un hombre bueno y honrado, incapaz de engañar a la pobre prisionera que en mí confía... Decía también que ella es religiosa, y que la entusiasma verme tan aplicadito a la lectura de libros sagrados... que la Virgen la absolverá del pecado de su fuga, si en efecto puede lograrla, porque su fin no es otro que buscar la paz y la virtud fuera de aquel triste caserón.

Todo esto decía, y aún más, pues no faltaban expresiones de intenso cariño. ¡Qué triunfo, Dios mío; qué admirable victoria ganada por mi audaz estrategia de amor, con las armas de mi mérito personal y de la fogosa elocuencia que pongo en mis cartas! Sólo faltaba determinar el plan completo de la fuga, con toda la tramitación prolija de tan peliagudo negocio... No bajó aquella tarde Donata al gallinero, prudencia y disimulo dignos de alabanza. Pero en otra ocasión y lugar próximos me mostró la hermosa joven su agudeza y sus instintivas artes amorosas, porque sabedora de que yo había de salir para juntarme con don Juan en el figón de Llopis, hizo tan exacta distribución de sus quehaceres y tan feliz medida del tiempo, que cuando yo salí estaba ella barriendo el portal.

Bendije la casualidad, que era de las previstas, y me regalé con un diálogo delicioso en su apurada rapidez. Pocas palabras bastaron para repetir y afirmar el pacto de amor... Otra vez escribiría yo... Ella me señalaría en su respuesta sitio y hora para celebrar una entrevista en la cual dejaríamos acordada la hora de evasión, etc... Preguntele yo si podíamos contar con su tía... Pedile noticia breve de los negocios, pleitos o diabluras que tenía el Arcipreste con aquella señora anciana, y quise saber el motivo de la furia del buen señor... A esto no contestó Donata más que con un vacilante no sé, frunciendo el entrecejo y mirándome como en demanda de perdón por no ser más explícita. Comprendí que no debíamos hablar de semejante cosa: a su razón y tiempo se hablaría... y con esto terminamos. Donata me indicó que saliese, y la obedecí, condenándome al suplicio de no mirar atrás cuando atravesaba la plazuela... No puedo expresar el alborozo que llevaba yo en mi alma: era como un sol vivísimo que me alumbraba el entendimiento, y como celestial música que me lanzaba el corazón a un danzar frenético. ¡Oh portento de la hermosura, oh Erhimo, ya tu apasionado caballero abre los brazos para traerte a la libertad, a la paz y al amor! Hierros del harem, rompeos en mil pedazos. Astucias y malas artes de El Nasiry, ya nada podréis contra las invencibles armas de Confusio.