XII
XIV

Contra lo que sin duda creerán mis compasivos lectores, aquel delirio me sentó muy bien. Acostome Casiana y me dormí con sueño tranquilo y reparador. Al despertarme, no sé a qué hora, sentí notorio alivio en mi estado general... La oleada de ambiente quimérico me refrescaba el alma y producía en mis pobres vísceras acción más eficaz que los antisépticos y calomelanos... Cuando el bendito don José vino a preguntarme cómo me encontraba, le dije: «Muy bien, amigo Sagrario. Fíjese ahora en lo que voy a encargarle. Si vienen a visitarme las señoritas Efémeras, o una Efémera sola, no haga la tontería de cerrarles la puerta; páseme aviso inmediatamente, que estoy dispuesto a recibirlas. Mucho cuidado, don José, mucho cuidado».

Casiana y el patrón callaron. Yo, sin ver gota, comprendí que se miraban alarmados y compasivos, como diciendo: Nuestro pobre Tito, a fuerza de sufrir ha perdido la chaveta... Omito los pormenores del proceso patológico, hora tras hora y día tras día, en aquella existencia de clínica, monótona y triste... Debo añadir que la imaginación endulzaba mis males, ora tiñendo de color rosa las paredes de mi caverna, ora dejándome ver con los ojos cerrados objetos y figuras enteramente arbitrarios y convencionales. De esta labor anárquica de mi fantasía resultó que, hallándome despierto en mi sillón de paciente resignado, paseábame por las calles viendo todas las cosas como las viera en mis tiempos de perfecta salud, hablaba con los amigos, hacía visitas, y a mi casa tornaba tranquilamente con un paquetito de dulces para Casiana.

Si este regalo de vida ilusoria dábame la imaginación hallándome despierto, ¿qué no me daría en las horas del descanso nocturno, bien arrebujado entre las sábanas?... Una noche de furiosa tormenta con desaforados truenos y copiosa lluvia, que azotaba las paredes y sacudía los cristales de mi ventana, entraron en mi habitación tres Efémeras. Saltonas, risueñas y. parlanchinas, tomaron asiento en los bordes de mi cama. Asustado me incorporé y les dije: «¿Por dónde entrasteis, picaronas?». Y una de ellas, acercándose tanto a mí que su aliento frío me dio en la cara, contestó: «Entramos por un cristal roto de la claraboya de la escalera, y aquí nos tienes». Suscitose entonces un vivo diálogo que transmito a la posteridad en la forma más concisa:

«Yo.- ¿Sois espíritus traviesos, maleantes, desligados del gobierno y autoridad de la Madre?

Efémera 1.ª- Somos ninfas libres y desocupadas, dueñas del espacio.

Efémera 2.ª- Llevamos de un confín a otro las razones de la sinrazón.

Efémera 3.ª- Nos divertimos despertando a los dormidos, y adormeciendo a los que se tienen por muy despabilados.

Yo.- (Defendiéndome de los pellizcos y estrujones con que me atormentaban las seis manos de aquellas malditas hembras.) ¿Qué queréis de mí, espíritus desmandados, aviesos? Idos de mi casa, dejadme en paz».

Furioso me arrojé del lecho gritando: «¡Casiana, Casiana, despierta, levántate, que hay duendes en la casa!». Y las raudas féminas, que ya me parecían harpías, brincaban por la habitación y chillaban desaforadamente. En su algarabía de aves parleras destacose este concepto: «No busques a tu Casiana. Tu dulcísima compañera se divierte ahora con otro muñeco...». Como loco me abalancé hacia el lecho de Casianilla, colocado en otro testero de la estancia, y palpando en las ropas revueltas advertí que estaba vacío... Desaparecieron las diablesas con revoloteo susurrante, y yo, medio desnudo, caí fatigado en el sillón de la paciencia, sin cesar en mis alaridos angustiosos: «¡Casiana, don José, Nicanora!...».

La primera que vino en mi auxilio fue Casiana, haciéndose de nuevas y asegurando que se levantaba en aquel instante. «Tú no dormías en esa cama -le dije, rechazando sus caricias-. Tú, ausente de mí, te divertías con otro muñeco...». Disputamos un rato. Yo callé, al fin, guardando mis recelos, con la idea de observar en noches y días sucesivos... Desde aquel inaudito suceso, real o imaginario, el monstruo de los celos empezó a morderme el corazón...

Al siguiente día, el doctor Albitos, después de un largo cuchicheo que tuvieron con él apartados de mí don José y mi costilla, me recetó bromuro en frecuentes dosis, y cuando me lavaba los ojos con la ducha de vapor y me ponía colirio de atropina para impedir que se soldasen los bordes del iris, díjome cariñosamente: «No sólo hay que proveerse de paciencia, querido, sino también de serenidad y de sentido común para no dejarse arrebatar por ideas insanas, que insubordinan el sistema nervioso y dan al traste con la acción medicatriz. Ánimo, amigo. Resígnese a no ver nada por ahora, que mejor está ciego que el que ve visiones».

Me convenció Albitos por el momento; mas no tardé en volver a mi horrible pesimismo. Creí notar en Casiana cierta displicencia o cansancio, que atenuaba su celo de enfermera... Aplicando después toda mi observación a Segismundo, traté de escrutar por sus palabras y actitudes el estado de su conciencia. Advertí en él menos acritud en la ironía, y un delicado estudio para medir los conceptos y darles estructura familiar y una intención candorosa. Oyéndole, yo decía para mí: «Tú conciencia se ha impurificado. Ya no eres el mismo. Quieres engañarme y no lo conseguirás».

Con ánimo de sondearle le dije: «Segis, alguna noche de estas has estado tú en casa sin entrar a verme, y has permanecido en una habitación interior hasta la madrugada o hasta el día siguiente». La contestación fue un reír descompuesto de Segismundo, y el sostener que yo desatinaba. Pero bien conocí que su risa era fingida, como de histrión que no domina su papel, y del mismo modo aprecié las burlas que, por lo que dije, hicieron de mí Casiana y Nicanora, allí presentes. Ocurrió entonces un hecho que hubo de aumentar mi escama. García Fajardo varió sutilmente de conversación, largándome estas parrafadas que me dejaron atónito:

«Se me olvidaba decirte, querido Tito, que un periódico de gran tirada viene publicando hace días unos artículos, muy bien escritos, que llaman grandemente la atención. No se habla de otra cosa en Madrid.

-¿Y a mí qué me importa que hablen o no hablen de artículos de periódico que yo no he leído ni podré leer en mucho tiempo? ¿Para qué me cuentas esas cosas, tontaina?

-Te las cuento porque todo el mundo dice que esos artículos son tuyos, y verdaderamente, su estilo y gracia delatan el ingenio de Proteo Liviano.

-¡Qué desatino!... ¿Y de qué tratan los articulejos, que por lo visto son anónimos?

-El asunto, interesantísimo, está tratado de una manera magistral. La tesis es que el Gobierno español no procede con altas miras patrocinando el casamiento del Rey Alfonso con su prima Mercedes. Si Cánovas, como dice la voz pública, sabe ver el porvenir y presiente la España futura redimida de tanta barbarie, debe entablar negociaciones para enlazar a don Alfonso XII con la princesa Beatriz de Inglaterra, hija menor de la Reina Victoria. En las estipulaciones matrimoniales se reconocería a Beatriz el derecho de mantener viva su fe protestante al venir a ocupar el trono de España. De este modo se planteaba sobre sólida base el problema de la libertad confesional, y pronto entraríamos en una vida de tolerancia, de cultura, dejando de ser rebaño predilecto del Romano Pontífice.

-Yo no escribí eso, yo no sé nada de eso -exclamé, en tono descompuesto y airado-. Tales enredos son invención tuya para mortificarme.

-No, no. Todos creen que tú eres el autor de los artículos. Por cierto que en uno de ellos dices que ya hubo conatos de negociaciones en la primavera del año pasado, cuando estuvo en Madrid el Príncipe de Gales.

-Quizás cuando vimos aquí a ese Príncipe dije yo algo de eso. Pero no fue más que una idea, un decir, nada... Ahora estoy pensando que toda esa monserga la has escrito tú, Segismundo, y que me la atribuyes a mí para aumentar mis cavilaciones, mis sobresaltos, y hacerme más viva y patente la sensación de mi inutilidad».

Comprendiendo Segis que yo me excitaba demasiado guardó silencio, dejando el asunto para mejor coyuntura. Con ligeros descansos, mis inquietudes tomaron cuerpo en los días subsiguientes. Mi caverna se teñía de un azul intenso algunas veces, otras de un rojo de sangre... Despierto creía notar que eran demasiado largas las ausencias de Casiana. A lo mejor venía con la historia de que su tía Simona estaba enferma del hígado. ¡Así reventara!... Dormido, o a medio dormir, adquiría la certidumbre de que estaba vacío el lecho de la que fue mi dulce compañera... Mi corazón era ya una piltrafa, destrozado por la mordedura de los celos...

Una tarde siniestra de soledad y sufrimientos, mi exaltación fue tan grande que salí por los pasillos dando gritos y tropezando en las paredes. Ido vino a mi encuentro para contenerme y llevarme de nuevo a mi cuarto, y las expresiones melifluas de su filosofismo angelical fueron el fulminante que hizo estallar mi cólera: «Déjeme usted... No me toque... Usted me ha vendido, usted es un traidor... Quítese de mi presencia. En su casa se ha labrado mi deshonra... Le tenía a usted por un santo, y resulta usted un alcahuete... Atrás, villano... Déjeme en paz». Me arrojé en la cama, ocultando mi rostro entre las almohadas, y oí los gemidos del pobre Sagrario que lloraba como una Magdalena.

Pasado un mes, pienso que no entero, de sufrimientos horribles más en lo moral que en lo físico, sobrevino el extraño incidente que a continuación se narra. Antes debo indicar que a ratos iniciábase ligero alivio en mi dolencia de los ojos. La percepción luminosa cada vez era mayor, y refugiándome en una casi obscuridad podía distinguir vagamente los objetos de más bulto. El amable y gracioso Albitos me vaticinó que antes de tres o cuatro semanas mi retina cumpliría como buena ejerciendo las funciones que le asignó la Naturaleza. Pero no contaba el buen doctor con las aventuras de mi dislocada imaginación, lanzándose sin freno ni paracaídas a los espacios novelescos. Una tarde o noche, no lo sé, hallándome solo en mi caverna teñida de color violeta con franjas de oro, vi que a mí se llegaba una mujer. ¡Ay! era Efémera, la buena, la estatuaria, la que en Tafalla y Madrid me trajo dulces mensajes de mi adorada Madre. La reconocí al sentir en mi hombro su mano marmórea. Alargué la mía para coger su túnica, y advertí que sobre esta llevaba un delantal casero.

«Aunque te has puesto el delantal de Casiana -dije yo-, bien te reconozco, Efémera». Tras breve pausa, la fantasma pronunció estas apagadas voces: «No soy Efémera. Tampoco soy Casiana, aunque lleve su delantal para ser tu servidora y enfermera». Yo callé, atontado y confuso, y mi perplejidad subió de punto cuando escuché este otro concepto: «¿No me conoces por el acento, pobre Tito? ¿Tendré que decirte mi nombre? Soy Leona la Brava.

La gentil aparición se sentó junto a mí y, echándome su brazo por encima de los hombros, me habló de esta manera: «Vengo a tu lado para cuidarte y servirte en sustitución de la mujer desleal que te abandona seducida por el ingrato Segismundo...». Algo debí yo de responderle, quizás expresando consternación o vergüenza por la desdicha que me anunciaba. Insistió ella en su afirmación, prosiguiendo así: «A tu lado me tendrás, si quieres, hasta que recobres la vista y la salud. Si una compañera de amor y de caridad has perdido, en mí tienes otra más solícita y fiel que esa desventurada recogida por ti del arroyo». Tuve un momento de horrorosa duda; pero no tardé en recobrar toda la fuerza de mi arrebatada inventiva genial. Como yo me asombrase de que Leona descendiera de su posición rumbosa, para unir su existencia a la de un hombre enfermo y casi pobre, la dama de Mula me dio esta explicación de su actitud humilde:

«Debí empezar por decirte, Titín salado, que hace algún tiempo me despeñé de aquella cumbre de bienestar y lujo jactancioso en que me viste antes de caer enfermo. Reñí con Alejandrito, ¿no lo sabías? Te contaré el caso con descarnada sinceridad. J'adore la vérité. Je haïs le mensonge. Al dichoso Alejandrito le daré yo lo suyo, que no es poco: hombre más impertinente y más chinche no ha nacido de madre; y a mí me daré lo mío, que es más grave... Pues, hijo, apestada de mon bourgeois tuve una tentación... cosas del temperamento, de la ociosidad... En fin, chico, que me colé demasiado, y cuando mon vieux se enteró de que yo la había puesto en la cabeza unas cositas puntiagudas... que no traen gran malicia cuando los hombres no son casados... figúrate la trapatiesta que se armó. Total, que caí de mi escabel dorado. Como yo me había hecho al lujo y a la bonne chère, me vi en el caso de vender algunos muebles y empeñar alhajas para seguir viviendo a mi modo. Aunque aún no me tienes enteramente tronada, camino de eso voy. A pesar de mis tropiezos, soy siempre una mujer buena, y vengo a tu lado para renovar nuestro cariño y practicar las obras de misericordia».

Apenas empecé yo a comentar tan vulgar historia, Leona me pidió que siguiese escuchando, pues aún faltaba la segunda parte. «Es el juego de la vida humana -dijo-, el eterno balancín, el vaivén de las prosperidades y las miserias. Cuando yo me precipitaba en la desgracia, tu Casianilla subía de golpe a grandezas que nunca pudo soñar. Has de saber que tu dulcísima cuanto traidora compañera, inducida por esa lagarta de Simona, ha cobrado a toca teja todos los atrasos de su sueldo como Inspectora de Escuelas. Para ello ha tenido que mover ciertas influencias altas y bajas el pillastre de Segismundo, le demon ironique.

»¡Menuda suerte la de esos bribones! Mientras la señorita Conejo embolsaba buenos duros por un empleo que nunca desempeñó, Segis pescó un magnífico destino en el Ministerio de Ultramar. ¿No lo sabías? Pues el Marqués de Beramendi le pidió a Cánovas esa bicoca, y don Antonio al instante... pum, pum... Como comprenderás, ahora están en grande. La Conejo lleva brillantes en las orejas y García Fajardo fuma puros de a peseta. Han tomado un piso en la Costanilla de los Ángeles. ¿Ves qué vueltas da el mundo, Tito?

-Sí, sí, qué de vueltas tan horribles... -exclamé yo-. Vueltas damos todos... todos...». Me sentí anonadado, me faltaba la respiración... Púseme en pie, giré sobre mí mismo y caí en redondo al suelo...