XVII

«¡Ay de mí! ¡Pues tendría gracia -pensé yo en el obscuro camino- que estos animales me pegasen cuatro tiros!...». Pensándolo, vi luces rastreras, como de farolitos llevados a mano... Se movían delante de nosotros, con lenta derivación hacia la izquierda... Este mismo rumbo tomamos siguiendo un recodo del camino... Cuando estuvimos cerca distinguí un grande y negro caserón, y varios hombres que con sus propias sombras se confundían. Del grupo se destacó un corpacho. Le vi llegarse a mí. Era un sujeto de muy aventajada estatura, cincuentón, y vestía con más decencia que los otros. «Este tío -pensé yo- será el capitán de la partida. Su facha es de persona de calidad, aunque el gorro de pieles que trae calado hasta las orejas le da cierto aspecto de ferocidad montuna». De sus hombros pendía suelto de mangas un capote. Toda su ropa era negra, y el pantalón gris colán; llevaba botas de alta caña. Apenas llegó frente a mí, repitió las preguntas de los otros con voz tan bronca y adusta, que temblé al oírla, y me dije: «Este tío me va a dar un disgusto». Reiteré mi respuesta: que yo no sabía si venían o no detrás de nosotros tropas del Gobierno. «Pues un batallón salió esta mañana de San Mateo -dijo el talludo y truculento señor-. ¿Dónde están esas tropas? ¿Han ido a Vinaroz?... Si saben ustedes el camino que han tomado y no quieren decirlo, a uno y otro les participo que lo pasarán mal...». Y otra cosa: «La Guardia civil de los puestos de Chert y Ballestá, ¿dónde se ha ido? ¿Por ventura supo que estamos aquí y nos cogió miedo?». Yo declaré no saber nada, y poniendo en mi acento toda mi sinceridad, esperaba que mi inocencia quedaría bien clara. El que yo creía sargento habló en voz queda con el cabecilla. Y éste ordenó que se nos registrase detenidamente. Entramos todos en el caserón, y el hombracho iba tras de mí rezongando con ira y mofa: «Ha dicho que es sacerdote... Ya lo veremos. Y trae cartitas de recomendación... Las veremos, sí, señor, las veremos, y ojalá sean para quien yo me figuro».

Metidos en un cuarto estrecho, donde vi una mesa manchada de vino, porrones medio vacíos, cortezas de pan, una silla de paja con el asiento casi deshecho, y un banco desvencijado como los que hay en ínfimas tabernas de aldea, se procedió al registro de mi maleta, el cual fue por extremo detenido y escrupuloso. El cabecilla presidía la operación en pie, junto a mí, y no quitaba ojo de lo que iban sacando los registradores. Éstos eran dos, y dos brutos más habían entrado para mi custodia. Desdoblaban la ropa, y en las prendas que tenían bolsillos no había hueco ni pliegue que no escudriñaran. Los libros eran cogidos por el jefe, que al leer las portadas con cierto énfasis, revelaba más sorpresa que pedantería. Cuando salió de entre otros papeles mi pasaporte, le echó con avidez la garra, y leído por dos veces, dijo entre burlón y receloso: «¡Qué apellido tan raro éste de Confusio!... Es la primera vez que veo un cristiano que así se llame». Yo le advertí humildemente que la familia de los Pérez de Confusio es muy conocida en Medinasidonia y otros pueblos de la provincia de Cádiz. Antes de que pudiera oírme, vio las cartas de recomendación, y cogido el no pequeño rimero de ellas, las fue examinando, y a cada nombre que leía, soltaba de su boca una breve expresión de asombro, acompañada de un mohín de labios o chasquido de lengua. Las expresiones eran: «¡Anda!... ¿Pues y ésta?... ¡Vaya, vaya!... Bien, bien...». Al llegar a una que despertó su interés más que las otras, rápidamente la desdobló y con ansiosa lectura enterose de su contenido, pasándola de la cruz a la fecha. Después, sin mirarme, volviose a los bárbaros, que, una vez vaciada la maleta, golpeaban el fondo y costados por si el sonido les denunciaba trampa o secreto, y con imperiosa voz les dijo en catalán: «Ea, basta ya: ¿no veis que no hay nada? ¡Pues no sois poco sobones!... Digo que basta... Idos afuera». Salieron los hombres atropellándose, que ya sabían cómo las gastaba su jefe; cerró éste la puerta, y llegándose a mí, me indicó con ademán cortés que me sentase... Obedecí al momento. No me dio tiempo a pensar nada de aquel extraño cambio de voz y maneras, y antes de sentarse frente a mí, me habló en castellano neto de este modo: «Al ver esa carta para el Vicario de Ulldecona, me picó tanto la curiosidad, que...».

-Puede usted leerlas todas si gusta -le contesté, correspondiendo a sus buenos modos con los míos.

-No... gracias, señor de Confusio... Pues ha de saber usted que el Vicario de Ulldecona soy yo.

Prorrumpí en exclamaciones de sorpresa, y atropelladamente me congratulé de la felicísima casualidad que me deparaba el Acaso, o por hablar mejor, la Providencia. ¡Quién había de decirme...! «Vea usted, señor Vicario, cómo las situaciones más desfavorables, o si se quiere más obscuras y pavorosas, se iluminan de improviso por el divino rayo de la verdad».

-Exacto: usted me temía, y ahora un rayo de verdad nos hace amigos... Pero no me llame usted señor Vicario, que en esta diócesis no está en uso tal denominación. Soy el Arcipreste de Ulldecona. Más de una vez he dicho a la Madre, cuando he tenido que escribirle, que no me llame Vicario, sino Arcipreste; pero no se acuerda, no se acuerda... Y ante todo, ¿cómo está la Madre?

-Tan buena... Fresca como una rosa, y sin perder nada de aquel despejo, que es, digo yo, uno de los dones más maravillosos que debe al Señor.

No me pareció muy vivo el interés del Arcipreste por la bendita y llagada monja. Su pregunta no había sido más que fórmula fácil de rudimentaria cortesía. Al instante varió de conversación. Refregándose la frente con una mano, después con otra, como quien quiere aligerar su pensamiento de preocupaciones y cuidados opresores, me dijo: «Se habrá usted enterado de lo que aquí pasa...».

-Sí, algo sé. En Alcañiz oí noticias confusas, incompletas... Desembarco de tropas en los Alfaques.

-En San Carlos de la Rápita desembarcó la locura. Venía guiada por la necedad, y a recibirla salió la ceguera. ¡Ja, ja!... ¡Y nos habían hecho creer que todo lo tenían muy bien dispuesto... que Francia estaba en el ajo... que Madrid se pronunciaba, que Palacio se pronunciaba, y que Prim en África se pronunciaba!... ¡Majaderos, canallas, mentecatos!... Lo que aquí se pronuncia es el sentido común, que no quiere ser español, y se va; la vergüenza, que se va; el arranque y las ternillas de hombre, que tampoco quieren estar en esta tierra gobernada por mujeres. Bien merecido les está el fracaso, por fiarse de Ortega, por fiarse de los de Madrid, por fiarse de...

Hizo breve pausa, comiéndose el final de la frase... Clavó sus ojos en mis ojos, y posando su mano en la mía, me dijo: «Pues hemos de ser amigos, contésteme pronto a lo que le pregunto: ¿a más de la carta que he leído, no tiene para mí un mensaje verbal de la Madre o de otras personas?».

-No, señor Arcipreste.

-Y para otros señores eclesiásticos o seglares, ¿no trae recadito de palabra, debajo del disimulo de las cartas de recomendación?

-Aseguro a usted -respondí con desahogada sinceridad- que no traigo más que lo que ha visto.

-Por las Ánimas del Purgatorio, o hay confianza o no hay confianza... Usted teme... Aún no se le ha pasado el susto de esta sorpresa... Serénese y dígame la verdad.

-La verdad he dicho. Soy un seminarista obscuro, alejado de toda intriga, y aquí vengo no más que al negocio particular de mi capellanía y a mis estudios.

-Así será... Perdóneme. Me pasó por el magín la idea de que nos traía usted instrucciones... que ya no serían instrucciones, sino cataplasmas tardías de los que en Madrid calentaron este movimiento y luego se han quedado fríos, zurrándose de miedo... Pensé que usted venía para decirnos: «Perdonen por hoy, que otra vez será». Veo que se asombra de oírme... Voy creyendo que está completamente en ayunas de todo lo que pasa aquí y en Madrid, y en Francia y más allá de Francia. Si es usted un ángel, nada más tengo que decirle sino que le aproveche su inocencia.

-Un ángel soy, no vacilo en decirlo, en todo eso que a usted tanto le afana.

-¿Y no sabe que contábamos con el apoyo de ese zascandil, de ese peine...?

-¿Quién, señor?

-Es usted, en efecto, el más puro de los serafines si no sabe que nos ofreció protección, y no ha cumplido, ese buscarruidos, ese... no quiero llamarle por su nombre... el marido de la Eugenia...

-¡Napoleón III!

-Así lo llaman los que creen en el imperio francés... ¡Farsa, mujerío indecente!... Pues en Madrid, digamos en Palacio, se habrán echado atrás, por influencia de la Inglaterra. ¿No cree usted lo mismo?

-Yo, señor Arcipreste, nada entiendo de esas cosas.

-¿Pero no saben que Inglaterra protege al Progreso y a la Masonería, porque así se lo manda el Protestantismo? Los progresistas cuentan con el apoyo de Inglaterra, protectora de la Unión Liberal, de O'Donnell, de Prim, y de este maldito Dulce, que manda en Cataluña... La Inglaterra se ha metido donde no la llamaban, y Palacio se ha zurrado de miedo. La familia reinante usurpadora había entrado ya por el aro, aviniéndose al arreglo y transacción de los derechos de unos y otros Borbones; acordada estaba ya la forma y modo de establecer la gran Monarquía católica, perpetua y definitiva... y ved aquí que los reinantes de Madrid dicen yo no juego, y se vuelven atrás, dejando a los leales en la estacada... Ello habrá sido por metimiento de la Inglaterra... Pues espérense un poco, que ya recibirán su merecido. Con el apoyo y el dinero inglés, los progresistas y O'Donnell y toda esa taifa darán cuenta del Trono... Créalo usted, señor Confusio: hemos de ver a la Isabel emigrada y sin un real, teniendo que lavar la ropa de la Eugenia para ganarse un triste cocido... No se ría, ángel, que eso lo verá usted, que es un joven, y yo también, que ya voy para viejo... porque irá de prisa, muy de prisa, la descomposición y ruina de las cosas.

Se puso en pie con viveza juvenil, y abrió la puerta para llamar a su gente. «¡Eh, canalla, venid aquí!». Apenas entró la turba de gaznápiros, el Arcipreste dijo al que me había registrado la maleta: «Pon todo conforme estaba. ¡Eh!, colocar cada cosa en su sitio... ¡Cuidado, bruto!...». Y a otros: «Tú, Gasparó, llevarás a casa la maleta. Tú, Rufulet, coge un farol y alúmbranos». Y a mí: «Señor Confusio, despache a su espolique y véngase conmigo». Salimos... Andando entre bardales, por un caminejo de cuyos peligrosos altibajos me defendía la ondulante claridad del farol delantero, dije al que ya consideraba como amigo: «Señor Arcipreste, ignoro dónde estoy. ¿Es esto Ulldecona?».

-No, señor: esto es Rosell de la Cenia. Tengo aquí una masada, donde suelo venir a pasarme algunos días de campo con mi familia o parte de ella. El lunes me vine acá... quería descansar de los berrinches de estos días, por el desembarco de necios y locos... y de paso, dar gusto a las aficiones, al deber que uno tiene de no perder ripio... ¿Usted me entiende? Me traje unos cuantos escopeteros con idea de acechar el paso de la Guardia civil... Parece que olieron mi presencia, y se fueron por otro lado. Fácil nos hubiera sido merendarnos a los guardias, y lo mismo digo de la tropa, no siendo mucha.

Yo callé. Volví a sentir miedo del hombre en cuyo poder estaba... Pero me dejé llevar de él confiadamente, pensando que la mejor regla de conducta en toda vida de aventuras es entregarnos a la desconocida voluntad del Destino, o de su hermana la Providencia. Sin hablar cosa de interés, pues no lo tuvieron las breves observaciones acerca de la molestia del viento y de la obscuridad de la noche, recorrimos en unos veinte minutos el camino que nos llevó a la masada, y en ésta, saludados de perros y recibidos por un viejo y dos mujeres, entramos en el caserón campesino, que al primer vistazo me pareció alegre, holgón, cómodo y bien abastecido para un vivir regalado. Del portal ancho, lleno de aperos, pasé a una gran estancia, donde vi una escalera de fábrica, que a los pisos superiores en dos tramos conducía; al fondo, otra pieza que era la cocina, con resplandor de fogata y excitantes olores de comida, y a derecha mano, un aposento blanco y espacioso con mesa ya puesta para tres personas. Allí nos metimos, y el señor Arcipreste, desembarazado de la gorra de piel y del capotón, se me presentó en toda su gallardía simpática. Era un hombre alto, sanguíneo, vigoroso, de perfecta escultura esquelética y muscular, arrogante de actitud, ardiente la mirada, garboso el gesto. Iluminado de lleno el rostro por la luz de una buena lámpara, su edad me pareció de más de cincuenta años, o de sesenta desmentidos por una salud venturosa. Era su color encendido, su nariz enérgica, su boca desconfiada, el cabello espeso, cortado al rape, y blanquecino por las sienes, la dentadura recia y blanca.

A la mujer de mediana edad que recogió el capote y montera, le ordenó que nos diese pronto de cenar, añadiendo: «Para este caballero y para mí solos». Su voz y su acento sonaban a dominante autoridad sin altanería. Otra mujer, de apacible madurez, puso la mesa, en que advertí blancura de manteles y fineza de loza que me causaron sumo agrado. ¡Y con el ama presente, ya eran dos las que yo veía! La tercera apareció después trayéndonos una sopa calduda, hirviente, con huevos, capaz de matar el hambre con sólo la rica fragancia que despedía. Mi apetito era monstruoso, como de náufrago perdido en una isla desierta. Pedí permiso al Arcipreste para caer sobre la sopa con devorantes ansias, y me lo concedió risueño, asegurándome que él haría lo mismo... Y comiendo, no perdía yo la cuenta de las amas que veía, ni dejaba de observar el rostro de la tercera, que era bonita, aunque demasiado pálida, con cierto aire y mohín lacrimoso de Virgen de los Dolores, de buena talla, pero ya deslucidita de pintura y barniz.

De mis disimuladas observaciones me distrajo el señor Arcipreste, dándome noticias de su persona, antecedentes y circunstancias. «Por mi habla -me dijo- habrá usted conocido que no soy catalán. Hablo castellano, sí señor; he mamado esta lengua de los mismos pechos que Cervantes, el portento de la literatura, porque nací como él, en Alcalá de Henares, y allí me crié y viví hasta que, ya mocetón hecho, me llevaron mis padres a Híjar, tierra de Teruel. Ésta es mi patria efectiva, pues en ella fui hombre y recibí las órdenes sagradas, desempeñando varios curatos buenos, hasta que me trajo a este Arciprestazgo, diez años ha, mi amigo don Isidro Losa, de quien me viene mi conocimiento con la madre Patrocinio. Mi nombre es Juan Ruiz; añado a este primer apellido el de mi madre, que es Hondón, por lo cual unos me dicen mosén Hondón, y aquí, entre mis feligreses, se ha hecho moda, por aquello de abreviar y dar gusto a la lengua, llamarme Don Juanondón».

En esto vi que con el ama que empezó a servirnos entraba otra. ¡Ya eran cuatro, Señor! Y no era lo peor que fuesen cuatro, sino que la última, o sea la cuarta, era más joven, por lo menos más lozana que la parecida a la Virgen de los Dolores, y seguramente más bonita: una rubia ideal, de azules ojos, cara como las rosas, no muy alta de cuerpo, pero éste muy bien modelado en sus partes todas, y con admirable distribución de carnes en sus contornos y bultos, resultando de tales armonías una combinación feliz de la agilidad y el buen desarrollo. Allí se juntaban las dos bellezas fundamentales: la gracia y la salud.