Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo XXVII
Capítulo XXVII
-No digan tal vuesas mercedes -dijo a su vez una señora que estaba también a la mesa-: cuando sucede que dos almas viven juntas tanto tiempo, benditas serán de Dios; y lejos de tenerlo a desgracia, lo hemos de regular por mucha felicidad.
-Todavía está el alcacer para zampoñas -respondió Sancho-. ¿La gracia de vuesa merced?
-Me llamo Prudenciana Sotomayor para servir a vuesa merced. Antes era de Calvete; pero desde la muerte de mi esposo, hasta su nombre he perdido junto con la mitad de mis bienes de fortuna. El criado de mi difunto no quiere servirme ni ayudarme, si no toma su lugar; y así tiene puestos el pensamiento por las nubes y las manos en la cintura. Si vuesas mercedes me dieran un consejo, estimaría yo el favor. Si no me caso, pierdo lo poco que me queda; si me caso, temo que de sirviente se convierta en opresor y tirano de su mesma benefactora.
-Aquí encaja -respondió Sancho- lo que se de una vecina mía, viuda tan reverenda como vuesa merced, de cuya historia puede tomar ejemplo. Quejábase la dicha viuda al cura de su lugar de que ya no podía vivir sola, porque sus asuntos y dependencias iban de mal en peor: la casa llena de goteras; las tapias del corral, caídas: todo una pura confusión desde la muerte de su marido. Contole en seguida que tenía un criado peritísimo en los quehaceres del difunto, propenso de suyo a reemplazar a su patrón, bien así en las ventajas como en los trabajos del matrimonio. El cura, que a dicha era uno de esos hombres prudentes que responden siempre según el deseo de los que los consultan, dijo:
«-¿Y por qué no toma vuesa merced a su criado?
-Porque temo -respondió la señora- que de criado venga a ser amo, y quién sabe si verdugo de su mesma benefactora. (Palabras de vuesa merced, como vuesa merced ve, señora doña Prudenciana).
-Abundo en ese temor -repuso el cura-. No hay que tomarlo.
-¿Y cómo puedo vivir así tan sola, en medio de tantos negocios y peligros, señor cura?
-¿No?, pues ahí está el criado.
-Aunque cuando esa gente humilde se echa el alma a la espalda, ¡avemaría, señor cura!
-Todo se debe temer. ¡A un lado el criado!
-Bien es verdad que su índole no es de las peores: hasta aquí no tiene en contra suya sino algunas niñerías.
-Si no es más que eso, venga el criado. ¿Cuáles son esas niñerías?
-Se alzó una vez con la honra de una doncella de mi servicio; otra, nos vendió a furto algunas reses gordas.
-¡Abrenuncio! Nada de criado.
-Pero hubiera visto vuesa merced aquel arrepentirse, aquel morirse de pesadumbre cuando, tirado de rodillas, nos pedía perdón y juraba no volverlo a hacer.
-Buen muchacho: venga esa mano. ¿No volvió a daros en qué merecer, esto ya se entiende?
-Una ocasión empezó a flaquear, adhiriéndose a una dueña muy honrada, a pesar de sus tocas blancas.
-¡Hum!... ¡Alto ahí el criado!
-Pero es el hombre que se conoce para los menesteres de la casa, los del campo, sufrido, vigilante, afectuoso.
-Todo le perdono. ¡Arriba el criado!
-Señor cura, en puridad, le gusta pillar un lobo de cuando en cuando.
-¿Borrachos?, no en mi reino.
-Aunque es cierto que lo desuella inmediatamente. Digo que se echa a dormir, y en cuanto está durmiendo es un cordero.
-De éstos quisiera yo para mis sobrinas. Casarse, casarse sobre la marcha.
-Tiene un defectillo, señor cura: es algo inclinado al tablaje.
-Diga vuesa merced más claramente al juego. ¿Conque le gusta el juego?...
-El naipe le distrae, los dados le embelesan.
-¡Buena alhaja! Hombre que juega no le quiero ni para prójimo, menos para marido de una hija mía. -Pero no roba para jugar, señor.
-Rara virtud. Si no roba para jugar, no se difiera el matrimonio. Y cuanto al genio, ¿qué tal? Debe de ser un San Buenaventura.
-¡Pues!, un San Buenaventura; fuera de que cuando su buen humor se corta, y se le suele cortar como la leche, el demonio que le aguante, señor cura.
-Pues que se case con el demonio. Ni he de ir yo a sacrificarle una parienta y amiga mía, aconsejando a ésta que se una para toda la vida a pécora como él.
-Ese estado de efervescencia no le dura: cuando le pasa la cólera, bebe lo que le dan y come de todo.
-¡Hombre generoso! ¿Conque come de todo y bebe lo que le dan? ¿Quién no le ha de querer? Ahora dígame vuesa merced, ¿mientras está con cólera, guarda cierta moderación y dignidad?
-¡Qué, señor!, reniega de Dios y sus santos, y echa maldiciones que se cimbrea la casa.
-¿Esas tenemos? ¡Afuera el criado!
-Pero se confiesa, y queda limpio, y se reconcilia con nuestra santa madre Iglesia para mucho tiempo.
-Es un grande hombre. ¡Oh si todas las mujeres honradas pudieran hallar de estos!...
-No ocultaré, señor cura, que cuando se emborracha niega que se ha confesado, llama a diez o doce santos, los mete en el sombrero y baila sobre ellos.
-¡Tu tu tu tu tu! El chico promete. ¿Con luterano como ése quiere vuesa merced casarse?
-Me ha prometido no volverlo a hacer.
-Esa es otra cosa. Se le puede aceptar».
Como la viuda cargase la mano, y viese el cura que en todo caso quería arrancarle una opinión acomodada a sus deseos, le aconsejó éste prestar atento oído a las campanas, las cuales le dirían sin mentir lo que debía hacer en conciencia. Cuando ellas sonaron por la mañana, la viuda oyó claramente que decían: «Cásate con tu criado, cásate con tu criado». Tuvo entonces por evidente que su matrimonio corría por cuenta del cielo, y la boda fue de las más bien surtidas y alegres.
-Dios nos hace ver su voluntad de varios modos -dijo doña Prudenciana-: lo que por su querer hacemos, bien hecho está.
-¿Piensa vuesa merced, señora, hacer lo mismo que la otra? -preguntó el maestresala-. Como la lengua de la iglesia son las campanas, el aviso que ellas dan, debe de ser el puesto en razón.
-No digo que no -respondió la viuda- cuando y como el Señor me lo diere a entender. ¿Ese matrimonio fue dichoso, se supone señor escudero?
-Tanto como lo sería el de vuesa merced, señora viuda. Vuelto marido el criado, se puso a jugar, beber, jacarear y andar a la greña con chicos y grandes. Quiso la señora los primeros días calzarse las bragas, y gobernar su casa, y tener cuenta con la hacienda: el belitre de su marido llovió sobre ella en forma de lenguas de palo, de tal modo que más de una vez la dejó por muerta. Viendo la infeliz que sus palabras, buenas o malas, eran siempre contestadas con las manos, se limitó a salvar la vida, dejando que todo fuese manga por hombro en el hogar. Tan buena cuenta dio de sí aquel bellaco, que a la vuelta de un año no tenía la pobre señora ni una perla en el cofre, ni una cuchara en el escaparate. En tal manera se vio desheredada, robada y tronada, que hubo de humillarse a la rueca para ganar el pan de cada día. Industria que no duró mucho, porque la sin ventura pasó a mejor vida, muerta de pesadumbres, hambre y golpes, todo junto. Pero esto, no antes de que hubiese vuelto a su confesor en busca de cómo atribuirle su desgracia, echándole en cara su consejo. «Tengo para mí, respondió el cauto sacerdote, que vuesa merced trasoyó el decir de las campañas, y trabucó el sentido de sus expresiones. Torne a consultarlas, y vea lo que realmente le aconsejan hoy, que será sin quitar ni poner, lo mismo que le aconsejaron ya». Volvió en efecto a la consulta, y oyó y vio que decían: «No te cases con tu criado, no te cases con tu criado».
Mohina quedó la viuda al oír esto, y tan declarada fue la aversión que Sancho le inspiraba con el fin, como la buena voluntad que le había infundido con la primera parte de su historia.
-Vuesa merced -dijo con cierta rigidez- no haga de cura donde le faltan feligreses, ni hable como campana hallándose tan abajo como se halla. Dios sabe lo que hace, y cada cual lo que le conviene. No todos los hombres son unos: así hay entre ellos tahures y corrilleros, como personas amigas de su deber. En una palabra, lo que mi marido hace, yo lo hago; y cada uno es dueño de su voluntad y su casa. Vuesa merced es algo maduro y pasado, por no decir rancio de una vez, para que tenga en su punto los sentidos. No se meta por tanto a dar consejo al que no lo ha menester.
-Hay una cierta juventud -respondió Sancho- que, renovándose diariamente, nos pone en capacidad de sindicar de viejos a los demás y tenerlos por decrépitos y desvanecidos: la mano de estuco que hoy le vuelve a vuesa merced niña de veinte abriles, la pone en condición de mirarme como a un Matusalén.
-¿Quién sois vos, motilón embustero -replicó la viuda, encendida en cólera-, para que me vengáis con esas indirectas? Yo no tengo que dar cuenta de mi edad a nadie, aunque sí de mis pecados a Dios. Si me caso o no, es cosa mía; si mi marido es bueno o malo, nada os importa. Ocupaos de vuestras cosas, y no agucéis el ingenio hasta despuntaros de malicioso.
-Mal me quieren mis comadres, porque digo las verdades -tornó Sancho a decir-. No le queda a vuesa merced lugar a quejarse de ofensa gratuita, ni puede llamarme entremetido, supuesto que me pidió mi parecer, acogiéndose a mi experiencia. Tenga por cierto la señora doña Prudenciana lo que he dicho, sin que por eso hayamos de venir a las manos. Comida hecha, compañía deshecha, y Dios nos ayude a todos.