XIX

No eché en saco roto la lección del Arcipreste, pensada y dicha en conformidad con su sistema de vida, y aplicada por mí a ideas y planes de orden muy distinto. Él quería decir que las chicas embebecidas en vanas devociones son fáciles al dominio de quien posee la clave de lo espiritual, y que por tal camino sabía él traerlas al rigor de los deberes domésticos y a la corrección externa y visible... Atento a mis propósitos, en cuanto mi huésped me dejó solo (por haberse ido con Olegaria a la inspección y revista de su bien poblado gallinero), me metí en la iglesia, que era, conforme a los gustos de la moderna piedad, sombría, casi lóbrega, invitando a somnolencias dulces y a borracheritas de la mente. Vi trozos del esqueleto de una robusta arquitectura, mutilada, recompuesta, vestida de mil requilorios ornamentales y de bárbaros colorines; vi santos en paños menores y profetas barbados, de cara fosca; vi un altar mayor, cuya sencillez elegante se perdía tras un matalotaje de cortinas, arañas, candelabros y pabellones; vi en la cabecera de la nave lateral un altar de la Virgen, que era la más descabellada y furiosa expresión del churriguerismo, obra, al parecer, de pastelería, compuesta de delgados y retorcidos bizcochos, de hojaldres quebradizos, de dorados y relucientes caramelos. La santa imagen apenas se distinguía entre la chillona profusión de metales, tisúes y flores de trapo, rodeada de ángeles de pastaflora y ex-votos de mazapán que la comprimían y ahogaban.

Bajé después hacia el pie de la misma nave, donde vi, en soledad tétrica, olvidado de la devoción, un Cristo de espantosa anatomía, de espeluznante horror traumático, piernas y brazos en carne viva, con cárdenos bultos y cuajarones de sangre, que resultaban de una realidad viva por la reciente mano de barniz. Su cabellera natural, despeinada y polvorienta, le caía sobre el pecho. No tenía velas encendidas ni apagadas en su altar desnudo, baldío... Cuando pasé hacia la capilla bautismal, entró Donata, ¡ay, qué hermosa!, con su velito negro, en las albas manos el Ordinario de la misa. Acudí a darle agua bendita, y cuando sus dedos de los míos la recibieron, me miró sin sorpresa. Sin duda me esperaba. No me equivoqué al pensar que su mirada placentera me decía esto: «yo rezaré a la Virgen; haz tú lo mismo, y con el rezo mudo y sin mirarnos, nos entenderemos hasta que llegue el momento en que podamos hablar». Avanzó ella hasta la capilla de la Virgen. Yo me quedé en la nave central, debajo del púlpito, sitio reservadito desde el cual, protegido de la penumbra, podía ver a Donata y cebarme en la contemplación de su interesante figura. La vi de rodillas; al levantarse para tomar asiento en un banco, observé en su movimiento perezoso la intención de buscar un propicio instante para mirarme. Y una vez sentada, aprovechaba ella todo ruido de gente que entraba o salía, para mover su cabeza y producir el divino cruzamiento de su mirar con el mío. Mientras permaneció sentada, no cesaba el flecheo; jugamos a la pelota con nuestras almas mandándolas de un lado para otro.

Salió el coadjutor a decir misa. Donata la oyó de rodillas, y en todo el oficio nuestra comunicación fue puramente espiritual y magnética. Sus ojos mantuvieron en el carcaj del disimulo todas sus flechas. Pasada la misa, ya sacamos alguna, y tiramos con gran tensión de arco. Poco duró este grato ejercicio, porque salió don Juan Ruiz a decir su misa en el propio altar de la Virgen. Me pareció prudente retirarme de mi gazapera bajo el púlpito... Desde mayor distancia, resguardado por un grupo de hombres, vi y admiré al Arcipreste revestido con espléndida ropa. Era rito encarnado, y estaba el hombre guapísimo, interesante, casi majestuoso. Celebraba de prisa, mas sin quitar al oficio su poesía y solemnidad. Al volverse al pueblo, su mirada intensa parecía recoger en conjunto la voluntad de todo el rebaño que delante tenía. Y véase un caso que no vacilo en llamar aberración de mi pensamiento. Por la mirada, en el momento de decir Dominus vobiscum, por las líneas de su rostro más caballeresco que místico, don Juan Hondón se me pareció a El Nasiry. Sin fijarme en la diferencia de ropaje, calidad y estado, ni en que el uno tiene barbas y el otro no, encontraba yo gran semejanza entre los dos caballeros renegados. ¿Por ventura la semejanza moral no era aún más efectiva y patente?

Terminada la misa, y cuando salía la gente, vi que Donata se metió en la sacristía de la capilla. Con ella entró también Toneta, de mustia cara, parecida a una Dolorosa retirada del culto. Comprendí que las dos eran camareras de la Virgen, y que la vestían y desnudaban de sus bordadas ropas, y le adornaban el pastelero altar. Tentaciones tuve de colarme tras ellas; pero las refrené pensando que de nada me valdría mi entrometimiento, pues no había de encontrar a Donata sola. Sospechando que el camarín de Nuestra Señora tendría comunicación con la rectoral por patios profundos interiores, y que era inútil esperar más, salí despacio de la iglesia, y me entretuve hablando con unas viejas que en la puerta pedían limosna. Les di cuartos, y sin entender su lengua más que a medias, departí con ellas de la capacidad de la parroquia, y de la virtud y llaneza de las sobrinitas del señor Arcipreste. A este propósito, dijeron algo que no llegó a mi conocimiento por no poseer bien la lengua catalana. Yo les hice repetir sus dichos para traducirlos; ellas los repetían y ampliaban con el feo sonreír de sus desdentadas bocas, que para expresar la malicia tenían que imitar al buzón del correo; y estando en esto, oí la voz del Arcipreste y las dos muchachas, que salían de la iglesia. Corté mi conversación bilingüe con las viejas, y estreché la poderosa mano de don Juan Ruiz, felicitándole por el arte exquisito con que en su misa hermanaba la brevedad con la edificación.

Llamado al pueblo el Cura por negocios graves, no podía entretenerse. En la misma puerta de la iglesia se despidió de mí, y mientras él se perdía en una calle estrecha, las muchachas y yo seguimos hacia la casa. La suerte me favorecía, porque habiendo ya charloteado con la Dolorosa cuando nos sirvió el chocolate, fácil me fue entrar en conversación, y lo hice con el tópico de rúbrica, que era la hermosura de la Virgen y el lindísimo adorno de su altar. Toneta me habló con desahogo; Donata, cohibida y medrosa, no echaba de su linda boca más que los mugiditos de la timidez: «Sí... naturalmente... eso es... ¡Oh!, no... ¡Oh!, sí...». Entramos. Yo me sentí con ánimos para obtener de la ocasión las mayores ventajas, siempre que no sobreviniesen entorpecimientos invencibles... Cuando avanzamos por las primeras salas de la mansión laberíntica sin encontrar a nadie, Toneta se adelantó rápidamente; escabullose por un pasillo con recodo, y solos nos quedamos Donata y yo en una pieza, que era el obligado paso para mi habitación... ¿Fue la escapada de la Dolorosa un quiebro convenido entre las dos para dejarme solo con Donata? Si no fue ardid preparado, lo pareció, y me apresuré a sacar de la instantánea soledad todo el partido que me ofrecía... En mí sentí la inspiración, la sublime audacia de un caudillo que en la violencia de la primera embestida ve la más segura probabilidad de victoria.

Creo que no pasaron más de dos segundos entre el verme solo ante Donata y el arrancarme a los increíbles atrevimientos de palabra que voy a referir. En un monólogo brevísimo, mental relámpago, me dije: «Ésta es la mía... Inspíreme Dios... y deme el logro feliz de esta grande aventura». Donata se dirigió con paso lento a una puerta de cuarterones que no sé a dónde conducía... Yo corrí hacia ella diciéndole: «No tenga prisa, Donata, y espérese un poquito, que tengo que hablar con usted». Como estatua quedó ella, la mano en la puerta... y yo seguí: «En la calle dije que es bonita la Virgen... Más bonita es usted, Donata. Ni en la tierra ni en el cielo hay mujer que se iguale a usted en hermosura...». La exageración de mi arrebato le facilitó la respuesta, que había de ser de incredulidad y burla. Su condición de señorita inocente, u obligada a simular inocencia, no podía inspirarle más que esta salida: «¡Ay qué pillísimo!... ¡Ay qué desvergonzado... ¡Y también blasfemo!».

-Perdóneme usted... No sé lo que digo... El amor que prendió en mí desde el instante en que mis ojos vieron a Donata es hoguera inextinguible... Mi razón se turba, mi conciencia se obscurece... Ni me acuerdo de la religión, ni respeto las cosas santas. Todo se borra en mi mente... No veo más que a Donata, que es el cielo, la gloria, la salvación de mi alma.

-¡Por Dios... Jesús!... ¿Está loco? -dijo ella, sin salir de las muletillas que el decoro impone a una muchacha honesta.

-La salvación de mi alma he dicho, y no me vuelvo atrás... Sin usted no quiero salvarme, ni vivir siquiera... Al infierno entrego mi corazón, abrasado por los ojos de una mujer. Donata, sea usted piadosa... impida mi condenación eterna...

-¡Virgen Santísima! ¡Ay qué locura de hombre!... Modérese... ¡Cómo había yo de creer...! Entre en razón...

-De usted depende que yo vuelva a la razón. Dígame que sí, dígame que puedo esperar... que algún día podrá usted quererme... que sí, Donata, que sí... Pronuncie usted el sí, dos letras, que de la boca se salen solas a poquito que su voluntad las empuje.

-¿Pero cómo he de decirle que sí? ¡Oh, eso no puede ser!... ¡Que sí!... Usted no se hace cargo...

Dijo esto poniéndose muy seria. Su palidez y gravedad la embellecían más. Yo eché el resto con estas ardientes expresiones: «Donata, no me diga usted que no... dígame siquiera que lo pensará, que verá... Pero un no redondo no me diga, porque ese no sería mi muerte».

-Bueno, bueno: no se apure... Para que se le vaya quitando la furia, no diré el no... Vamos, debo decirlo; pero lo callo por ahora... Pero el sí tampoco se lo digo... ¡No faltaría más! Usted mismo, si yo dijera el sí, no pensaría de mí nada bueno...

Del corredor tortuoso vino un ruidillo no sé de qué, de toses, de pasos, quizás rumor de las puertas de casa vieja, que suenan como enigmáticas palabras de duendes. Donata desapareció como si se filtrara por la pared, y yo me quedé solo en la destartalada estancia... Mis ojos se fijaron, sin darse cuenta de lo que veían, en un cuadrángano vetusto, colgado en la pared. Mirando después con gran atención, he visto en él informes bultos, que lo mismo pueden ser frailes que sacas de carbón. Todo es allí negro y fúnebre... ¡Atrás, expresiones de muerte! Dad paso a la vida.

A mi cuarto me recogí, y en verdad que no estaba yo descontento del ímpetu temerario con que inicié mi aventura. Herida vivamente en su voluntad y en su corazón había quedado la bella Donata, y yo con más ardor prendado de ella. Ya me parecía que la conquista de tan linda mujer era cosa segura, y no pensaba más que en las paralelas que había de empezar a poner aquel mismo día para llegar a la posesión de ella y hacerla mía y llevármela, que éste había de ser el airoso remate de tal empresa. Lo que no pude hacer en la casa de El Nasiry, quizás por las marrulleras artes del guasón renegado, lo haría en la de don Juan Ruiz, cuya semejanza con el español africanizado cada día se representaba en mi mente con más vigor. Los harenes europeos no están tan cerrados al soborno y a la captación como los africanos, y sus odaliscas o barraganas no se hallan tan cohibidas para pedir al mundo externo su salvación, siempre que haya valientes caballeros que en esta honrada empresa pongan toda la energía de sus bien templadas almas.

La primera paralela puse aquel mismo día, escribiéndole una carta con todo el fuego de amor que mi ambicioso anhelo me dictaba. Cada concepto era una flecha capaz de atravesar corazones de piedra. Y firme en mi idea de que la presteza y resolución rectilínea me conducirían a un rápido triunfo, desde aquella primera carta le propuse la evasión, el rapto, el cambiar su vida prisionera por la libertad y el amor, huir juntos en busca de la paz y la felicidad a regiones distantes. Bien sabía yo que a la primera carta contestaría negativamente o con alambicados melindres; pero a la segunda y tercera seguramente se desplomaría su voluntad, y allí estaban mis brazos abiertos para recogerla y escapar con ella. Doblé y cerré la epístola en la forma más breve, y ya no me faltaba más que una coyuntura propicia para entregársela, la cual al cuidado de Dios estaba, y no tardó en presentarse.

Comimos aquel día solos don Juan y yo, servidos por una jamona pasadita, nombrada Monsa, y por la que yo llamo la Dolorosa. La comida fue opípara. Como yo expresase a mi huésped mi sorpresa de encontrar trato tan exquisito y mesa tan señoril en un pueblo casi rústico, y en región como aquélla, donde parece muy lenta y premiosa la evolución de las costumbres, me dijo que él había recibido la enseñanza del buen vivir, y de las comodidades y limpieza de casa, mesa y demás, de un prócer que fue muy su amigo en la guerra pasada, a quien llamaban don Beltrán de Urdaneta, dechado y tipo de caballeros aragoneses, el cual a mí quizás no me sería desconocido, porque su nombre y hechos andan en papeles, y aun en un libro donde se refieren las gestas de Cabrera en el Maestrazgo. Aquel noble señor, tan entendido en cosas del mundo y de la civilización extranjera, dio a don Juan lecciones del arte de comer y de cuanto atañe a tenimiento de casa y al buen porte y modales de persona fina. No fueron perdidas por mosén Hondón las enseñanzas del caballero, y cuando fue rico puso en ejecución toda la ciencia, que, una vez probada, le pareció admirable para ir pasando los días en este valle de lágrimas. «Antes de que me cogiera de su cuenta el gran maestro -añadió don Juan Ruiz-, yo no sabía salir de la rústica ignorancia y sencillez grosera de los pueblos en que me crié. Para mí no había más mundo que la cocina con su enorme campana, el ollón sobre el fuego, alimentado con fajuelos, el candil de aceite, las cadieras, la bazofia que comíamos, y luego el dormir en camas altísimas con apretados colchones... En fin, tras aquello vino esto, gracias a don Beltrán, a mi herencia y al natural mío, que desde niño con secretas voces me tiraba a lo rumboso y elegante. No me pesa de ser como soy, que así puedo obsequiar dignamente a los amigos, y sorprendo a los forasteros, como usted, dándoles en este villorrio las comodidades y el trato y trote de las poblaciones ricas».

Pareciome excelente lo que el cura me decía, y queriendo yo también darme alguna importancia, ya que alardear no puedo de buen vivir, díjele que mi lujo era el saber y mi elegancia el estudio. Desde mi tierna infancia no había para mí mayor goce que el manejo y lectura de libros. Alabó don Juan Ruiz mis gustos, que nada encaja tan bien en la conducta señoril como dar aliento y protección a la gente estudiosa. La benevolencia del clérigo, excitando mi amor propio, fue causa de que se me desbordara la fácil erudición que poseo. Sin que viniera muy a cuento, le solté a mi amigo un chaparrón de Teología, de Tomismo, y al fin todo lo que sé del Concilio de Trento, por haberlo leído en el camino... Pronto eché de ver que el Arcipreste se aburría con mi ciencia; fui recogiendo mi verbosidad, y acabé rogándole que me permitiera entretener mis ocios en su biblioteca. Soltó la risa Hondón, y con graciosa sinceridad me dijo: «Criatura, yo no tengo biblioteca, ni me hace falta para nada. Jamás abro un libro, porque sé que en él he de encontrar lo que ya sé, o sabidurías enrevesadas que, por razón de mi edad, ya no puedo aprender. Mi biblioteca, señor Confusio, es la Humanidad, y mis libros las flaquezas, las pasiones, las envidias, las luchas humanas por el pan o por el palo... ¿Le parece a usted que esto no es estudiar, y afilar uno las ideas, y quemarse las pestañas?».