Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo XXI

Capítulos que se le olvidaron a Cervantes
Capítulo XXI - Que trata de lo que no sabrá el lector antes de que hubiese leído este capítulo
de Juan Montalvo
Capítulo XXI

Capítulo XXI

-No habré yo menester otra cosa -dijo don Quijote cuando se vio junto a su escudero- y estaré del todo satisfecho si llego a poseer, según es mi intención, la espada Durindana, con la cual divido en cuatro de un solo golpe al más duro jayán o al más valiente caballero.

-En cuatro podrá vuesa merced partir de tres golpes -respondió Sancho- con esa o con otra espada; mas no convengo en que un hombre caiga hecho añicos de un solo revés, o sea un tajo.

-De uno solo -replicó don Quijote.

-De uno solo se le echa a tierra en dos mitades -tornó a decir Sancho-, y eso cualquiera lo hace; pero en cuatro...

-¡En cuatro le parto, cautivo! -gritó don Quijote picado de la contradicción.

-De Dios le venga el remedio al que vuesa merced embista, señor; pero salvo el parecer de vuesa merced, se contentará con caer en dos pedazos.

-¡En ocho le parto, traidor!

-Pero será de cuatro o seis espadadas señor.

-¡De una sola, pícaro contumaz!

-A menos que no sean cañutillos de vidrio -dijo el escudero- no alcanzo cómo nadie pueda echar por tierra en veinticinco fragmentos dos o tres gigantes, por quebradizos que sean.

-Cañutillo de vidrio fue Alifanfarón de Trapobana -respondió don Quijote-; cañutillo de vidrio fue Pandofilando el de la fosca vista; cañutillos de vidrio fueron todos aquellos que, viéndolo tú, han caído partidos, no digo en cuatro, sino en ciento, y a quienes he mandado presentarse a mi señora Dulcinea del Toboso.

-Cañutillos de vidrio fueron los batanes -se puso a repetir Sancho-; cañutillos de vidrio los yangüeses; cañutillos de vidrio... -seguía ensartando el maligno Sancho con una entonación que le sonaba muy mal a don Quijote-. ¿De qué metal era esa espada que partía en cuatro de un solo golpe, señor? -preguntó por desviarle de la cólera.

-La virtud está no solamente en la espada -respondió don Quijote- sino también en el brazo que la menea. Si por la espada, ahí tienes la de Brabonel, señor de Rocaferro; ahí la de don Duardos, padre de Palmerín de Inglaterra; ahí la de Celidón de Iberia; ahí la de don Belianís de Grecia; ahí la famosa Balisarda de Reinaldos de Montalbán. Todas estas eran espadas encantadas que, al primer golpe, hacían del enemigo diez pedazos. Si por el brazo que la mueve, mira allí al caballero del Cisne, a don Amadís de Gaula, a Félix Marte de Hircania. Y Rugero ¿no hacía migas yelmos y corazas, hombres y caballos a cada golpe de los suyos? El Cid Rui Díaz, en la batalla de Alcocer, le dio tal espadada al moro que había herido al caballo de Alvar Fáñez, que cabeza, brazos y pecho vinieron a tierra, y quedaron jineteando las piernas, de la cintura para abajo.


«Violo mío Cid Rui Díaz el castellano;
Acostos' a' un alguacil que tenía buen caballo:
Diol' tal espadada con el so diestro brazo,
Cortol' por la cintura, el medio echó en el campo».


¿Pues qué hizo el caballero del Febo con el moro que guardaba el castillo donde estaba encantado su padre, sino partirle de un fendiente en dos mitades, y echar la una al un lado, la otra al otro?.

Viendo que la abundancia de don Quijote en esta materia no estaba cerca de agotarse, Sancho Panza quiso doblar esa hoja y preguntó:

-¿Y esa que acaba de ganar vuesa merced al porquerizo, qué arma es, señor, y qué se propone hacer de semejante pieza?

-Esta es una pieza curiosísima, amigo Sancho: con ella te metes de hoz y de coz en medio del más numeroso ejército, y si el brazo te falta, das con este cuerno un estallido que espanta y pone en fuga a tus contrarios, quienes, traspasados de terror, se despeñan por derrumbaderos y precipicios. Este es el cuerno con que Astolfo libró de las mujeres homicidas a Marfisa, Aquilante y Sansoneto, cuando la sanguinaria Orontea había resuelto la perdición de esos andantes. Ahora mismo puede llegar la ocasión de utilizar este buen cuerno, si es que me falta la espada en la aventura que se nos viene a las manos. ¿Ves esa fortaleza de acero que se levanta sobre esa colina? Dígote, Sancho, que es un palacio donde alguna mágica poderosa tiene encantados a algunos caballeros muy principales; o quién sabe si no es más bien morada de esas gigantas maliciosas que tienen por costumbre encerrar en una torre para muchos años a los caballeros que se rehúsan a quererlas, y los mantienen con pan y agua hasta cuando blandean y se entregan. Si después de haberlas vencido les otorgo la vida, allí mismo las pondré yo, y las haré encanecer en sus propios calabozos.

-¿Y eso será con el mismo fin con que ellas secuestran a los señores? -preguntó Sancho.

-Yo no he menester esos artificios -respondió don Quijote-; tú sabes si hay quien me quiera sin nada de eso. Por de pronto, veo allí a Gromadaza, esa giganta impía que está injuriando al cielo con los ojos llenos de cólera y venganza. El satisfacerla no mitiga su sed de sangre: cada veinticuatro horas hace sacar de sus mazmorras al rey Arbán de Norgales y al señor Angriote de Estrabaús, y en el patio de su castillo les da de azotes de modo que los deja por muertos. Yo haría con ella otro tanto, si al fin y al cabo no perteneciese al sexo femenino. Aprende, Sancho, a respetar a las mujeres, si son buenas; a perdonarlas, si son malas simplemente; pero también a castigarlas y refrenarlas, si son perversas y criminales.

-Y a quererlas si son bonitas -dijo Sancho.

-Eso corre de tu cuenta -respondió don Quijote, y se apercibió para la batalla que iba a tener con la giganta de la fortaleza, para poner en libertad a los caballeros que allí estaban encantados.

-¡Qué giganta ni qué caballeros -señor don Quijote!-: yo no veo sobre esa loma sino una parva y algunos caballos uncidos que van a trillar.

-Si supieras -dijo don Quijote- que la fada Morgaina tuvo encantado por doscientos años a Oger Danés, no anduvieras poniéndome dificultades. Y Urganda la Desconocida ¿no hizo lo propio con Esplandián, Florestán, Agrages y otros príncipes y señores, poniéndolos en la Ínsula Firme, sin que se le escapasen el maestro Elisabat, el enano Ardán ni el escudero Gandalín?

-Si las encantadoras encantan escuderos -dijo Sancho-, ¿pueden las enemigas de vuesa merced encantarme a mí?

-¡Y cómo si no lo pueden! -respondió don Quijote-. Pero no te dé cuidado, porque yo te he de desencantar y te he de sacar de nuevo a la luz del día, sin que te haya sobrevenido una arruga más de las que tuviste cuando te encantaron; aunque no podré oponerme a que te crezcan el pelo y las uñas.

-No se exponga vuesa merced -replicó Sancho- por impedir que me crezcan el pelo y las uñas; pero no consienta por ninguna calidad en que me conviertan en cuervo, como al rey Artús, porque puede tocarme una saeta, o por lo menos una posta. Mas dígame vuesa merced, ¿piensa de veras que son príncipes encantados esos caballos que estamos viendo en esa loma?

-La hechicera Malfado -respondió don Quijote- convertía en perros, puercos, asnos y otros animales a las personas que venían a pasar por las inmediaciones de su castillo. Por donde puede s ver si será imposible que otra de su propio linaje convierta en caballos a los caballeros que hubiesen concitado su ojeriza.

Vino a pasar en este punto un mancebo que se andaba por ahí a caza de codornices, al cual suplicó don Quijote en buenas razones que se le llegase un instante.

-Sea vuesa merced servido de sacar de un error a este mi escudero Sancho Panza -le dijo-: cree, sostiene y porfía que la giganta que está en esa floresta no es giganta, sino parva, y esos caballeros que están en su poder no son caballeros encantados, sino caballos.

El mancebo echó de ver al punto el pie de que cojeaba ese buen hombre, y respondió:

-¿El buen Sancho tiene la cabeza a las once, o se burla de propósito? Giganta es ésa como la madre que os parió, amigo Sancho Panza; y caballeros encantados esas bestias como el asno sobre el cual venís.

-¡Sea todo por amor de Dios! -dijo Sancho a su vez-: ahora veamos si vuesa merced conoce a esos caballeros, así como el señor don Quijote ha conocido a la giganta.

-Si yo no he podido conocer a esos señores -respondió don Quijote- debe de ser a causa de que no son de los principales; en siendo famosos, yo te los nombrara de uno en uno. Don Polidolfo de Croacia, don Astorildo de Caledonia, don Artidel de Mesopotamia, don Lucidán de Numidia, don Fénix de Corinto, don Deliarte del Valle Obscuro, Palmerín de Inglaterra, Palmerín de Oliva, dime cuáles quieres que sean; y si no te los doy con todas sus señas, tenme por mal conocedor de la gente de modo.

-Pues no son esos -dijo el mancebo-: yo, como vecino, los conozco, y sé decir a vuesa merced que la maga que los tiene encantados no los encantó de envidiosa, sino de buena y justiciera. Mire vuesa merced ese asno bayo, de cara bonachona, que parece estar meditando en su canonización: es un Tartufo llamado Pinipín de la Gerga, hombre que tiene de perverso cuanto quiere mostrar de santo, de aleve cuanto aparenta de leal. Su virtud es la hipocresía: so capa de religión está vendido a Satanás, so color de amistad mil traiciones se agitan en sus negras entrañas. Jura no haber hecho una cosa, y la ha hecho; jura no hacer otra, y la hace mañana.

-El peor de los hombres -dijo don Quijote- es el que siendo malo quiere pasar por bueno, siendo infame habla de virtud y pundonor. Malum est cadere a proposito; sed pejus est simulare propositum. ¿Vuesa merced ha sido estudiante?

-Lo soy actualmente, señor, y de teología; por donde vengo a recordar que esa sentencia es de nuestro padre San Agustín.

-Así debe de ser -dijo don Quijote-: hela hallado en mi memoria como cosa mostrenca o alhaja sin dueño; mas no por eso es verdad menos profunda y digna de hombre tan sabio como ese gran padre de la Iglesia. ¿En dónde estudia vuesa merced?

-En Oñate, señor.

-Bien se echa de ver -tornó a decir don Quijote- que vuesa merced tiene estudios. Continúe vuesa merced, y déme noticia, si es servido, de los otros encantados.

-Todos son de una misma calaña -respondió el estudiante-; ejusdem furfuris. La que los tiene encantados es una fada bienhechora llamada Felicia Propicia, amiga de los habitantes de esta comarca, por favorecer a los cuales ha recogido a sus enemigos y opresores y los ha puesto a buen recaudo. ¿Distingue vuesa merced ese rucio gordo, maduro, perezoso, de aspecto bonancible? Es un sabio historiador, señor caballero: se sabe la de su país como el Avemaría; pero no dice la verdad sino cuando ella conviene a su negocio; y como la verdad casi nunca les conviene a los bribones, sus obras históricas son una perpetua ocultación o desfiguración de los hechos y las causas que los han producido, mayormente cuando trata de sucesos casi contemporáneos.

-El que se dirige a las generaciones siguientes para engañarlas -respondió don Quijote- es mil veces más culpable que el que procura engañar a los vivos. Las razones que puede tener un hombre ruin para ocultar o pervertir los hechos, no existen para los siglos futuros. El historiador mentiroso es acreedor a la horca tanto como el monedero falso. La verdad es oro: pasar la mentira en relaciones escritas a los tiempos venideros, es falsificar la moneda sagrada que sirve para el cambio de ideas y la enseñanza de las gentes. ¿Qué es lo que le obliga a ese malandrín a disfrazar los acontecimientos?

-El vil interés, señor, unas veces; otras, el miedo. Reprendido una ocasión por un anciano de honradez acrisolada, respondió con gran cordura: «¿Y qué quiere vuesa merced? Si digo lo que todos sabemos, me matan esos pícaros».

-¿Y ese se llama historiador? -preguntó don Quijote-. No se tendrá sin duda por un Suetonio, ni por un austero Tácito.

-Él dice que se parece a Tito Livio -respondió el estudiante- en eso de acomodar los acontecimientos de modo que formen un grandioso cuadro poético, aun con cierto perjuicio de la exactitud histórica.

-Sin el fundamento de la verdad -repuso don Quijote- no hay obra maestra: la base de las grandes cosas es la moral: sin la verdad la moral no existe. Las inexactitudes de Livio no están sino en la forma, en esas oportunas y graciosas coincidencias con que el autor pergeña sus escenas trágicas; en lo tocante a la esencia misma de las cosas, Tito Livio es tan austero como Tácito. Sin este requisito no hubiera pasado a la posteridad. Tan noble, grande y respetable asunto es la historia, que Polibio, siendo hombre de mal vivir y muy desenfadado, no se atrevió a desfigurarla con supercherías, ni a envilecerla con la adulación; y ese sibarita, cuyas malas costumbres eran notorias, fue historiador casto, recto, y manifestó, como sacerdote del porvenir, inclinación violenta a la verdad y a la virtud. El historiador ha de tener muchas dotes y virtudes: sabiduría, rectitud, austeridad; discernimiento, criterio acendrado; osadía filosófica, olvido de sí mismo; valor a prueba de amenazas y peligros; sensatez, audacia, firmeza y disposición moral tan aventajada, que pase a caballo por delante las generaciones y los siglos, causando admiración y respeto.

-¡Cuán bello modo de decir, señor -dijo el estudiante-, esto de pasar el historiador a caballo por delante de las generaciones y los siglos!

-Quintiliano insinuó ya -respondió don Quijote- que la historia anda a caballo, aludiendo a la grandeza, elegancia y rapidez que caracteriza su estilo. Ahora quisiera yo saber el nombre del famoso historiador de quien vuesa merced me ha dado noticia, por si me ocurre la oportunidad de darle una lección:

-Es el gran Remingo Vulgo, señor caballero -dijo el estudiante-; y no vaya vuesa merced a confundirlo con Mingo Revulgo, que éste es un cancionero de marras.

-Yo sé quién es Mingo Revulgo -tornó a decir don Quijote-: conténtese vuesa merced con haberme hecho conocer a Remingo Vulgo y no se meta en biografías que no vienen al caso.