XXII

Era el bodegón de Llopis un local telarañoso y mugriento, donde bebían los que tenían sed y jugaban a los naipes algunos holgazanes viciosos: en él vi el boceto, el trazo rudimentario del moderno casino, sitio de reunión, de vago charlar, mentidero y bebedero público, con el aspecto y colorido que tenían estos lugares en tiempos del Arcipreste de Hita; pero algo más era, pues allí, no el de Hita, sino el de Ulldecona, celebraba juntas, recibía embajadas y mensajes, dictaba órdenes, ejerciendo las funciones de su califato político, social y militar... Entré en el humano pesebre con el propósito de esperar a mi señor don Juan; mas resultó que ya él a mí me esperaba. Los parroquianos que en sucias mesas comían o jugaban, me miraron con curiosidad y respeto, mientras un vejete adiposo, que parecía dueño del establecimiento, me señalaba una escalera de palo, diciendo: «Arriba está Don Juanondón aguardándole». La escalera, de añoso castaño ennegrecido, chillaba con todas las tablas de sus desvencijados peldaños, cuando uno subía por ella: era un son de coplas con cadencia de romance gangoso, recitado por bocas sin dientes... El ritmo de la escalonada madera me llevó a un cuartucho ahumado, que recibía la luz de dos agujeros, más que ventanas, con barrotes en diagonal. Mesa larga del mismo castaño musicante ocupaba el centro, y junto a ella vi a mi señor Arcipreste sentado en un banco, hablando con dos tíos de zaragüelles, grandones, macizos, terribles cuerpos para el trabajo y para la guerra. En lo que don Juan les decía, creí entender órdenes de permanecer pacíficos, y advertencias concernientes a la labranza, todo mezclado; extraño amancebamiento de Marte y Ceres. En el atezado rostro de aquellos interesantes bárbaros, vi la ingenuidad del hombre medieval, laborioso en la paz, matón en la guerra, defensor de su terruño y de sus rudas creencias con fanático heroísmo... Despidioles don Juan a punto que entraba el hostelero con un jarro de vino blanco y pastelitos tortosinos, que llaman panolis.

-Siéntese, amigo y tocayo -me dijo el clérigo, a quien noté totalmente aplacado del berrinche-, y charlemos; que una charla sabrosa es el mejor alivio de los ánimos destemplados... He mandado traer este blanco de Sitges y estos pasteles para reparar nuestros estómagos; que hoy apenas comimos... con el jaleo que armé en casa... y las torpezas de aquellas chicas.

-Me place mucho su compañía, señor Arcipreste -le dije-, y no rechazo el vino y los pastelitos. A lo que entiendo, este tugurio es para usted salón de embajadores, cuartel general, sala de audiencia... Aquí dicta la guerra o la paz...

-Cierto, cierto, y acabo de dictar paces. No hay quien me saque de mi ten con ten, ni por ningún interés de fantasmones me meto yo en aventuras sin elementos para llevarlas a su término debido.

-Aquí ejerce usted su cacicato; aquí convoca el sínodo de los curas que de usted dependen, y les dicta órdenes guerreras...

-Y órdenes espirituales, amigo mío: de todo hay... Aquí me las tengo tiesas con los de Tortosa y con los de Tarragona, cuando hay alguno que me quiere fastidiar, llámese Obispo, Gobernador militar o Jefe político... Ésta es la oficina de mis auxilios a los campesinos que andan estrechos; aquí dispongo darles tanto más cuanto de trigo para simiente, dinericos para la contribución, y aquí me traen ellos sus bendiciones... No digo esto por alabarme, sino para que usted lo sepa, y salga a mi defensa cuando vaya por ahí, y algún ignorante o malicioso le hable pestes del Cabezudo de Ulldecona, como suelen llamarme en Tortosa y Gandesa...

-Yo diré de usted todo lo bueno que he aprendido en su hospitalidad y compañía... Y espero decirlo pronto, señor Arcipreste, porque ya está pesando sobre mi conciencia la ociosidad.

-No le diré que se detenga más, porque si mucho me honro con tenerle en mi casa, también me inquieta el pensar que lleve retraso en sus diligencias.

No podía yo discernir si esto me lo decía con sinceridad, o si era delicada fórmula para indicarme que ya estoy de más aquí.

«¿Y ya no me pregunta nada el amigo Confusio -me dijo riendo- de las viejas impertinentes, que me han dado ayer y hoy la más grande matraca que puede sufrir un cristiano?».

-Nada de eso pregunto -respondí-, porque entiendo, señor Arcipreste, que usted no me respondería la verdad.

-Así es, amigo y tocayo, pues nadie está obligado a referir todas las cosas; que algunas hay que por su intríngulis no deben salir nunca del encierro de la discreción... Cuando vuelva usted por acá de paso a Madrid, si es que va por Valencia... y ya sabrá que de Valencia a Madrid tenemos ferrocarril, y hecho está un buen pedazo del que de Valencia viene hacia acá... cuando vuelva, digo, le contaré estos lances para que se divierta un poco y tome apunte de ellos, por si le da la gana de escribir algún día unas miajicas de Historia.

-No le aseguro a usted que no las escriba. El arte de referir los hechos públicos o que deben serlo, me seduce, y algunos ensayos tengo escritos de este arte difícil.

-Es usted un sabio, señor Confusio, y pocos habrá que en edad tan corta hayan reunido en su caletre tanta ciencia y tal caterva de conocimientos, de los que se sacan del alma fría de los libros. Lo que yo dudo, y con franqueza se lo digo, es que todo ese caldo soso de bibliotecas le sirva de algo... ¿De veras está decidido a cantar misa? ¿No teme que de aquí al momento de las órdenes mayores puedan venirle arrepentimientos, o siquiera tibieza de la vocación?

-Me parece que no, señor Arcipreste. Cada día siento mayor seguridad de que no han de faltarme los alientos y el entusiasmo que me llevan por ese camino.

-Muy bien: yo le felicito por su constancia. Sin duda tiene usted un temple tan apagadico, que no temerá las zaragatas entre lo divino y lo humano, ni se verá en riesgo de pecado, o de faltar gravemente a lo divino... Yo, como hombre tan largo de experiencia que se pierde de vista, puedo aconsejarle... No se asuste porque le diga que si siente quemazones de lo humano, tan fuertes que amenacen con abrasar lo divino, no les eche agua fría de penitencias, que esto a la postre es malo, así para el cuerpo como para el alma... No sé si me explico bien... Yo he notado que es usted encogidico; pero como he visto tantos zorronglones de ojos caídos y semblante mustio, que luego han salido unos grandes peines, no sé qué opinión formar de usted. Podrá ser usted lo que parece, y podrá no serlo... ésa es mi duda. Quizás la misma duda tenga usted; que el hombre no se conoce tal como es hasta que llegan ocasiones singulares de la vida que sacan lo escondido y hacen ver a cada cual lo que tiene dentro... Pero, en fin, por lo que valga, yo le doy a usted mis consejos, y usted los toma para hoy o los guarda para mañana, como esas cosas de apariencia inútil que guardamos creyendo que para nada han de servirnos, y el mejor día, ¡pum!, resulta que nos hacen mucha falta.

-Dígame, dígame lo que quiera -respondí gozoso y atento-, que sus opiniones son oro puro para mí. Yo quizás no sea todo lo cuitado que parezco; quizás me encuentre en el punto ese sutil en que no puedo decir con certeza si me siento bien seguro en las virtudes de humildad, castidad y limpieza de pensamientos, o si, por el contrario, me asaltan temores y barruntos de caer en esos infiernos de lo humano que me cerrarían la puerta de lo divino...

-Poco a poco -dijo el cura, echándose atrás el gorro después de atizarse una copa del blanco vino-. No estoy porque a lo humano se le llame infierno... ¿Cómo pudo hacer nuestro Criador la Humanidad para el sufrimiento y la privación de sí misma? No, no: lo humano es obra de Dios como lo es lo divino... En fin, amigo Confusio, hablemos claro, y cada cual de lo suyo. No quiero meterme en filosofainas, sino presentar a usted hechos particulares míos, tan míos como mi cuerpo y rostro. La verdad y la ciencia están en lo que a uno le pasa, y lo demás es viento de sabidurías vanas... Pues a mí me ha pasado que no he podido echar de mí el amorcico de mujer... Entiendo que sin mujer no vive el hombre; y cuanto me digan en contrario téngolo por una pesada broma que nos quiso dar el judío Moisés, o errata de imprenta de los sagrados Cánones. Nunca dijo Nuestro Señor Jesucristo de que los sacerdotes habíamos de vivir del aire de mujer, y nada más que del aire... ya usted me entiende... y en todo caso, paso por que ello sea mérito, obligación nunca... ¿No está usted conforme conmigo?

Asentí sin quitarme la máscara de mi timidez, pues esto en ningún modo me convenía, y con hábiles réplicas le incité a clarearse más y descubrirme todo su interior. Al desbordamiento de su sinceridad contribuía la frecuencia con que se atizaba vasitos y más vasitos de lo añejo. «¿No cree usted como yo que la mujer es una de las más apañadas creaciones de Dios?... ¿Me negará usted que ha nacido para recibir los obsequios del hombre, y que estos obsequios son la sembradura de las generaciones?... Cierto que en la gran caterva de mujeres las hay impertinentes, desabridas y fastidiosas, y de éstas debe huir el hombre de gusto; pero las hay también adornadas de mil encantos, ¿no es verdad? ¿Y no observa usted que hay mil y mil pobrecicas que quedan sueltas y horras, porque no se casan todos los hombres que debieran casarse? ¡Ay!, el Arca del matrimonio es cada día más estrecha, y en ella no caben todas las parejas de animales, o sea de hombre y mujer. Debemos mirar con caridad a las hijas de Dios que no han encontrado colocación en el Arca... Yo he sido bueno para ellas; las he amparado, y a muchas proporcioné buen casamiento después de tenerlas algún tiempo a mi servicio... A otras, que eran holgazanas, las he arregostado al trabajo; a las sucias, enseñé limpieza y curiosidad. Di de comer a las hambrientas, y a las ignorantes, como fieras cogidas con lazo, les di el pan de la enseñanza: lectura y escritura. He sido, aunque me esté mal el decirlo, un gran civilizador, y si me apuran, el buen pastor de esa parte del rebaño femenino condenada por el mundo a la pena capital de vestir imágenes».

No pude contener la risa. Con el vino y la natural malicia del asunto tratado, se iba poniendo el Cura en un punto de alegría y gracejo que daba mayor encanto a su sinceridad. Digno era de envidia, por haber arreglado su vida tan a gusto, agenciándose riqueza, autoridad sobre los hombres, dominio sobre las mujeres... «Muchas me han querido cuanto se puede querer -dijo poniendo un poquito de amargura en sus remembranzas-; otras han sido ingratas. No me han faltado sofocos y peloteras. Naturalmente, dejando entrar en el alma las pasiones que halagan, no podemos librarnos de las que nos atosigan: la cólera, los celos malditos. No puedo decir que he sido violento y malo más que una vez. La Virgen me lo perdone, si no me lo ha perdonado ya... Verá usted: fue en lo más duro de la guerra, siendo yo cura de Albalate y jefe de la Caballería de Quílez. Hablaba yo entonces, para decirlo decorosamente, con una muchacha de Alcaine, que era un sol de bonita, morena como el trigo, con un sonreír de ángeles y unos ojos de fuego que disparaban bala rasa... Para decirlo de una vez, me enamoré de ella como un bestia... La puse en casa de una tía suya en Valdeconejos, a donde iba yo a verla siempre que el trajín de la facción me lo permitía... Lleváronme el soplo de que la Fabiana me estaba faltando... No lo creí. Lleváronme otro cuento: que me faltaba con un teniente de la partida del Royo... Ya dudé... Lleváronme el chisme de que Fabiana y el teniente hacían escapadas de noche por las huertas del pueblo... Allá me fui... aceché, no vi nada... Aceché más, vi... Vamos, que los cogí haciéndose fiestas. ¡Usted figúrese... con mi genio! Salté del zarzal en que estaba escondido... Agarré al teniente por un tupé muy empinadico que gastaba, y asegurándole de modo que no podía moverse, le disparé mi pistola en la sien derecha... El tiro salió por la sien izquierda... La Fabiana voló chillando, y no he vuelto a verla... ni me ocupé más de esa trotera putativa, que quedó bien castigada, con cien mil pares de cojilondrios...».

Una ráfaga de frío corrió por todo mi cuerpo al oír el trágico suceso del Cura, y al figurarme la escena bárbara y breve que con terrible concisión me contaba. Díjele que difícilmente podía Nuestra Señora perdonarle tan brutal homicidio; pero él, que de copa en copa iba cayendo en un estado, no diré de embriaguez, pero sí de alegría voluble, dispersión juguetona de sus pensamientos, no hizo caso de mis severas palabras, y me invitó a secundarle en la empinación del codo. Resistime yo a ello, y él entonces con hipérboles de cariño, entremezclando los acentos de alegría con acentos llorones, me dijo: «Confusio mío, sigue mi consejo y toma las órdenes, sin cuidarte de lo que ahora o después te digan en contra del estado religioso tus nervios y tu sangre... No seas cuerpo sin alma... También ser alma sin cuerpo es mala cosa... Veo la vida como un jardín. Todo lo bueno que Dios hizo en este jardinico es para nosotros... para el hombre todo lo bueno, no para los burros... El burro es el que se priva de lo bueno... Lo mejor entre lo bueno es el amor... y lo más santo, lo divinamente divino. Ríete de los que dicen no a todo lo bueno y sabroso... Yo digo: la serpiente tenía razón... mi señora la serpiente supo lo que se hacía... Adiós, Confusico, vete a Tarragona... dale memorias al Deán, al Obispo y al Archipámpano... y que te echen pronto la sagrada crisma... Adiós, hijo mío, que seas bueno, que metas el dedo en la olla de la miel prohibida... Adiós». Después, su creciente alegría se extremó en un canticio, golpeando la mesa con el vaso, con ritmo de paso doble: «¡Oh, María!, -luz del día, -tú me guía -toda vía...».