Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo XXVIII
Capítulo XXVIII
No quiso la familia dedicar esa noche al juego, al baile ni cosa de éstas, sino oír a don Quijote, quien deliraba a destajo en tratándose de caballerías, y era entonces tan del gusto de la gente casquivana, como agradable para los formales y juiciosos cuando la conversación rodaba sobre asuntos de real importancia.
-Vuesa merced sea servido de esclarecer una duda, señor don Quijote -dijo don Alejo de Mayorga-: el caballero andante no puede pasar sin dama; mas no se me acuerda que los pláticos en las aventuras hubiesen tenido un amigo con quien gozar de la alegría de los triunfos y compartir el dolor de los reveses. ¿De dónde proviene que los andantes sean así tan solitarios, que más parecen ermitaños andariegos que hijos de la asociación civil y parte de ella, como deben ser? Solo anda Amadís de Gaula, y para mayor aumento de soledad y melancolía se viene a llamar Beltenebrós, retirándose a la Peña Pobre. Solo anda don Belianís por montes y valles; solo va el señor don Quijote, solo vuelve, y en sus nunca vistas hazañas no se sabe que brazo ajeno le ayude ni voz extraña le anime. Toda sensación comunicada con personas queridas produce su beneficio, ya con incremento de alborozo, si es de las gratas, ya con diminución de pesadumbre, si de las dolorosas.
-No se le pase por alto a vuesa merced -respondió don Quijote- que habiéndoles unido la casualidad en su viaje al Oriente a Marfisa, Aquilante y Sansoneto, a poco de haber andado juntos echó cada cual por camino diferente, porque no se dijese que dos paladines y una doncella andante no podían andar juntos sino de miedo de andar solos. El caballero andante no ha menester compañía, porque en sí mismo tiene lo necesario para vivir como fuerte y para morir como bueno.
-Si el señor don Quijote -dijo a su vez don Prudencio Santiváñez- no lo llevara a mal, le haré presente que ni el valor, ni la constancia en la guerra se oponen a ese vínculo suave con que los héroes se unen, tanto para valerse en los peligros, como para holgarse en la paz honestamente.
-Los hermanos de armas -respondió don Quijote- están desmintiendo esta aprensión o error de vuesas mercedes, de pensar que los lazos de la amistad le son prohibidos a los caballeros. Ni el padre, ni la madre, ni la esposa, ni el hijo, nadie es primero que el hermano de armas. Pero no me hablen vuesas mercedes de compañeros de casualidad, ni de amigos vulgares: un hermano de armas a quien me una con la sangre de mis venas, no digo que no. A falta de esto, don Quijote de la Mancha se irá solo por el mundo.
-¿No ha oído vuesa merced, señor caballero -dijo por su parte el capellán-, que la soledad es cosa mala? Nuestro Señor Jesucristo nos dio una lección divina de amistad con la que profesó a su primo San Juan: si este elevado, profundo afecto no tiene cabida en el corazón del caballero andante, menos sentirá éste las emociones que dirigen al hombre a la gloria celestial; y mucho me temo que de puro valiente no alcance sino las penas eternas.
-Este es asunto de la jurisdicción divina -respondió don Prudencio- y muy ajeno de conversaciones como la nuestra. No ensanche desmedidamente el reverendo padre la órbita de esta plática familiar, por cuanto no hay cosa más ocasionada que esto de discurrir en materias de religión, quebradizas de suyo, y mucho más a causa de la intolerancia que en ellas solemos emplear. Tanto podría salvarse el señor don Quijote siendo un buen religioso capuchino, como el honorable capellán siendo un renombrado aventurero. Hay muchas moradas en la casa de mi padre, dice el Señor. Y no haya más, capellán. Si algo tiene que decir en este negocio sin condenar a nadie, le oiremos de bonísima gana.
Riose el capellán con placidez y mansedumbre que no acostumbran los de su clase cuando se trata del cielo y el infierno. Sobre su buena razón, era de genio pacífico y avenible; y no siendo, por otra parte, extraño a la cortesanía, se acomodaba a las circunstancias, blandeando con mucha gracia, aun cuando hubiera propuesto de primera entrada una especie rigurosa. Echó luego a burlas la severidad de su propio dictamen, y con bondadosa modestia repuso:
-Yo no pienso de otro modo, señor don Prudencio; vuesa merced me conoce. Y puesto que de la amistad íbamos hablando, no negará el señor don Quijote sus ventajas, las que puedo certificar con sucesos verdaderos, si vuesas mercedes me dan licencia para referir un pasaje.
Rogáronle que lo dijese, y muy particularmente doña Engracia, quien gustaba por extremo de las narraciones de su capellán; narraciones que, sobre ser de mucha substancia, tenían cierto corte adecuado para la conversación.
-Amigos... -dijo el capellán-, ¿los hay de veras? El amigo fiel es un resguardo poderoso; el que lo tiene, tiene un tesoro, dice el Eclesiástico de Jesús, hijo de Sirah. Es el caso que un hombre tenía dos amigos, tan ricos ellos como pobre él: el día de morir, testó de la manera siguiente: «Lego a Juan el Bueno la obligación de mantener a mi madre, y atenderla en todas sus necesidades. Cuando ésta venga a entregar el alma a Diosa honrará su cadáver con exequias iguales a las que hizo a la su ya propia. Ítem: Lego a Marcos de León el deber de dotar a mi hija del modo correspondiente a su calidad, y proporcionarle, si es posible, un matrimonio ventajoso. En caso que uno de éstos viniese a fallecer antes que mi madre y mi hija, le sustituyo al uno con el otro». Los que tuvieron noticia del testamento no acabaron de reírse; mas los testamentarios aceptaron gustosos sus legados respectivos, con asombro de los que de ellos habían hecho fisga, llamándoles herederos. Uno de éstos siguió las huellas de su difunto amigo al cabo de cuatro días; llegada era la contingencia de la sustitución, y al sobreviviente le tocaba uno y otro legado. Juan el Bueno se declara hijo de la anciana, padre de la niña. Abrumó a la una con el amor filial, a la otra con el paternal. Después de algunos años, enterró a la primera decorosamente, casó a la segunda ventajosamente, habiéndola dotado con veinticinco mil ducados, de cincuenta mil que eran sus bienes de fortuna. Los otros veinticinco los reservó para su hija propia.
Al fin de este relato, doña Engracia tenía los ojos llenos de lágrimas: virtud es de las mujeres manifestar la exquisita sensibilidad de su alma con esa tierna y sencilla expresión de la naturaleza. No dijo nada la señora: su esposo que la estaba observando preguntó:
-Y las vidas de testamentarios semejantes no se hallan en el santoral? En esa acción veo un mundo de virtudes.
-Tengo para mí, señor capellán -dijo a su vez don Quijote-, que ese testamento debe insertarse en la Sagrada Biblia, como un hecho proveniente de moción divina, pues no a otra cosa hemos de atribuir los efectos de la ardiente caridad de un corazón bien formado. ¿Sabe otros sucesos de este género el señor capellán?
-Las horas son cortas para tan bellas anécdotas -dijo doña Engracia; apoyando a don Quijote-, mayormente cuando son referidas con tanta gracia.
-Favor de vuesa merced -respondió el capellán-. No tanto por el gusto de referir, cuanto por el que vuesas mercedes manifiestan en oír, recordaré otro caso que ha llegado a mi conocimiento. Murió hace poco un señor opulentísimo, dejando todos sus bienes de fortuna al segundo de sus hijos, en perjuicio y mengua del primogénito, a causa de la mala e incorregible conducta de este joven. El desdichado sintió el peso del agravio, y lejos de empeorar de costumbres, irritado de tan odiosa preterición, se apartó de los vicios y dio tales pruebas de arrepentimiento, que vino a ser modelo de hombres justos y virtuosos. «Hermano querido, le escribió entonces su hermano, allá va el testamento de nuestro difunto padre. He puesto tu nombre en lugar del mío, por cuanto si él hubiera tenido tiempo de verte reformado, a ti te hubiese instituido su heredero y tuyas hubieran sido las riquezas que me dejó en menoscabo de tus derechos. Tuya es, pues, la herencia, de la cual no me puedo aprovechar mejor que transmitiéndola a quien ella correspondía por la ley de la edad, y a quien corresponde hoy por la buena conducta y los merecimientos».
-No siga adelante vuesa merced -dijo don Quijote interrumpiéndole- sin enterarnos de lo qué hizo el desheredado.
-¿Qué había de hacer? -respondió el capellán-; se fue para su hermano con los brazos abiertos, las lágrimas de uno y otro corrieron juntas, y luego la herencia fue dividida en dos partes iguales, de las que tomó cada uno la suya, alabando a Dios, que los bendecía, y honrando la memoria de su padre.
-¿En qué tiempo se daban estas comedias, señor capellán? -preguntó el marqués de Huagrahuigsa-: debe de ser allá, cuando el rey que rabió, pues tales consejas tienen sabor y ranciedad de pajarotas antediluvianas.
-¡No digas eso! -respondió doña Engracia con disgusto notorio-: ¿qué tienes tú para andar siempre poniendo en duda lo que huele a virtud, cuando siempre estás listo a dar asenso a lo que desacredita a los hombres?
-Esas son pamplinas -replicó el marqués-: nadie tira su herencia por la ventana, y si la tira es un loco, o por lo menos un tonto.
-¡Muchacho! -gritó don Prudencio-, ¿llamas tontería o locura el que uno se divida con su hermano los bienes paternos? He aquí tu filosofía, de la cual nos tienes hartos. Siempre estás con estas cosas, y te afirmo que nos causas pena. ¿Quién te ha dicho que dureza de corazón, indiferencia por el mal del prójimo, desprecio de las virtudes, bajo interés, egoísmo, codicia y los demás defectos de las almas innobles son filosofía ni proceden de ella? El cinismo, mi querido Zoilo, es negación de la parte celestial del hombre.
Era el marqués propensísimo a la cólera, fenómeno que en él producía el de atajarle de razones, al tiempo que la sangre se le agolpaba al rostro, inflamándole la vista. Quedábase él con su rabia, los otros pasaban adelante, y cuando él creía merecer y ocupar el primer puesto, se fue hundiendo poco a poco en la obscuridad, y acabó por desaparecer en la indiferencia de los que no le estimaban lo suficiente para sostenerlo con el odio.
-Las afecciones son en mi hermano más sanas que las ideas -dijo don Alejo-, pronto siempre a volver por él. Ha leído por demás, y tiene trastrocados los sistemas filosóficos.
-Sí -respondió don Prudencio-, yo sé que él llama filosofía ese modo de pensar, cuando la filosofía verdadera es justamente lo contrario, si ella tira a la mejora del hombre y se empeña en elevar el espíritu hasta la divina Substancia. Los mejores filósofos son los que practican sin saberlo esa noble ciencia; y los aciertos de la filosofía no pueden ir nunca fuera de la grandeza del alma y la bondad del corazón. ¡El egoísta, el avariento, el canalla, no son filósofos! No lo digo por ti, mi querido Zoilo; mas, por desgracia, tú malbaratas tu capacidad intelectual, don precioso de la naturaleza, que debemos usar con moderación, cuidando no lo echemos a mal cuando menos lo pensamos.
Don Quijote había oído en silencio estas recriminaciones; y como de suyo era inclinado al bien, luego se puso de parte del juicioso tío, apoyando sus ideas con otras no menos firmes y sensatas; cosa que ingirió vivo rencor en el pecho del marqués, pues se daba éste, por su genio, a aborrecer mortalmente a los que tenían en poco su modo de pensar y no hacían mucho caso de sus resoluciones absolutas.