XVIII

Habían acudido al comedor las dos amas, sobrinas o lo que fuesen, porque eran necesarias a nuestro servicio. La joven de dorados cabellos mudaba los platos; la jamona, que era de buen ver, como un ocaso de dorada tibieza, descuartizaba unos pollos que pronto habíamos de comer. Los movimientos de una y otra no se me escapaban, aun poniendo las apariencias de mi atención en don Juan Ruiz, que así proseguía contando su novelesca historia: «En mi curato de Híjar, y antes en los de Albalate y Samper de Calanda, me hice querer de mis feligreses. Siempre fui bueno para ellos: a los pudientes respeté, y a los pobres favorecí cuanto pude. Estalla en esto la guerra, y... Nada, que mi voluntad, lo mismo que mi convencimiento, me llevaron a la causa de don Carlos... Fue un arrebato del corazón, ¡rediez! Me tiraba el campo de batalla. Yo era gran cazador... Me sacaba de quicio la guerra, que es cazar hombres con hombres... Combatí en la partida de Quílez: yo era el ojo y el caletre de la partida, yo su pie derecho, por mi conocimiento del país y de las vueltas de montes, las distancias, alturas, atascos y torrenteras... Pues hice bravamente toda la campaña. Pregúntenle a Ramón Cabrera si cumplí o no cumplí... Supe mandar, supe obedecer, supe dar recompensa y castigo... Maté cristinos y urbanos, copé columnas, desbaraté batallones, y aunque usted se asuste, ángel, fusilé prisioneros, no uno ni dos... No hay que asustarse... Fusilé y aterroricé porque así me lo dictaba la ley de guerra... Tiene el soldado su conciencia muy distinta de la conciencia del cura... Nada tiene que ver una conciencia con otra... Las vidas no suponen nada... Por delante de las vidas ha de ir la Causa... y Dios, que es la Causa de las Causas, mira por lo suyo...».

Esto decía acabando de comerse un pollito, pues era hombre de buen diente y mejor estómago. Yo tampoco lo hacía mal. Pidió el Arcipreste vino blanco; acudió la rubia con la botella, y cuando lo escanciaba en los vasos (que allí no vi funcionar el castizo porrón) oí su voz, que me sonó a gorjeo delicioso. El catalán hablado por mujer es una de las más bellas músicas de la boca humana. Así me ha parecido siempre, y más aún en aquella placentera noche... La jamona sirvió después un plato de pescado, y al recomendármelo el Arcipreste como exquisito manjar, me dijo que dispensara la cortedad de la cena. ¡Cortedad, y tras el pescado trajo la rubia un plato de carnaza, y después ali-oli! ¿Señor, qué casa era aquélla?... Como yo alabase la substanciosa y abundante mesa, don Juan Ruiz añadió a su relación histórica este dato interesante:

«¡Bendito sea Dios que me ha concedido un buen vivir! Sabrá el señor Confusio, que allá por el 41, un pariente mío por parte de madre, solterón y gran propietario en Belchite, murió... Natural fue que cascara el buen señor, pues ya pasaba de los ochenta... Me quería tanto, y era tan ferviente admirador de mis hazañas en la guerra, que me dejó por heredero de toda su hacienda, que no era grano de anís. Vea por qué vivo bien y doy buen trato a los amigos... También debe saber que no soy tacaño ni guardador; no me excedo ni tampoco escatimo, y cerca de mí no hay pobre que no sea remediado... Y en mi casa son tantas bocas a comer, que a menudo me equivoco en la cuenta de ellas. Las amas y sobrinas que me sirven, aquí se están hasta que quieren, o hasta que hallan novio con buen fin que pida casamiento. Yo a ninguna despido, y la misma regla observo con mis mozos de labranza, criados y medianeros. Verdad que también les exijo lealtad y buena conducta, eso sí, y el que no cumpla, ¡rediez!, se ha divertido».

Me encantaba aquel tío rudo y noblote, gran señor a su modo en la paz, como había sido esforzado paladín en la guerra. Durante su relación, ni un momento vi en él al sacerdote. En la punta de la lengua tuve este concepto: «Dígame, señor Arcipreste, ¿cuántas amas y sobrinas tiene?». Pero antes de pronunciar la primera palabra, vi la indiscreción de tal pregunta. Acabamos la cena no sin catar a la postre azucarados bollos, rosquillas de miel, con buen vino dorado, trasañejo. Salimos al central aposento, donde está la puerta de la cocina, la escalera que a las alcobas conduce, la comunicación con despensa, cuadras, patios y corrales, y allí nos repantigamos en un banco de madera, junto a ventrudas tinajas. De la cocina no podía yo ver más que el resplandor vivo de la lumbre, ni oír más que el rumor alegre de los que allí comían. Muchos eran, a juzgar por la variedad de voces. Parecíame que había más mujeres que hombres, y más juventud que vejez. En el desconcertado ruido distinguí voces castellanas entre el silabeo blando del catalán. Reconociendo en tales voces la innumerabilidad de las sobrinas del Arcipreste, creí que ellas me contestaban la pregunta que no osó salir de mis labios.

Encendimos buenos puros. Por las órdenes que dio don Juan a sus criados, entendí que saldríamos de madrugada, para estar en Ulldecona a las primeras horas del día. De pronto, el Arcipreste, volviéndose a la cocina, gritó: «¡Donata!». Y apenas sonado este nombre en la cavidad anchurosa, apareció una mujer en el hueco iluminado por la roja claridad del fogón. Salía sin presteza de la cocina, mascando el último bocado. Acudía con diligencia grave al llamamiento de su señor, como servidora que sabe no ha de ser reñida por tardanza o pereza. Fue para mí una visión sorprendente y deslumbradora. Creí ver la expresión sintética de la hermosura de mujer, tal como yo la soñé, sin verla nunca realizada. «Donata -le dijo don Juan Ruiz-, ya sabes que nos vamos antes de que amanezca. ¿Has guardado en las maletas todo lo mío que se ha de llevar? Anda, hija, ve y dispón todo: no olvides mis pistoleras; no olvides tampoco tu trajecito de payesa, ni mi sable, ni la caja de puros»...

Tragado lo que mascaba, la hermosa Donata (el nombre ya se había grabado en mi mente) habló en buen castellano endurecido por acento aragonés. Dijo que nada quedaba por guardar más que las pistolas, espuelas y otras cosillas; pero que al momento subiría para recogerlo. «Oye -le dijo el señor, cuando ya iba la beldad hacia la escalera-, se me olvidaba mandarte que arregles la cama para este señor en el cuarto de la esquina... Podrá dormir cómodamente cuatro o cinco horas... Oye, no corras tanto: ven acá. El cuarto de este señor lo arreglará Carmeta... Vete tú a los demás quehaceres, y no te descuides». Subió Donata, y embobado estuve mirándola hasta que desapareció en lo alto de la escalera. Don Juan llamó entonces a Carmeta, una de las jamoncitas que nos recibieron al entrar, y repitió la orden de preparar mi descanso. Era esta ama bien parecida, conservada en una blanda madurez otoñal; pero después de ver a Donata, no había mujer tierna ni madura que hiriese mi atención ni cautivara mi espíritu.

Aturdido por la deslumbradora visión, no pude hacerme cargo de las diversas órdenes que para la partida dio el cura a las muchas personas que salieron confusamente de la cocina. Sólo entendí bien esta disposición: «Con vosotras, en la tartana de Quirico, que saldrá primero, irán Donata y Carmeta... Conmigo y el señor Confusio, vendrán Toneta y Olegaria». Ésta era la rubia, Toneta la Dolorosa... Mucho me incomodó la orden de que Donata no hiciera el viaje en la tartana donde yo iba. Pareciome ofensa, desconsideración, un desaire manifiesto, como lo fue asimismo el mandar que Carmeta y no Donata arreglase mi cuarto. ¡Vaya con el tío aquel, déspota celoso y bárbaro! Al entrar en el aposento que me destinaron, vi a Donata que de uno próximo salía con brazados de ropa. Se aproximaba con los ojos bajos; pero al pasar junto a mí los alzó para mirarme. ¿Estaba yo loco, o tenía razón al pensar que algo muy intenso quiso decirme con su fugaz mirada? Pasó veloz. El ruidillo de sus pisadas algo también me decía.

Encerrado en mi alcoba, excitadísimo y sin ganas de acostarme, a pesar de mi cansancio, vi a la guapa moza en mi mente con más lucidez que en la realidad habíala visto, y mejor podría describirla por el retrato mental que en mí llevaba, que por su presencia efectiva. Era más delgada que gruesa y más alta que baja, estatura y talle contenidos dentro del arquetipo de la humana belleza. Negros ojos, boca ideal, cabello abundante, recogido con helénica gracia, melancolía, desconsuelo, añoranzas, ambición de amor... todo esto vi en su rostro, y con tan ricos elementos lo compuse... El cuerpo de aquella divina mujer me revelaba la suma donosura, la soberana previsión de Naturaleza, la sabiduría del Criador... Belleza tan acabada no habían visto nunca mis ojos.

Con más fatiga corporal que sueño me tendí vestido, y en el estupor letárgico que embriagó mis sentidos, algo como borrachera o vaporización de pensamientos, incurrí en el más extraño desbarajuste de las cosas reales. No diré que soñé, sino que creí sueño todo lo que me había pasado desde mis travesuras en la casa de El Nasiry hasta la hora presente; sueño, mi conversación con el renegado, mi salida de África, mi regreso a Madrid, mis careos y tratos con Beramendi; sueño, la conspiración absolutista y mi viaje para observarla; sueño, que yo estuviera donde estaba. Lo verdadero y real era que aún permanecía en Tánger, y que reposaba en el poyo de mi camarín sobre tapices morunos. Y allí recreaba mi mente con la imagen de Donata, que no era Donata sino Erhimo, la esclava de ideal hermosura, sólo comparable a los ángeles de los cielos católicos y mahometanos. En esclavitud vivía Donata, digo, Erhimo, y a mí me enviaba Dios para libertarla de la garra de El Nasiry, digo, del fiero sultán Mosén Hondón. Sonábame este nombre como el más bárbaro que pudiera inventar la rudeza oriental o marroquí. Era el tirano celoso y feroz que guardaba dentro de cerrados muros a la odalisca, y ésta quería libertad, y por Dios que yo había de dársela.

Salté del lecho, llamado por suaves golpecitos que dieron en la puerta. Era hora de partir. Yo no vi la mano cuyos nudillos hicieron la tocata en la madera. Pero mi adivinación prodigiosa me permitió afirmar que había sido Donata la que con el lenguaje de los golpecitos me decía: «Levántate, salvador mío, que ya nos vamos a donde podrás, con tu agudeza y mis advertimientos, sacarme de este serrallo y hacerme tuya». Cuando bajé, ya estaba la Donata ideal agazapadita en la tartana que había de conducirla con otras mujeres. Entre ellas vi a la que parecía Dolorosa, despintada y amarillenta pidiendo barniz. Fue una visión fugaz, a la débil luz de faroles, pues aún era noche obscura... Partió la tartana, y en ella no pude ver bien más que los ojos de Donata, que ya se entendían maravillosamente con los míos. Don Juan Ruiz me ofreció café: lo tomamos juntos, acompañados de Olegaria, la rubia. En la mesa vi las tazas con poso de café, donde lo habían tomado las amas y sobrinas que iban delante. Reconocí, ¡oh inspiración!, la pieza de loza en que había puesto sus rojos labios mi odalisca... ¡Oh!, la taza y sus sedimentos negros también me decían algo, que traduje del lenguaje porcelanesco al lenguaje humano. «Yo voy delante de ti... Desde tu tartana mira el polvo que levanta la mía, y me verás en él... Yo miraré el polvo que levanta la tuya, y te veré... Cuando llegue a Ulldecona me ocuparé un rato en las cosas de la casa; luego iré a la iglesia... Oigo misa todos los días... Ve tú también a oírla, y en la iglesia nos veremos... Ningún sitio mejor que la iglesia para que las esclavas y sus libertadores se pongan de acuerdo».

Salimos. Yo miraba el camino delantero; pero no veía el polvo de la primera tartana, sino el de otras que marchaban en contraria dirección. Las luces del alba me permitieron observar que el país no era nada bonito... Me parece que vadeamos un río; no estoy de ello bien seguro. Mi espíritu atendía más a sus interiores paisajes y horizontes que a los de fuera. Don Juan Ruiz me habló de guerra más que de política. El día anterior se había entretenido con unos cuantos escopeteros de confianza en dar gusto a su afición favorita, que era la caza de hombres con hombres. No pudiendo hacer nada de fundamento, porque la Causa en aquella ocasión estaba perdida (tan disparatado había sido el movimiento), intentaron gastar sus cartuchos en la Guardia civil y tropas que habían de pasar de San Mateo a Ulldecona. Pero les salió mal la cuenta: la fuerza del Gobierno se fue por otro lado, y los cazadores facciosos no cobraron más que un ratón. Yo sólo, el pobre Confusio, inofensivo, había caído en la celada. Añadió don Juan Ruiz que se iba desconsolado: hubiérale sabido a gloria copar a la Guardia civil en el paso angosto de Rosell de la Cenia, próximo a su masada. Pero la Providencia dispuso las cosas de otro modo. A su casa y parroquia se volvía el hombre tan tranquilo: los escopeteros, cernícalos de vuelo rápido, habían volado ya, cada cual a su nido en los montes de Godall y Muntciá.

Destartalada y fea me pareció la villa de Ulldecona, donde, según iba entendiendo, reinaba como sátrapa o cacicón mi amigo el Arcipreste. Ya era día cuando llegamos a la soberbia vivienda parroquial: junto a la puerta vi la primera tartana, que había llegado con veinte minutos de ventaja. Miré sus ruedas y atalajes blanqueados del polvo, y en todo ello leí el pensamiento de Donata, que me decía: «He llegado bien... Búscame luego en la iglesia». Antes que mis ojos, que todo lo miraban, dieran con el templo, don Juan Ruiz me señaló un armatoste arquitectónico de diferentes estilos y pegotes que alzaba su insignificancia ostentosa no lejos de la casa.

Entramos: la casa es grandona, laberíntica, resultante de varios edificios comunicados interiormente, con distintas alturas de techo, diferencias de nivel en los pisos. No se va de una parte a otra en aquella jaula de cal y canto sin dar vueltas y quiebros de sala en sala, y bajar o subir escalones. Plano y brújula necesita el huésped de esta mansión misteriosa y dramática. Pasada la primera impresión de aturdimiento al verme llevado por aquel interior tortuoso, la casa fue muy de mi gusto. En ella vi escenario romántico; supuse escondrijos de citas amorosas, dorados camarines invisibles, recogimientos de harén... Por aquellos desiguales recintos vi que iban y venían mujeres muchas, las de la masada y otras. Vi ancianas, niños de ambos sexos. Era un mundo, un microcosmos la casa de Don Juanondón, Arcipreste, Patriarca y Califa.

Invitome mi huésped a tomar chocolate; él no lo tomó, porque tenía que decir misa. No quise recordarle que había bebido café en la masada; en lugar de esto, le pregunté con mucho interés que a qué hora diría la misa, pues yo deseaba oírla. Respondiome que antes de una hora saldría al altar... Nos hallábamos en una pieza como de tránsito, que daba acceso a diferentes salas y a dos corredores, y desde allí vi a las chicas que pasaban y repasaban, como solícitas hormigas, ocupadas en el trajín casero. Vi a la Dolorosa, a la rubia, a otras menos bonitas; pero a Donata no vi. Estaba yo elogiando la diligencia y laboriosidad de las incontables sobrinas del señor Hondón, cuando pasó por allí la jamoncita Carmeta con un cubo de agua y estropajos para lavar el suelo de baldosines rojos. Don Juan Ruiz le dijo con dureza: «¡Buena tenéis la casa! Hoy... bien puedes decirlo a todas... no me ponéis los pies en la calle, haraganas. Y como no es día de precepto, no tenéis por qué ir a misa. La Toneta y la Donata irán si quieren; las demás a la obligación, que es primero que nada...». Sin chistar oyó Carmeta el réspice: se fue a una pieza próxima, donde había suelos que lavar. Don Juan Ruiz me dijo: «Tengo que estar siempre encima de estas mozas para combatir la ociosidad... Son buenas, sencillotas; pero no puedo descuidarme. En cuanto se las deja hacer su gusto, se pasan el día de charloteo... Algunas tengo que se inclinan a la beatería; pero a éstas hay que dejarlas en su gusto de lo espiritual, y no quitarles de la cabeza las devociones extremadas, porque con el pío pío del rezar continuo llegan a ser unos pobres ángeles... y de los ángeles hace uno lo que quiere».