Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo XXXI

Capítulos que se le olvidaron a Cervantes
Capítulo XXXI - De la desventura del bueno de Sancho Panza y los reproches que hizo a su señor, con la vehemente respuesta de este fogoso caballero
de Juan Montalvo
Capítulo XXXI

Capítulo XXXI

Entre llevarle al huerto, hacerle ver la caballeriza y otras distracciones, llegaron las doce, hora en que el aventurero, puesto a caballo, se partió. Era su ánimo ir, acometer, vencer a los paganos, cortarles la cabeza, libertar a su dama, y volver a pasar una noche más en el castillo. Esta esperanza comunicaba algún vigor a Sancho, quien de bonísima gana se hubiera quedado hasta cuando su señor volviera. No vino en ello don Quijote, si bien no faltó por su criado el insinuárselo.

-Para hecho tan principal -dijo- no le estaría bien ir sin su escudero, cosa que aún pudiera dar ocasión a que se murmurara de su calidad.

Y afirmándose en la silla, estiradas las piernas, como quien montaba a la brida, el yelmo de Mambrino en la cabeza y el cuerno de Astolfo al cuello, salió al camino embrazando su rodela y empuñado de su lanza. Sancho, para quien quedaba casi siempre lo peor, no fue tan feliz; porque un perro que estaba a guardar la puerta, tirándosele de repente encima, le dio un susto de dos mil demonios, aun cuando no le mordió de veras. Una vez recobrado el buen hombre, principió por maldecir a don Quijote, quien no tenía noticia de lo ocurrido, pues andaba ya muy adelante; siguió maldiciendo a la caballería y los caballeros; se maldijo a sí mismo, maldijo su linaje, el día en que nació, la hora en que entró al servicio de ese loco, y maldiciéndolo todo en este mundo, cerró con el rucio a mojicones, como si él hubiera tenido la culpa; montó y desapareció fuera del castillo.

-Tú más necesitas de espuelas que de freno -le dijo don Quijote cuando sintió que llegaba-: ¿por qué diantre tardas, Sancho? Si vienes con pie de plomo, se malogrará el influjo de las estrellas; y te afirmo que hoy nos corre del todo favorable.

-Vuesa merced me dejará comer de lobos, sin volver la cabeza -respondió Sancho-. Puesto que vuesa merced se aloje bien, cene bien, duerma bien, las estrellas son buenas, y cargue con el escudero una legión de diablos. Si a vuesa merced no se le da un ardite de mis enfermedades, mis necesidades, mis heridas, estoy aquí como entre enemigos, y me voy a mi pueblo. A carrera larga, nadie escapa. Muerto el hombre, muerto su nombre, señor: vuesa merced será el primero en olvidarme, o conozco poco el mundo. Hambre, manta, palos; esto es lo que saco de las aventuras. Vuesa merced lleva el gato al agua, pero la retaguardia a mí me la pican, y la manguardia a mí me la soplan. La mujer honrada, la pierna quebrada y en casa. Esto se ha de aplicar ansimismo al hombre de bien, porque en ninguna parte está uno mejor que en la propia, y cada cual sabe dónde le aprieta el zapato.

-¿Qué quieres, salteador? -respondió don Quijote, prendido en ira-; ¿de qué te quejas, malandrín?, ¿en qué cavilas, truhán?, ¿por qué lloras, apocada y meticulosa criatura? Comes hasta no más, y hablas de hambre; bebes como un zurrón, y te aflige la sed; eres señor de ínsulas, y llamas leonina nuestra sociedad. Pues ¿qué decir cuando me imputas dejadez en tus negocios, indiferencia por tus cuitas, corta solicitud en el remedio de los golpes y las heridas que conmigo vienes recibiendo? ¿Qué ha sucedido y por qué traes esa tirria, embelequero perdurable? Para cada refrán un disparate, para cada disparate un refrán. Te sé decir que me estomagas con ellos y que no estoy lejos de poner yo mismo en ejecución tu sempiterna amenaza, dándote pasaporte para tu aldea o para los infiernos. La gracia que te hago en preferirte a los que se tuvieran por marqueses con sólo ser mis escuderos, no es para que tú andes echándomela a las barbas de día y de noche. Toma el portante cuando quieras, monstruo de ingratitud y malicia, aparador de mentiras, bodega de maldades. Para manifestarte cual eres, has escogido este día, esta hora, los más solemnes de mi vida, en que voy a pelear por la más santa de las causas. Si no ha de ser sino para distraer mi cólera de este grande asunto, ¡no vengas, ladrón! Ni los quebrantos de tu señor y compañero te sensibilizan, ni sus desdichas te duelen, ni sus peligros te asustan, ni su cariño te ablanda, ni sus bondades te cautivan, ni sus mercedes te ganan la voluntad; luego esos condados, esas coronas que te tienes en tu casa, puesto que soy yo quien te las promete, vienen a ser adquisiciones subrepticias, y mis dádivas se tornarán contra mí, si es verdad aquello de: «No dé Dios a nuestros amigos tanto bien que nos desconozcan». Si desde ahora me desconoces, ¿qué será cuando te veas en tu castillo, rodeado de tus vasallos? Entonces me has de declarar la guerra y has de invadir mis Estados en correspondencia de mis beneficios. ¿Qué retaguardia te pican, ni qué manguardia te soplan, pedazo de bayeta negra? Si no fueras un salsa de perro, se te pudiera poner quizás alguna vez a la vanguardia: pero a la manguardia no irás ni al purgatorio; porque eso más tienes de bellaco, que no eres el primero en morirte, ni aun cuando sabes que con ello hicieras una obra de misericordia.

Durante esta invectiva del caballero, el escudero había tenido tiempo de apagar su cólera: viendo que en efecto su señor ni por asomos venía a ser culpable de su última aventura, echó por el atajo confesando en buenos términos el motivo de su impaciencia, y dijo cómo le había salido la lengua de madre sin voluntad ni intención que mereciesen el trepe con que acababa de ser castigado.

-¡Voto al demonio! -replicó don Quijote-; ¿por qué te andas con rodeos y no dices buenamente lo que te sucede? Cuando un perro se te viene encima, no ocurre sino lo que rezan estas palabras; pues no me levantes torres sobre tan livianos cimientos. Tirante el Blanco de la Roca Salada peleó con el alano y le venció; y tú vienes a morirte de miedo de un pachoncito.

-No fue tan pachoncito como vuesa merced piensa -dijo Sancho-, sino un dogo como un tigre que no hubiera hecho de mí sino dos bocados. Pero ahora que hemos hecho las paces, señor don Quijote, dígame: ¿adónde y a qué vamos?

-¿No lo sabes? Voy a pelear con dos gigantes que tienen cautiva en su fortaleza a mi señora Dulcinea del Toboso.

-El año de la sierra no lo traiga Dios a la tierra -dijo Sancho-: de estas alturas no hemos de sacar sino desventuras. Acuérdesele a vuesa merced lo de los yangüeses y no se le olvide lo de los batanes.

-¿Qué duda te ocurre ahora acerca de mi valentía? -respondió don Quijote-; ¿qué indicios tienes para temer el éxito de la batalla? Échame al brazo los siete capitanes que debiendo haber sido reyes por sus hazañas no lo fueron, y si en menos de un per signum crucis no te los devuelvo capados de barbas, di que soy mal paladín y caballero de docena. Aquí no hay sino dos enemigos, y tú sabes si estoy acostumbrado a vencer de cuatro para arriba. La dificultad no está en el combate, sino en que esos paganos se resuelvan a pelear conmigo. Por lo demás, no temas, hijo; antes alégrate y da gracias a la fortuna: los jayanes de aquí arriba son riquísimos: sus tesoros están esperando al caballero que los ha de vencer y matar. Toma para ti cuanto quieras y te guste, Sancho desinteresado; que yo con las armas de mis enemigos me contento.

-Eso será cuando vuesa merced hubiere entrado en la fortaleza -dijo Sancho-; ¿mas qué hago yo mientras se declara la victoria?

-Te entretienes en recoger pepitas de oro de las que deben de abundar por estas sierras. Cuida, sí, de no extraviarte, y ten el oído pronto a las voces con que tu señor te llamará a tiempo.