Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo XXII
Capítulo XXII
-Si la mágica Felicia Propicia hace la buena obra de tener secuestrados a esos malandrines -dijo don Quijote-, me guardaré muy bien de pelear con los turcos que defienden su castillo.
Y despidiéndose del joven cazador, picó su caballo y pasó adelante seguido de su escudero. No a mucho andar divisaron una casa entre jardines, arbustos y árboles corpulentos, en medio de un anchuroso valle. Una verde colina se levanta a un lado, y está hirviendo en lucios toros que suben y bajan rebramando lentamente; por otro se dilata una pradera, rompiéndola a lo largo un riachuelo cristalino en mil graciosas vueltas. A sus orillas crece la gayumba y esparce su olor por los contornos. Relincha el potro en la caballeriza, manoteando en las piedras con su herradura estrepitosa. Los perros ladran en el patio: las aves domésticas gritan en el huerto. El dueño de esta finca es un caballero principal llamado don Prudencio Santiváñez, hombre tan generoso como rico, tan excelente ciudadano como feliz padre de familia. Doña Engracia de Borja, su mujer, es por su parte la bendición de todos; en cuanto su propio bienestar y el que proporciona a los demás, provienen de las virtudes. La felicidad, para ser acendrada, pone por condición la virtud. Esas felicidades de la opulencia y el esplendor no son sino orgullo satisfecho, barniz reluciente debajo del cual gimen por ventura grandes llagas vivas. Casa donde habita la soberbia no tiene noticia del bien que trae consigo la serenidad de espíritu; y la donde se oculta el vicio, jamás saborea la dicha acendrada. Si el hombre justo y bueno es como un árbol a cuya sombra descansamos, la mujer virtuosa es fuente saludable, y los rasgos principales de su carácter son pudor, modestia, diligencia. Las hijas de esta madre serán a su vez felices, y la bendición de Dios se extenderá sobre ellas por largas generaciones. ¡Dichosa la familia que no tiene secretos! ¡Dichosa la que vive francamente a la faz de Dios y los hombres, sin temer el juicio del uno, ni correrse de las miradas de los otros! ¡Dichosa la pobreza misma, si no tiene de qué avergonzarse, y mil veces dichosa la riqueza, si enjuga las lágrimas de los que lloran y vive con Dios a un en medio de la opulencia!
Don Prudencio Santiváñez no tenía nada que pedir a la fortuna, pues en él estaban cumplidas las bendiciones del Señor: «Regocíjate, hijo del hombre, con la esposa que el cielo te depara: bebe agua de tu fuente, y el extranjero no perturbe el gozo de tu corazón: la castidad y terneza de la compañera de tu vida te fortifiquen siempre, y la aflicción no ponga los pies en los umbrales de tu casa».
Bienaventurados los temerosos de Dios en quienes se cumplen sus palabras; bienaventurados esos de quienes podemos decir: «Tu esposa es como una parra fecunda en el recinto de tu hogar: alrededor de tu mesa estarán tus descendientes como pimpollos de olivo: el Señor te bendiga para que contemples a los hijos de tus hijos y veas florecer la paz en tu morada».
La riqueza de ese buen cristiano consistía menos en fincas y dinero que en la admirable mujer que Dios le había dado, y en esos como pimpollos de olivo que se sentaban alrededor de su mesa, para hablar con la Escritura. Y tanto más dichoso, cuanto que ni en la edad florida había sucedido que la desconfianza le envenenase el corazón, ni que sus labios probasen la amargura. Decoro en el uno, honestidad en la otra, formaron siempre el armonioso concierto que fue la admiración de cuantos conocían esa familia afortunada. Sus ramas se dilatan al contorno, como los brazos de un árbol generador de un bosque. De todo hay en ella: muchachas de esas cuya sangre, fresca y pura, corre ardiendo por las venas en el fuego de los dieciocho y los veinte años; de esas que son deseo, esperanza, felicidad de los que tienen buena estrella; tormento, peligro, ruina de los que la tienen mala. Niñas de menos edad, que van bajando con un año, hasta concluir en una parvulita, desiguales como las cañas con que los pastores hacen sus zampoñas; adolescentes que se adelantan a la virilidad; mancebitos imberbes empeñados en pasar por hombres, y rapazuelos que producen el ruido del hogar, esa música de los niños que es el embeleso de sus padres y de los que, aun sin serlo, sienten por ellos una poética ternura. Los niños son en la tierra lo que las estrellas en el cielo, inocentes, puros, brillantes. Si así como distinguimos con la vista esos cuerpecillos luminosos que están estremeciéndose en el firmamento, oyéramos su voz, ¡cuán suaves, cuán delicados acentos fueran esos! ¿Lloran, ríen las estrellas en la bóveda celeste? Es la suya una melancólica alegría; pero cuando se las contempla despacio y con amor, parece que están saltando de placer en el regazo de su gran madre naturaleza. Así son los niños: si el hombre no pasara de cierto número de años, fuera quizás un ser tan puro y amable como el ángel. El vulgo piensa que el llanto de un niño ahuyenta al demonio: esta es una profunda malicia filosófica que atribuye a la infancia cierto poder de divinidad, el mismo que tiene aquel cuya mirada disipa las tinieblas. La casa donde no hay niños es triste, solitaria, casi lúgubre: si el crimen no habita en ella, desgracias y lágrimas no faltan. Un sabio dice que el hombre que se teme a sí mismo, o vive atormentado por las fantasmas de la imaginación, procure tener consigo un niño. ¿No es éste el ángel de la guarda? Nada puede en defensa nuestra un ente como ese tan ignorante desvalido; y con todo, en una vasta soledad, una densa obscuridad, yo no sintiera miedo teniendo un niño en mis rodillas.
Con los niños habita la inocencia en casa de don Prudencio Santiváñez, con los jóvenes el amor, y con los viejos la seriedad y el orden. Tras que la familia que mora bajo el mismo techo es numerosa, concurren los domingos los próximos parientes, esos medio hermanos llamados primos, que con frecuencia vienen a parar en hijos de la casa donde hay lindas muchachas; las primas, confidentes infalibles de las suyas, con las cuales así como llegan, se retiran a una ventana o un rincón y anudar el mil veces principiado y mil veces interrumpido cuchicheo. En la temporada del campo, la villeggiatura, como dicen en Italia, ve la familia redoblarse el número de sus miembros, en junta de los amigos íntimos se va a pasar en él algunos días En éstos se hallaba don Prudencio Santiváñez, y su casa llena de gente, entre la cual no pocos estudiantes y algunas señoritas, las inseparables de sus hijas, en quienes delira el buen señor. Corríanse novillos los días de fiesta en el patio del castillo: las noches eran, unas de música y baile, otras de juego, y otras, las de luna, de paseo nocturno y navegación por un hermoso lago que surcaban en botes al son de la vihuela. La devoción no podía ser descuidada donde la persona principal era una señora tan piadosa como doña Engracia; pero de ninguna manera obligatoria, porque eso más tenía de bueno la matrona que su tolerancia era tan cuerda como eficaz su ejemplo. No se vio jamás que de los hombres concurriesen al rosario sino los maduros, esos que, a fuerza de no poder otra cosa, dan en camanduleros; o si había algún inocentón barbudo, más rezado que enamorado. Los jóvenes serían tal vez creyentes allá para sí; mas no gustaban de manifestar su piedad con interminables padrenuestros, y eran completamente libres de concurrir o no al oratorio, sino los días de fiesta, en que don Prudencio los hubiera reducido al gremio de nuestra santa madre Iglesia con el azote si fuera necesario. Mas nunca sucedió que le pusiesen en este duro trance, porque muy de buena gana concurrían a misa los tunantes, y se la oían entera, aunque sesgueando la mirada a cada rato hacia las hermosas, con perjuicio de la salud eterna.
Doña Engracia y sus hijas eran madrinas infalibles de cuanto niño nacía por los alrededores; en vez de la iglesia del pueblo, gustaban más los campesinos de que sus retoños se bautizaran en el oratorio de los amos, quedando siempre el nombre del nuevo cristiano a la discreción de la comadre: el cual nombre no podía dejar de ser católico de todo en todo, si pendía del arbitrio de la señora doña Engracia, a quien sonaban muy mal los raros y extravagantes. Y con razón, porque esto de llamarse un hombre Eufemides o Teodolindo, es haber nacido para maldita de Dios la cosa buena. Dichoso el que se llama Pedro, mondo y lirondo, y no anda tras dos o tres nombres de sobrecarga, con los cuales desvalora y obscurece el del apóstol preferido del Señor. ¿Qué más quiere el que se llama Juan? Nombre corto, suave: con un ay está pronunciado, y no hiere los oídos ni llama la atención por lo sonoro y retumbante. El amigo y el discípulo más queridos de Jesús se llamaron Juan. Cuando oían salir de sus labios este dulce vocablo «Juan», cierto era para ellos que serían con él en el paraíso. Ha de creer que tiene buen juicio el que, en medio de este prurito general por ganar en importancia con la pluralidad de nombres, se ha quedado de Juan limpio, mientras sus conocidos, al cabo de treinta años, se han puesto nombrazos de una vara, sin que con esto les hubiese crecido la inteligencia ni la sabiduría. Los príncipes reales suelen tener cuatro y aun seis; huyendo de imitarles, contentémonos con uno los que no conocemos más trono que el de la virtud. Doña Engracia no consintió jamás en que niño se llamase Pompeyo, ni Flora, Damia o Laida criatura del sexo femenino. Todas las hijas de Eva habían de ser Manuelas, Mercedes, Carmen, y cuando más, consintió en que a una se pusiese el de Nieves, contemporizando con sus hijos, quienes se empeñaban en que se llamase Niobe. Entre los varones la mayor parte eran Diegos o Santiagos, por ser san Diego el patrono de España y de la señora; pero del oratorio salieron algunos Josés y no pocos Antonios, si bien un número considerable de villanitos iba a crecer el gremio de los Manueles y Marianos, y doña Engracia estaba satisfecha.
El autor de esta crónica ha pasado por un pueblo donde no había zote que no se llamase Jeremías, Ezequías o Temístocles, y vio un majagranzas barbiespeso a quien decían «don Demóstenes». ¿Tanto les cuesta a estos descomulgados hacerse bautizar de nuevo y llamarse Miguel, Rafael, Melchor, Gaspar o Baltasar, si son negros? En una casa gritaban: «¡Holofernes!» a un criado, y «Judit» a una niña hermosa. ¡Bendito sea Dios! Ya vendrán los padres de moda a poner los nombres de Herodes y Pilatos a sus hijos, y a las hembras los de Atalía y Mesalina, enemigas de Dios y de los hombres. Llámese una mujer mil veces Urraca, Guiomar o Berenguela, como en tiempo de Witiza, antes que Jezabel, Herodías ni Pintiquiniestra. ¿Hay nombre más apacible, melifluo, numeroso que Dolores? ¿Puede una linda muchacha llamarse mejor que Antonia? ¿Y no tiene más de medio mundo ganado la que se llama Rosa? Ahora no habrá quídam devoto que no bautice de Rideas y Medoras a sus hijas, como si entre las once mil vírgenes no hubiera Piedad, Rosario o Luisa a quienes se encomienden. Hermano lector, si Dios te diere más de una, llámalas Juana, Clara, Teresa. Si en todo caso quieres no ser vulgar, ve aquí estas suaves y dulces denominaciones: Luz, Delfina, Laura, cuando no llamares Elvira a la mejor, para tener un lucero en tu casa. Desde la hija del Cid, la que se llama Elvira ha de ser bella y de tierno corazón. Hasta música encierra este hermoso nombre: «Elvira». Si hay ángeles femeninos, se llaman Elvira, Lida, Estela.
Las hijas de doña Engracia tenían los más comunes, que justamente son los más cadenciosos y sonoros. Una era Isabel, otra Juana, ésta Ramona, ésa Adelaida; y por gran condescendencia, permitió una vez que la última tuviese el de Victoria, pero encerrándolo entre María y Purificación, a fin de cristianizarlo por todas partes. Uno de los varones acometió a ponerse Romeo sobre Carlos, con segunda intención el fementido: como hubiese por ahí una cierta Ana Julieta a quien se encomendaba, dijo para sí: «Llamándome yo Carlos Romeo, todo irá a pedir de boca». Esos enamorados tienen la letra menuda y son capaces de cogerle el pelo al huevo. ¿Que mucho que dé en el hito de llamarse Romeo el que ha llenado el ojo a una Julieta? Pero a éste se le fue el santo al cielo, pues cuando pensó haber dado en la mueca y haber hecho una cosa que su dama había de estimar sobre toda ponderación, consiguió a lo sumo que sus amigos le llamasen Carlos Borromeo; lo que le causó singular despecho, tanto más cuanto que, cuando quiso volver a llamarse Carlos a secas, ya no le fue posible.