XVI

Foz Calanda, Abril.- ¡Ay qué pueblos, qué posadas, qué caballerías, qué arrieros de Dios y qué caminos del diablo! He recorrido con mala sombra una de las comarcas más características de la guerra de facciones. La humanidad, lo mismo que la geografía, se me han representado como expresión viva de la bárbara epopeya cabrerista... Dudo si el país por donde voy hizo la campaña, o es obra y hechura de ella. Ruinas y desolación veo por todas partes, veredas de guerrilleros, emboscadas de asesinos, burladeros naturales para la sorpresa y la traición... Más acá de un pueblo que llaman Cosa, estuve a punto de perecer ahogado, vadeando un río nombrado Pancrudo; y al venir de Montalbán a Gargallo, faltó poco para que me despeñara en una sima, por cuyo borde serpentea el camino pedregoso. Las lomas y cerros, de un conglomerado rojizo, eran como sangrienta visión que me seguía tomándome las vueltas. Entre Alcorisa y este lugar donde escribo, se me cambió en próspera la adversa suerte, porque acompañado vine por un cura viejo y bondadoso que, emparejando su jamelgo con el mío, me entretuvo por todo el camino con su conversación amena. Mi buena facha, mi lenguaje modoso debieron de cautivarle, porque no esperó a que yo le mostrara las cartas que llevo, para ofrecerme, como párroco de este pueblo, campechana hospitalidad en su casa.

Y aquí me tenéis bien alojado y bien comido en esta vivienda modesta, mas no desprovista de sabrosas vituallas; vedme tratado hidalgamente por el cura, que es un bendito, y asistido hasta con mimo por dos amas viejas, corcovaditas... El sitio y las personas me recordaron los tranquilos días de Samsa, en las inmediaciones de Tetuán... Aquí recibo los primeros rumores del anunciado alzamiento que motiva mi viaje, noticias que al cura y a mí nos han parecido fantásticas. Mi buen párroco no es menos pacífico que yo ni menos aborrecedor de la guerra... Como digo, las noticias traían todo el cariz de un tremendo embuste. Ved la muestra: El Rey Carlos VI había desembarcado en los Alfaques con un poderoso ejército. ¿De dónde venía? De la isla de Ibiza o de islas de Italia: a punto fijo no se sabe. Al desembarcar en tierra española se pronunció Tortosa... Ya iba el Rey camino de Zaragoza, engrosando a cada paso su ejército, pues todas las tropas de Isabel se agregaban a las de su primo...

Con recelo de que tal notición fuera verdad, un ejemplo más de la verosimilitud de lo absurdo en nuestra patria, me dormí aquella noche, arrullado de mi cansancio, y a la mañana siguiente, cuando una de las viejas me trajo el chocolate, entró don Miguel Castralbo, que tal es el nombre de mi huésped, y me dijo: «Ya van llegando vientos de verdad, que desvanecen las mentiras que oímos anoche, señor de Confusio. Parece cierto que ha llegado el Montemolín con tropas sublevadas de no sé qué islas; pero no ha tenido, al parecer, recibimiento feliz, porque los mozos que de estos pueblos salieron armados para guerrear en la facción, vuelven a toda prisa. He visto a algunos; les he preguntado, y no dicen más sino que vuelven y corren para acá, porque han visto que a la carrera volvían los de Calanda y Alcañiz. Por allá deben de soplar aires de miedo... Mientras fijamente no se sepa lo que ocurre, yo que usted, señor de Confusio, no me movería de ésta su casa, donde puede estarse todo el tiempo que le pida su cansancio». Las amas, que ya empezaban a tomarme ley, apoyaron con chillones encarecimientos esta exhortación a la holganza; di las gracias, y echándomelas de muy valiente, les aseguré que, aunque hubiera de pasar por el cráter de un volcán en erupción, seguiría mi camino sin vacilar... Discutimos; no me convencieron... Partí.

Alcañiz, Abril.- En Calanda y aquí he visto confirmadas la dispersión y retroceso de los que iban al juego de la guerra civil. Alojado estoy en un decente parador, y por la ventana de mi cuarto, que da a la plaza, veo el lindo frontispicio del Ayuntamiento. Me encanta este rincón monumental casi tanto como las dos mozas que me sirven, la una tirando a lo gótico, la otra a lo ático... Nada, que me gusta este pueblo, en el cual he admirado bellas iglesias románicas y del Renacimiento, amén del mujerío, que es de orden compuesto, quiero decir, de la hermosa mesticidad celtíbera y moruna... Los compañeros de mesa me han informado del levantamiento carlino, calificándolo de fracaso tan escandaloso y grotesco, como ha sido insensata y absurda la intentona. Dijo uno que Montemolín había venido de Mallorca con la guarnición sublevada de aquella isla; otro aseguró que vino de Marsella; un tercero puso las cosas en su lugar, refiriendo que de Baleares llegó el general Ortega, cabeza visible del alzamiento, con las tropas de su mando, las cuales al punto de tocar tierra se llamaron andana y dejáronle solo... Pronunciamiento más desatinado no se había visto, ni operación militar que más se pareciese a una correría de traviesos muchachos.

Como liberal habló uno de los huéspedes, desatándose en injurias contra los montemolinistas y sus auxiliares por haber hecho tal barrabasada cuando tenemos en África casi todo el Ejército. Alzáronse al oír esto voces que apoyaban al preopinante, otras que lo contradecían, y del extremo de la mesa soltó un bárbaro la bomba de que algunos de los Generales de África estaban comprometidos, entre ellos Prim. ¡Jesús, la que se armó cuando el nombre del héroe sonó en medio del tumulto! El que parecía liberal dijo al otro que mentía: mediaron tonantes vocablos de cólera; levantáronse uno y otro, y venciendo a saltos el espacio que los separaba, agarráronse de manos y tiráronse de pelos... A separarlos corrimos los demás; yo fui de los más presurosos en poner paz, lo que me costó un rasguño, varios pisotones, y en el brazo izquierdo un golpe que me hizo ver las estrellas.

Ulldecona, Abril.- El hilo que solté en el comedor de Alcañiz, lo recojo ahora para proseguir desde aquel punto la relación de mi viaje y aventuras, que hasta los últimos días, en lo que ahora voy a contar, no ofrecen sino sucesos comunes indignos de ser escritos. Salí de Alcañiz con marcada variante de mi rumbo presupuesto, porque las muchachas bonitas, gótica la una, ática la otra, que servían en la posada, me aconsejaron que no tomara el camino de Valdetormo y Calaceite, directo a Gandesa y Tarragona, porque allí corría el riesgo de que me salieran, si no facciosos, bandidos que en aquellos caminos y puertos hacen de las suyas. Demostrándome más interés que el que yo merecía por el simple hecho de alabarles la hermosura, me señalaron como más práctico y seguro, aunque más largo, el camino que, cortando tierras del Maestrazgo, va a salir por la Cenia a las tierras bajas del Ebro. Así lo hice, y llegado sin tropiezo de ladrones a donde ahora me encuentro, no puedo decir si el consejo de las lindas mozas a mi ventura o a mi perdición me ha conducido.

Toda la noche anduve en una tartana que iba nada menos que a Vinaroz, y llevaba, a más de mi persona, dos monjas de una Orden para mí desconocida, viejas y adustas, y un señor de edad provecta, con trazas y rudeza de hombre de mar. Ni ellas ni él hablaban más que catalán cerrado, que yo no entendía, y todos mis esfuerzos para entablar conversación me resultaron inútiles, viéndome condenado a un hosco silencio que me hacía más molestos los tumbos y sacudidas espantosas de aquel vehículo del diablo. Aun entre sí, no eran comunicativos mis compañeros de suplicio, pues las monjas no hacían más que rezar, y el marino, si es que lo era, compartía el tiempo entre las modorras con ásperos ronquidos y las maldiciones seguidas de toses y carraspeos. Nunca tuve ni padecí travesía tan mala y tediosa.

En vano traté de congraciarme con las monjas, haciéndoles comprender mi carácter sacerdotal, ya con algún latinajo, seguido de exhortación a la paciencia, todo sin venir a cuento, ya procurando que el gesto y el mirar expresaran mi estado y mansedumbre; pero ni por ésas. No he visto seres más huraños y recelosos. Sin duda son religiosas de clausura que, al ir de trasiego de un convento a otro, van espantadas por el mundo, como el ganado lanar cuando lo hacen pasar por las calles de una población... Mi terrible encierro con semejantes fieras tuvo su fin en un caserío de cuyo nombre me alegro de no acordarme, pues en él mis desventuras no hicieron más que cambiar de forma. ¡Qué tal sería el pueblecito, que me vi y me deseé para encontrar algo parecido a un colchón donde tender mis huesos por unas cuantas horas, y algún alimento con que engañar el hambre! Habíanme dicho que allí abundaban las tartanas de alquiler; pero ninguna pude hallar, ni aun ofreciendo pago doble y triple de lo acostumbrado. ¿Dónde diablos estaban las tartanas? Una vieja cejijunta, displicente y con ojos de sibila, me dijo que los coches se habían ido a los juncales del Ebro, y allí se los había tragado el fango.

Al cabo de mil diligencias y pasos fatigosos, me sacó de mis apuros un trajinante con quien ajusté dos caballerías, una para mí y otra para él como escudero y portador de mi maleta. Y heme otra vez en camino, a media tarde ya, sufriendo la bofetada continua de un viento que de cara nos azotaba cruelmente. Ambas caballerías venían cansadísimas de anteriores trabajos, sin pienso, y para curarlas de su pereza no había otra medicina que los palos. Mi jaco era de tan aviesa condición, que en algunos repechos del camino no andaba ni adelante ni atrás... Fue mi viajecito más triste y desesperante al entrar la noche; el viento no amainaba; los caballos vengaban en mí la ruindad de su amo; a éste hubiera dado yo los palos que las pobres bestias recibían; eché de menos la tartana de la noche anterior, y acordándome de las monjas, me las figuré graciosas y amables: tal era mi furor en aquella desgraciada travesía. Para mayor enojo mío, el maldito jayán escudero se había vuelto mudo. Hacíale yo preguntas, que bien respondidas habrían dado algún alivio a mi dolorosa impaciencia. ¿Tardaremos mucho? ¿Cuánto hay de aquí a la Cenia? ¿Qué caserío es éste?... Pues el muy bestia, resguardándose con la blandura de su manta el pecho, pescuezo y boca, o no decía nada, o me soltaba un ronco mugido, como un mastín con más ganas de morder que de ladrar.

Deploraba yo además la soledad, el no encontrar arrieros ni caminantes; y tanto silencio y monotonía, sin oír otra voz que la del viento ni ver caras de personas, me desesperaba... «¿Pero dónde estamos? ¡Qué país tan desolado y triste!». A esto, mi escudero no decía más que muú, y en mí se acentuaban las ganas de pegarle un tiro... Grande alegría me causó de improviso ver una luz lejana. ¿Estaría en aquella luz el paso de la barca? Muú... ¿Era luz de un farol, luz de un hacho? Muú... Los caballos, contagiados de mi impaciente gozo, avivaron un tanto su perezoso andar... Nos acercábamos a la luz, y la luz hacia nosotros venía presurosa... Por fin, me vi frente a unos cuantos hombres que gritaron ¡alto! La luz era una antorcha resinosa, los hombres un hato de bárbaros insolentes. Vestían el traje catalán con faja colorada, y en vez de barretina llevaban pañuelo liado a la cabeza, a estilo valenciano más que aragonés. Todos iban armados con escopetas, trabucos o pistolas. Mi primera impresión fue que había caído en poder de bandidos. Luego, oyendo sus preguntas atropelladas, me creí frente a una de esas terribles organizaciones político-militares que llamamos partidas.

Mi escaso conocimiento del catalán me bastó para entender las preguntas que me hicieron aquellos brutos: «¿De dónde vienen ustedes? Sepamos quiénes son... ¿A dónde van? ¿Han dejado atrás fuerzas del Ejército? ¿Viene Guardia civil?». Contestaba muú mi escudero, y yo, con mejor tono y cortesía, expresé la verdad. No debí de convencerles... desconfiaban de mí. Con malos modos me mandaron que me apease. Uno me tocó todo el cuerpo, preguntándome si llevaba pistolas. Díjeles que, como sacerdote que soy, no llevo armas ni para nada las necesito. Hablaron de registrar mi maleta, y no me opuse: al contrario, abriéranla cuando quisieren, y verían en ella tan sólo mi ropa, mis libros de religión, y las cartas que llevo para diferentes personas del clero y la nobleza, todas muy calificadas... El que parecía sargento de tan desaliñada tropa me mandó con grosero despotismo arrear a pie, y obedecí silencioso, emprendiendo la marcha rodeado de aquellos gandules. Delante iba el que alumbraba. La antorcha, con la furia del viento que desgreñaba la llama y consumía las hebras de fuego deshaciéndolas en chispas, perdió su fuerza y su luz; el viento devoró las últimas ráfagas, dejándonos a obscuras. Seguí yo andando a trompicones, sin saber dónde ponía los pies. A mi lado iba el sargento o lo que fuese; detrás mi escudero; uno de la partida llevaba de la brida los dos rocines, que agradecieron mucho que se les aliviara de nuestro peso... Nadie pronunciaba palabra, como no fuera para decirme brutalmente que arreara cuando el temor de caerme en un hoyo o de tropezar en una piedra obligábame a moderar el paso.

Y en aquella procesión lúgubre, me acordé de las instrucciones consignadas en los pliegos de Beramendi, leídos cien veces por mí entre Madrid y Guadalajara, y después de bien aprendidos, rotos y dados al viento. Descollaba en mi memoria un substancioso parrafillo, que así decía: «Si llevas muchas probabilidades de ser obsequiado de curas, favorecido por sus amas, y de que todos se rindan a tu talento y simpatía, también las llevas de caer en manos de guerrilleros feroces, que te fusilen por primera providencia. En este caso, mi querido Confusio, sabrás morir como cristiano caballero y como sacerdote, apartando con desprecio tus ojos de las vanidades humanas, y volviéndolos a la vida perdurable, donde hallarás el premio de tus virtudes».