Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo XXIII

Capítulos que se le olvidaron a Cervantes
Capítulo XXIII - Donde se sigue a don Quijote hasta la casa que él tuvo por castillo
de Juan Montalvo
Capítulo XXIII

Capítulo XXIII

Quiso la suerte que hacia esta familia se dirigiese don Quijote, entre la cual no era probable se le hicieran burlas pesadas porque en su dueño concurrían la circunspección y la bondad cualidades necesarias de un carácter elevado. Sea majestuoso el hombre, que esto vale mucho, y no halle placer en cosas que dicen mal con las circunstancias que le vuelven distinguido. Gran señor que se une a sus criados para matraquear a un huésped, no corresponde a los favores de la fortuna, ni sabe guardar sus propios fueros. Algo hay de indecoroso y reprensible en ese empeño con que hacemos por divertirnos a costa de los dementes o los simples: calavera puede ser un mozalbete casquivano; chancero es cualquier truhán; pesados son los tontos: el hombre de representación y obligaciones, por fuerza he de ser filósofo, a lo menos en lo grave y circunspecto. Puede mostrarse alegre la virtud, mas huye de parecer ligera y socarrona: la sabiduría suele estar muy distante de la mofa, y es propio de ella el sonreír benignamente. Don Prudencio Santiváñez era un filósofo, bien así de natural como de educación: si calidad de padre le aconsejaba además ese porte elevado y señoril, tan conveniente para los que lo son de una numerosa familia. Sobre esto era de suyo hombre muy bueno, incapaz de hacer fisga de nadie, y tan compasivo, que no hubiera tocado con la desgracia sino para remediarla, si le fuera posible, o por lo menos aliviarla. Pero como la casa estuviese hirviendo en muchachones vivos y revolvedores, algo le había de suceder en ella a don Quijote, aunque no aventuras de las que suele pasar en los caminos. Si no se hacía más que llevarle el genio, era darle gusto el proporcionarle ocasiones a su profesión, y excitarle a que tratase de ella con la verbosidad pomposa con que solía dilatarse en esa gran materia.

-En este castillo nos alojaremos esta noche -dijo a su criado-: debe de ser su dueño gran señor que recibirá mucho contento de verme llegar a su casa. Ruégote, Sancho, que si hablas, sean discretas tus razones y te vayas a la mano en lo de los refranes, por que al primero de ellos no saques a relucir lo triste de tu condición y lo extremado de tu sandez. Quien bien quiere, bien obedece; y si bien me quieres, trátame como sueles. Sancho, Sancho, en la boca del discreto lo público es secreto; y no diga la lengua lo que pague la cabeza.

-Medrados estamos -respondió Sancho-: vuesa merced los echa a destajo, y los míos le escandalizan. Labrar y coser y hacer albardas, todo es dar puntadas, señor. Al cabo del año tiene el mozo las mañas del amo: vuesa merced me ha de pasar este mal de refranes, por poco que andemos juntos.

-Una golondrina no hace verano -replicó don Quijote-. Si a las veinte echo yo unillo es porque allí encaja; mientras que tú me hartas de ellos hasta en los días de ayuno.

-Pescador que pesca un pez, pescador es, señor don Quijote: si vuesa merced me echa una golondrina a cada triquete, yo le he de echar un rábano, y tómelo por las hojas.

-Tú me has de matar a fuego lento, hombre sin misericordia -repuso don Quijote-; y te hago saber que tus trocatintas me escuecen más de lo que piensas; trocatintas en las cuales la sandez y la malicia se disputan la palma. ¿Qué dices ahí de rábanos, menguado, ni qué tienen que ver las bragas con la alcabala de las habas? Te has puesto a partir peras conmigo, y Dios solamente sabe en qué abismo te han de precipitar tu familiaridad y petulancia. Si tienes algunos otros refranes amotinados en el garguero, vomítalos antes que lleguemos al castillo, porque delante de gente no me será posible tolerarlos.

-Boca con rodilla y punto a la taravilla -dijo Sancho-: por la cruz con que me santiguo, que no me oirá vuesa merced cosa que parezca refrán, adagio ni chascarrillo.

-La boca hace juego -respondió don Quijote-; mira no salgas refractario.

-Haré por cumplir mi palabra, señor. Mas dígame vuesa merced, ¿son tan malas mis razones, que así procura relegarlas a lo más obscuro de mis entrañas?

-Por buena que en sí misma sea una cosa, como la dices fuera de propósito, viene a ser mala: sin oportunidad no hay acierto; y para el que siempre va fuera de trastes, el silencio es gran negocio.

-Ahora bien -preguntó Sancho-, ¿es castillo verdaderamente ése adonde estamos yendo?.

Mucho más le gustaba a este excelente hombre llegar a casas grandes, donde comía a su gusto, dormía sin cuidado y no se le manteaba, que a ventas donde los mojicones nocturnos menudeaban más de lo que el había menester. Buen cristiano era; mas que le persignasen con estacas, no tenía por sana doctrina. A las bodas de Camacho hubiera concurrido cada semana; de la mansión de don Diego de Miranda guardaba un dulce recuerdo; pero se dejara matar antes que volver a la venta de Juan Palomeque, ese demonio manteador para quien eran buena moneda las alforjas de los pasajeros, si éstos no le pagaban como príncipes su mala comida y peor cama. El chirriar de los capones en el asador, el bullicioso hervir de los guisados, el ruidecillo de las frutas de sartén eran música para su alma; y donde veía columnas de quesos, sartas de roscas, ollas a las que pudiera espumar dos o tres capones, allí era el paraíso de ese católico escudero.

-Si el dueño del castillo adonde vamos, tornó a decir, es otro duque, desde aquí le tengo por mi amo y señor. ¡Ahí es nada echarse uno al coleto un buen lastre! Pues digamos que me llevará el viento, si me apuntalo con dos frascos de tinto. Lo que no viene a la boda, no viene a toda hora, hermano Sancho -siguió diciendo dirigiéndose a sí mismo la palabra-; sepa vuesa merced, si no lo sabe, que la otra gran señora tuvo cartas con una cierta Teresa Panza, y que a voacé le tuvieron por allá en las palmas de las manos, y que de ese castillo no salió sino para la gobernación de una ínsula.

-Todo el mundo sabe que has sido gobernador de una ínsula -dijo don Quijote interrumpiéndole-; pues no lo repitas a trochemoche. La gracia estuviera en que después de haberlo sido, vinieses a ser digno de un condado, y siendo conde, aspirases a un reino y lo obtuvieses. Alega lo que eres, no lo que fuiste, acaso sin merecerlo; o no alegues nada, si deseas se te admire, cuando menos por la moderación y el silencio.

-¿Cómo es esto? -respondió Sancho-: si callo los honores que he alcanzado gracias a mi señor don Quijote, soy bellaco, ingrato, monstruo; si hago mención de ellos, no me escapo de ser vanaglorioso e impertinente. Vuesa merced hallaría de qué reprenderme aun cuando yo obrase como un santo, de qué corregirme aun cuando hablase como un catedrático. Sanan las cuchilladas, y no las malas palabras, señor; y si quieres matar al perro, di que está con mal de rabia.

-Tras que la novia era tuerta... -replicó don Quijote-: amontonas disparates y desvergüenzas y vienes a quejarte de agravios que no se te han irrogado. Por lo que tienen de graciosas tus últimas razones, te las perdono; mas en llegando que lleguemos al castillo, muertos son los refranes, ¿lo juras?

-Sean estos señores de los que comen de lo bueno -tornó Sancho a decir- y podré pasar hasta dos días ayuno de refranes.

-Tú llevas siempre la mira puesta en la bucólica: dígote ahora que estoy a punto de no entrar en este castillo y dirigirme a un yermo, donde no haya ni bellotas ni cabrahigos ni cosa con que cebes tu hambre diaria. En el mundo se ha de ver escudero tan amigo de su buen pasar: tú naciste para confesor de monjas antes que para escudero de caballero andante. Huélgate cuanto quieras, pero sabe que estoy en un tris de echar a noramala a un regalón como tú, que no quiere vivir sino de gullerías.

Entre estas y otras muchas razones que agregó Sancho, llegaron a la casa de campo, hacienda o castillo, en uno de cuyos corredores se estaba paseando el dueño de ella. Después de saludarse mutuamente de la manera más cortés, dijo don Prudencio:

-Mi esposa se tendrá por favorecida en que se le haga conocer de visu el caballero a quien todos conocemos de reputación. Apéese vuesa merced, y esta su alfana tendrá en mi caballeriza el puesto que le corresponde.

-No es alfana -respondió don Quijote-, sino corcel.

-Si vuesa merced no lo hubiera trocado con otro, este debe de ser el famoso Rocinante -dijo don Prudencio-; y éste Sancho Panza, el criado de vuesa merced -añadió mirando de propósito al escudero, quien, apeado a su vez, se estaba ahí espiando la ocasión de dar puntada en la plática.

-Humilde servidor de vuesa merced -respondió el dicho escudero- y de mi señora la castellana, a quien deseo los años de santa Isabel y más hijos que a nuestra madre Eva.

-El Señor os los dé -volvió a decir don Prudencio-: ¿en dónde acomodaría yo tanta descendencia, hermano, a menos que todo el mundo fuese mío?

-Lugar no faltaría -respondió de nuevo Sancho-: la tierra es grande y hasta los gusanitos tienen su manida, y los mosquitos del aire hallan una hoja donde albergarse; cuanto más que los estados de vuestra magnificencia deben de ser vastos; y como dicen, a más moros más ganancia; aunque dicen también: quien tiene hijos al lado no morirá ahitado, y los padres a yugadas y los hijos a pulgadas.

-Calla, Sancho, calla, demonio -dijo don Quijote-: no descubras tu fondo tan desde el principio. ¡Oh hilo de plata!, ¡oh hilo de oro!, mal invertidos en esta burda tela. ¿Te habré bordado de tres altos, Sancho, para que no pierdas ocasión de poner de manifiesto la bayeta negra de que eres hecho? Si empiezas con tus refranes, ¿en dónde quieres que te esconda, pues no he de ir a mostrarte a la señora de este castillo, la cual debe de ser de las principales y más bien criadas?

-Vuesa merced puede tranquilizarse a ese respecto -dijo don Prudencio-: a mi mujer le gustan de tal manera las ingeniosidades y los refranes de este buen escudero, que nunca ha sucedido que él llegase a fastidiarla en las mil veces que hemos vuelto a leer la historia del insigne don Quijote de la Mancha. Sea vuesa merced servido de venirse conmigo, para que yo le presente a mi familia, de la cual será parte principal mientras tenga a bien honrarnos con su presencia.