XX

Mi respuesta, puramente mental, a los métodos científicos del Cura, fue así: «Conformes, amigo Ruiz. Yo también revuelvo esa biblioteca y compulso esos libros. Pues ahora vas a ver cómo de tus estantes te quito el libro más substancioso, más inspirado y profundo, el estampado con más lindos caracteres, porque ese libro me gusta a mí, y quiero leérmelo y desentrañar su ciencia honda y su intensísima belleza». En efecto: don Juan Ruiz se fue a sus quehaceres en la ciudad, y yo, solo en la casa, hice de ella un estudio topográfico, bajando luego a las huertas amenísimas y al gallinero populoso. Hallándome en la admiración de éste, tuve la dicha de que Donata me diera la contestación a mi primera carta. Entró ella a recoger huevos, y al salir, de la misma falda en que los llevaba sacó el papel, y ruborosa me lo dio, suplicándome que no le escribiera más. Yo le dije que esto no podía ser, y que al día siguiente se dispusiera a recibir la segunda en la iglesia. En sus ojos y labios puso los más graciosos remilgos para decirme que no volviese a escribirle. Pero harto comprendía yo que los remilgos significaban: «Escríbeme más, y mañana recogeré tu carta en el momento de tomar el agua bendita».

Deliciosa era la epístola, que con su sintaxis pueril y su anarquía ortográfica me representaba la mujer tal como mi amante ambición la requería. Cierto que no se omitían en ella los inevitables aspavientos pudorosos, ni la monadita de espantarse de mi atrevimiento; pero luego venía la confesión de que era muy desgraciada, y el temor de que sus desdichas no pudieran tener remedio. Entre col y col, decíame que yo no le era indiferente, y que me agradecía mucho la hidalguía de querer libertarla; pero que no podía ser, y vuelta con que no podía ser... En fin, leída la carta en la soledad de mi cuarto, me apresuré a redactar la segunda, esmerándome en hacerla más incendiaria que la primera, y más arrebatada en la elocuencia de amor. La semejanza de Donata con la imagen que me forjé de la bella Erhimo era cada día más patente. Yo vestía mentalmente con el traje oriental a la sobrina, o lo que fuera, del señor Arcipreste, y veía realizado en su rostro y talle la suprema hermosura de mujer, sintetizando los ejemplares más perfectos... Sus ojos son todo el cielo, su boca toda la vida existente entre cielo y tierra, y de su seno para abajo los profundos abismos de creación, donde nacen los ángeles. Yo estaba loco; yo amaba tiernamente a Donata, con ilusión de poesía, y con el santo anhelo de fundir ésta en la prosa de la vida común.

Al siguiente día, realizado el plan presupuesto, entregada la carta en la obscuridad junto a la pila, oída la misa, salimos todos con don Juan; pero éste, en vez de dejarme ir a la casa con Donata y la otra, que no era Toneta, sino Olegaria, me llevó consigo por el pueblo. Entendí que iba, como el día anterior, a quehaceres importantes, enfadosos... Sorteando baches y montones de basura, recorrimos angostas calles sin empedrar, que me recordaban las de Tánger y Tetuán. Por donde quiera que iba don Juan Ruiz, era saludado con respeto: hombres y mujeres le abrían paso, y le besaban la mano los chiquillos, homenaje de que yo participaba alguna vez, por mis trazas de curita vestido de seglar. Con diversas personas que encontramos cambió el Arcipreste animadas observaciones acerca de la cosa pública. A dos payeses arrogantes y de buena ropa les dijo: «Parece que a Ortega le condenan a muerte», y los otros no mostraron asombro ni lástima. Luego, llegados mi amigo y yo a una plazoleta solitaria, nos detuvimos un instante, porque así lo quería el interés que tomó de súbito nuestra conversación.

«Bien merecido le está -declaró mi amigo-. ¿Qué menos pueden hacerle a ese tarambana de Ortega que pegarle cuatros tiros? Figúrese usted que se plantó aquí con los batallones de la guarnición que tenía en Palma de Mallorca; los embarcó como quien embarca sacos de almendras, sin decirles: «vamos a esto, vamos a lo otro». ¿Qué había de suceder? Llegan a San Carlos a media noche. ¿Él qué se creía? Que le esperaban aquí tropas sublevadas; que toda Cataluña estaba en armas, y que Madrid había dado el grito... Ni Madrid dio ningún grito, ni aquí estábamos en pie de guerra, porque no se preparan esas cosas como preparamos una merienda, ¡rediez!... El que dio el grito fue Ortega al saber que O'Donnell ha firmado la paz. Gritó sálvese el que pueda, mientras las tropas que trajo gritaban ¡Viva Isabel II! En fin, ello fue, señor Confusio, el mayor desastre y la chiquillada más necia que se ha visto desde que hay facciones en el mundo... Huyó don Jaime Ortega... ¡qué había de hacer el hombre!... Hubiera sido Cabrera el desembarcante en la Rápita, y yo le juro a usted que, aun viniendo solo, no habría tenido que escapar como un colegial travieso. Pero ese botarate, ese Orteguita, que se deja engañar por los de la Romana, tal vez por algún comisionado de Francia, quién sabe si por algún catacaldos venido de Madrid, y luego engaña él a su vez tontamente a Montemolín y lo hace venir de Marsella, ¿cómo pudo creer que los leales de acá le íbamos a recibir armados y organizados?... ¿Para qué, rediez? ¿Para que nos pudriéramos la sangre en esa Cataluña y en ese Aragón, y echáramos el bofe sin resultado alguno?... No puede ser... con estos locos no puede ser... La Causa seguirá dormida... y dormiremos hasta que suene la hora. La trompeta que ha de tocar la hora está enfundada».

-Bien -le dije-: muy santo y muy bueno que estén enfundadas la trompeta y las armas; pero la humanidad, señor Arcipreste, no debe estarlo. No me negará usted que por la Causa condenan a muerte al desdichado Ortega. ¿Por qué, cuando el hombre salió azorado y huido, no le dieron ustedes escondite para que pudiera salvar la pelleja?

Bien porque se cansara de la paradita, bien porque había de pensarlo un poco antes de darme la respuesta, el Arcipreste me cogió del brazo, y silencioso me llevó por una calle torcida, de vulgares y pobres casas, hasta llegar a una de aspecto vetusto, con una puerta que había sido monumental y conservaba ornamentos heráldicos ya carcomidos del tiempo. Allí se detuvo, y bajando la voz, aunque nadie había en la calle que oírnos pudiera, me dijo: «No tienen todos los locos y majaderos derecho a que se les ampare y se les libre de la muerte. ¿De dónde ha salido ese Ortega? ¿Dónde está su abolengo carlista? Nosotros no podíamos atender a su escondite, porque teníamos que mirar por otros majaderos de más cuenta, el Rey y su hermano, que tan sin tino se metieron en esta malandanza. Bastante hemos hecho, ¡rediez!, con salvarlos del bochorno de ser cogidos y avergonzados en público por esta canalla del Gobierno. Y salvos quedaron gracias a mí y a otras buenas almas que miran por la Causa. ¿Para qué estábamos en Rosell de la Cenia más que para cortarle el paso a la Guardia Cívica que venía, según supimos, al olor de las cabezas reales? Mientras allí estaba yo con mis aguiluchos de confianza, otros condujeron al Rey y Príncipe a Vinaroz, desde el arrabal de Ventalles, donde los teníamos escondidos. Y en Vinaroz se había preparado un falucho; del falucho pasaron a un vapor, y allá se fueron mares adelante. Ya ve el amigo Confusio que hemos apurado nuestra humanidad para sacar del atascadero al Soberano. A ese Ortega que lo salve su madre, si la tiene, o Napoleón de Francia, o sálvelo la Isabel, que es de corazón blando, según dicen... Con que, amigo y tocayo, yo en esta casa me quedo, que tengo que visitar a la vieja más cócora de esta villa, una Trotaconventos y Tragahostias, que me tiene frita la sangre con un pleito... un enredo de intereses... Ya le contaré. Es tía de aquella Donata, de aquella pobre huérfana que tengo en casa... Abur. Váyase usted a dar la vuelta grande del pueblo. ¿Ve usted ese callejón y al fondo unos árboles? Sale usted por aquí, y se encuentra en el convento de Santo Domingo... Ya no hay frailes, ni falta que nos hacen. Ahí verá usted una olmeda. Es sitio ameno. Después, tirando a la izquierda, por una calle con porches, vuelve a entrar en el pueblo, y derecho, derecho, sale a la parroquia, y a casa... Ea... no se vaya a perder».

Metiose por el portal, y yo seguí el camino que me había indicado. Vi el convento, la olmeda: todo me pareció tristísimo y de vulgaridad villanesca, bien porque así fuese, bien porque, llena mi alma de la hermosura de Donata y del ansia de su conquista, no había forma ninguna de la Naturaleza que pudiera serme grata. No sé por dónde anduve... Mis pies me llevaban a donde querían, y al fin, por ejidos polvorosos, por calles costaneras, lleváronme a la parroquia sin que mi voluntad les ordenase aquel camino. A la vuelta de un recodo, vino sobre mi vista la torre de la iglesia, como si diera algunos pasos a mi encuentro... Vi la casa, cuyo negro frontis pareció sonreírme... ¡ay!, y en efecto, me sonrió, porque vi a Donata en una de las ventanas altas sacudiendo una colcha... Miré a la colcha y a Donata sin decir nada; después seguí hacia la puerta, afectando la mayor indiferencia, porque había gente en la plaza: el coadjutor, una mujer y un burro... mejor será decir un aguador que lo llevaba.

En mi cuarto aceché el paso de Donata por las estancias próximas; mas no la vi. Todas las hembras jóvenes y maduras de la populosa familia del Arcipreste pasaron, menos la que era luz de mi vida. Sin duda se ocupaba en contestar a mi carta, faena para ella lenta y difícil por la torpeza de su escritura. Llegada la hora de comer, salí antes que me llamasen. El señor Arcipreste no había vuelto aún, desusado y rarísimo caso que sólo en ocasiones extraordinarias ocurría. Advertí en las amas y sobrinas un ceño de inquietud; iban de un lado para otro interrogándose con fugaces monosílabos; enfilaban desde una ventana la calle frontera y larga por donde el reverendo había de venir. Pasaba tiempo, y cada minuto aumentaba la incertidumbre y ansiedad del rebaño mujeril... Oí cuchicheos en los corredores, como si celebraran consejo para adoptar alguna resolución... Por fin, Olegaria, que estaba de centinela en la ventana, volvió gozosa con el feliz anuncio de que ya venía... ¡Oh!, ya venía, ya entraba en la casa; ya se sentía el resoplido del león en el portal, en la escalera.

¡Por las once mil Vírgenes, cómo venía el buen señor! Daba miedo verle... Despavoridas huyeron hacia la cocina las chicas, las grandes y medianas, y yo temblé viendo la cara que traía mi don Juan, y observando los gritos y patadas que fueron su entrada y saludo en la patriarcal vivienda. Algo debió de pasarle aquella mañana, que le sacudió los nervios, le encendió la sangre, y desató la mal enfrenada bestia de su genio mandón y arbitrario. Pidió la comida con fuertes voces, tiró el gorro, se quitó el balandrán como un estorbo para sus manotazos, y cogiéndome cual si quisiera pegarme, me llevó al comedor y a la mesa, diciendo: «¿Qué es esto, rediez? ¿No comemos hoy?...». El hombre se salía, por decirlo así, de su pellejo. Creyérase que en su alma llevaba una gran tempestad, más terrible por ser de esas agitaciones del corazón y de la mente que a nadie pueden comunicarse. Sus ojos despedían lumbre, limpiábase el sudor del cogote, rechinaba los dientes apretando las mandíbulas, dejaba caer sobre la mesa la palma de su mano con tanta fuerza y pesadez, que temblaban de susto los pobres platos, vasos y copas. «Serénese, don Juan -le dije yo, no menos trémulo que la loza-. Coma tranquilo y no se altere por tan poco. ¿Qué es ello?... El pleito, la vieja cócora...».

Y él, después de quemarse con la primera cucharada de sopa, gritaba: «¡Por vida de los cojilondrios, esta sopa es puro fuego!... ¡Pero, chicas!... ¿qué puñaletes de sopa es ésta?... Os voy a matar, os voy a arrancar el moño, haraganas, hijas putativas del infierno...». Y volviéndose a mí: «Loco me tienen ya. A todas de buena gana las fusilaría... y a usted también, señor Confusio... ¡a usted, cuatro tiros!... Hoy estoy tremendo, estoy como en los días peores de la guerra; hoy me han sacado de quicio, han desencadenado a la fiera que Dios me puso dentro».

Traté de sosegarle, y deseando hurgar su enojo para saber la causa, le dije: «¡Que una vieja Trotaconventos y Tragahostias le sulfure a usted de ese modo... por un pleito de reales mezquinos!... Calma, mi amigo; no turbe su digestión por esas bicocas...».

-Sí, sí... Son como viejas... dos viejas, que mejor estarían hilando que saliendo a pescar coronas... La culpa tiene quien da su vida por tales y tales... ¡Qué cojilondrios!, ya no más, ya no más... ¡Váyanse a la porra, a la santísima porra... con cien puñales de peines... y con la maldita leche que mamaron de su madre putativa!... ¡Quieren que me ponga las botas! Para darles un puntapié me basta con las zapatillas, o con los zapatrancos que gasto para andar sobre terrones.

No conseguí aplacar su furia. Para acabar de arreglarlo, las pobres mujeres, aturdidas quizás por la tardanza del señor, descuidaron la comida. La escudella, que solían servirle al cura dos veces por semana, estaba sin sal; la pelota de carne, parte principal de aquel popular condimento, había quedado medio cruda; la saboga, sabroso pescado ribereño, quedó hecha papilla del exceso de cochura, y, por fin, el asado del pato de los juncales, coll-vert, se había quemado y amargaba. Resistió el fiero don Juanondón, sin protesta ruidosa, la ruindad de los primeros platos; pero al llegar al coll-vert, que era manjar muy de su gusto, estalló su ira en la forma más descompuesta. «Esto ya es zurrarse -gritó, poniéndose en pie con gallarda impavidez de guerrillero frente al peligro-. Canallas, cuerpo de liberales, ¿qué porquería es ésta que traéis a vuestro amo? ¿Qué cojilondrios hacéis todo el día, bigardonas, zarrapastros?... ¿En qué pindonguerías pasáis el tiempo? Así os vea yo comidas de tiña. ¡Fuera de aquí, perras, ladronas, hijas de malas madres!...». Escupiendo estos despropósitos, cogió platos, vasos y lo que más cerca de su mano encontraba, y empezó a descargarlos como proyectiles de mano contra las infelices que le servían. Como en gran número habían acudido al vocerío y escándalo, todas fueron blanco de la rociada. Las piezas de loza volaban por el aire y se estrellaban contra la pared, o en el cuerpo de las consternadas mujeres, que defendían su rostro con las manos, chillando furiosamente; los cascos de porcelana, los pedazos del pato, el salero, los tenedores, la ensalada, iban cayendo aquí y allá, y las amas y sobrinas huyeron despavoridas hacia el interior con lamentos de resignación más que de ira. Vi a Donata, que fue de las últimas en huir, y oí bien claramente su voz que gritaba: «¡Santa Virgen!, ¿qué culpa tenemos nosotras?...».