Después de aquel que yo no sabía si llamar suceso, fenómeno, pesadilla o caso real, caí en un estado parecido a la idiotez. Hablaba muy poco, no sólo por desgana de conversación sino porque sentía dificultad para articular las palabras. Advertí que Albitos mostrábase intranquilo respecto al curso de mi dolencia cerebral: la de la vista iba indudablemente mejor. Ya no tenía yo dolor en las sienes ni escozor en los ojos, ya veía un poco más. Pero hacíaseme imposible distinguir las facciones de la mujer que me servía. ¿Era Casiana, era Leona? ¿Era una sola que cambiaba de rostro a cada momento? Tocábale yo las orejas para ver si tenía brillantes. Mi olfato buscaba en sus vestidos el perfume que solía usar Leonarda. En las visitas de los amigos que iban a mi casa tampoco pude discernir si entre ellos hallábase Segismundo, pues las voces de todos me parecían la misma.

Una noche de largo insomnio me levanté a palpar el lecho de mi enfermera. No estaba vacío.

Pregunté: «¿Eres Leona?».

Y la respuesta fue: «Sí, soy Leona. Déjame dormir».

Las pérdidas de sueño durante la noche cobrábamelas por el día durmiendo a pierna suelta. No sé cuándo me sacó de mi hondo letargo una mano que tocaba mi frente, mano fría y marmórea.

«¿Eres Casiana? -pregunté a la persona que me despertó.

-No. Casiana se fue de paseo con su marido.

-¿Eres Leonarda?

-No. Leonarda ha salido a comprarte las medicinas que hoy recetó Albitos».

La mano de mármol cogió la mía, y tirándome del brazo me incorporó en la cama. Al propio tiempo, una voz de dulcísimo timbre me dijo: «¿No me has conocido? Soy Efémera, la fiel y amable, la de Tafalla, la mensajera de Clío. Levántate y obedéceme.

-¿Qué tengo que hacer?

-Vestirte para una visita y venir conmigo adonde yo te lleve.

-¿Pero cómo he de salir yo, ciego, enfermo?

-Te digo que me obedezcas, que me sigas y calles.

-Mi ropa ¿dónde está?

-Aquí la tienes -dijo poniendo sobre la cama todas las piezas, sin que faltase una.

Mientras me vestía vi muy clara la figura estatuaria, con su helénico rostro y el sutil ropaje negro. Era mi Efémera, la ninfa predilecta, la que me llevaría quizás a los brazos de mi excelsa Madre. Con arte mágico me vestí, sin que me faltara ninguna prenda ni se me olvidase el menor detalle. Por el mismo arte maravilloso y taumatúrgico me condujo Efémera de la mano, sacándome no sé si escaleras abajo, o escaleras arriba por la claraboya de cristales. Lo cierto fue que me encontré en la calle bueno y sano, como en mis mejores tiempos, viendo claramente todas las cosas, alegre y muy orgulloso de llevar en mi compañía una estatua griega. Todo cuanto hallé a mi paso era de una perfecta naturalidad. Tan sólo me parecía ilógico y absurdo que los transeúntes no se fijaran en que iba yo acompañado de una señora de mármol, sin más ropa que el vaporoso túnico negro.

Pian pianino, cambiando frases cortas y vulgares, llegamos a la calle de Alcalá y de rondón nos introdujimos en la Presidencia del Consejo, sin que los guardias civiles que custodiaban la puerta pararan mientes en el ser fantástico que iba conmigo. En la escalera obscura y angulosa me encontré solo, y solito llegué a la puerta de la Subsecretaría, a punto que por ella salía Fernández Bremón con un fajo de papeles. «Qué caro te vendes, Tito -me dijo el sagaz periodista-. Puedes pasar. Aunque Saturnino no está solo, él te dirá si el Presidente te recibe al momento, o si tienes que esperar un rato».

En el despacho de Esteban Collantes tertuliaban unos cuantos señores de esos que van a las oficinas a matar el tiempo rumiando la comidilla de la actualidad política. No más de un cuarto de hora permanecí en aquella sociedad charlamentaria, deslizando algunas palabritas en la ociosa conversación. Cuando me llegó la vez, Esteban Collantes me condujo al salón presidencial, al tiempo que se retiraban el Marqués de Orovio y el Conde de Toreno. Y heme aquí, lectores cachazudos, crédulos y traga bolas, en el despacho del monstruo, hablando mano a mano con él en el diván frontero a la mesa escritorio.

Empezaré por decir que olfateaba yo el ambiente, creyendo rastrear la persona invisible de la Madre Clío. Dábame en la nariz el delicioso y peculiar olor suyo. No sé si os he dicho que mi Madre gastaba en sus ropas un solo perfume, el aroma exquisito de los tomillos del monte Hymeto.

Entrando en materia sin preámbulos, como buen tasador del tiempo, don Antonio me dijo: He leído los artículos de usted. Yo leo todo escrito que tiene entre sus líneas una intención recta y sana, aunque el autor, dejándose arrastrar de las seducciones de la forma, no penetre en las entrañas de la realidad, que no está nunca en la superficie. Ha tratado usted con sumo arte y donosura el asunto del casamiento del Rey. Escribe usted muy bien, y la gallardía con que eleva sus miras hacia la Historia me encanta. Pero ha de permitirme que a sus opiniones oponga las realidades indestructibles que para tan complejos problemas nos ofrece la constitución interna de nuestro país».

Bien claro vi que se trataba de los trabajos periodísticos cuya paternidad me había colgado Segis. Con gran agilidad de espíritu me declaré modestamente autor de los articulejos, sin que pudiera percatarme de la ocasión y lugar en que hube de escribir semejantes cosas. Para no hacer el ridículo dejé correr el engaño y seguí prestando atención al gran don Antonio, que continuó de esta manera:

«Si en algunas afirmaciones se ha equivocado usted, en otras ha tenido un feliz acierto. Hubo en efecto negociaciones para traer al solio de España a la Princesa Beatriz de Inglaterra. Cuando tuvimos aquí al Príncipe de Gales planteé yo el asunto. Pero debo decirle que lo inicié tímidamente, movido de un ideal histórico que siempre me sedujo, aunque nunca dejé de prever las dificultades de tan audaz empresa. No pasaron aquellas tentativas de una exploración que pronto quedó terminada, pues apenas llegamos a tratar del cambio de religión para que la Princesa de Inglaterra pudiera ser Reina de España, se vio la imposibilidad de llegar a un acuerdo. Nos hallábamos ante un nudo imposible de desatar, porque el puritanismo protestante es tan fanático como nuestro catolicismo. En cuanto la Reina Victoria se enteró de que su hija tenía que hacerse papista para ser nuestra Soberana, cerró la puerta a toda inteligencia. Esto no se hizo público; por el contrario, se guardó un secreto escrupuloso para evitar el estallido de un turbón ultramontano que sabe Dios a qué extremos de violencia habría llegado.

-¿Y cree usted, señor don Antonio -me atreví yo a decirle con el mayor respeto-, que si la Reina Victoria hubiera mirado con buenos ojos el cambio de religión de Beatriz habríase producido aquí alguna tormenta clerical?

-Seguramente, sí. Pero ésa la hubiese sofocado yo. Respondo de ello.

-También he dicho en mis artículos -manifesté codeándome con el ilustre estadista- que el matrimonio anglo-español ofrecía dificultades con abjuración o sin ella; pero luego sostuve que el problema confesional, el gran problema hispánico, no podía ser abordado y resuelto aquí más que por un hombre que ha venido a ser dueño de todas las voluntades: este hombre es don Antonio Cánovas del Castillo.

-Ay, amigo -dijo el jefe de la Situación, afirmando los lentes en el caballete de su nariz-; no me suba usted un punto más de la altura en que me han puesto las circunstancias, ni me atribuya un poder omnímodo sobre la opinión, que no podrá nunca lograr quien no posea dotes sobrenaturales. Abata usted un poco su fantasía, y véngase conmigo a examinar de cerca el ser interno de nuestra patria. Esta vieja nación, con sus glorias y sus tristezas, sus fuerzas y sus recuerdos, sus instituciones aristocráticas y populares, y su extraordinario poder sentimental, constituye un cuerpo político de tan dura consistencia que los hombres de Estado, cualesquiera que sean sus dotes de voluntad y entendimiento, no lo pueden alterar. El alma de ese cuerpo es igualmente maciza, petrificada en la tradición y desprovista de toda flexibilidad. El único gobernante capaz de llevar a esa alma y a ese cuerpo a un nuevo estado de civilización es el Tiempo, y yo seré todo lo que usted quiera, amigo Proteo, pero el Tiempo no soy.

-Me conformo con esa opinión fatalista por ser de usted. Pero es triste cosa en verdad que España tenga que subsistir largo tiempo bajo un poder extraterritorial que entorpece y ahoga todos sus alientos, y ata sus manos y sus pies con el cordón dogmático, inutilizándola para emprender nuevas direcciones de vida. Esto dije en mi último artículo, y esto repito ante usted, suplicándole que sea benévolo con mis audacias.

-Admito las audacias como labor sintética y teorizante, como un bosquejo artístico de la Historia del porvenir. Mas yo no teorizo, yo gobierno, señor Liviano, y como gobernante estoy amarrado por los ciento y tantos cordones de la realidad. De mi gestión depende que ese ser interno que he descrito a usted no se convierta en elemento trágico. Mi deber es sofocar la tragedia nacional, conteniendo las energías étnicas dentro de la forma lírica, para que la pobre España viva mansamente hasta que lleguen días más propicios. No podemos marchar a saltos, ni con trompicones revolucionarios. Las algaradas y las violencias nos llevarían hacia atrás en vez de abrirnos paso franco hacia un adelante remoto.

-También escribí que aplicando con firmeza las Regalías de la Corona o del Estado, un Gobierno fuerte y hábil podría contener al Papa dentro de su esfera espiritual, y atajar sus intromisiones vejatorias en el régimen interior de los pueblos».

Cuando esto decía yo sentí más intenso el olor de la Madre, la fragancia de los tomillos del monte Hymeto. Después de vacilar un instante, don Antonio habló así: «Mucho tiento será menester hoy para desenvainar en nuestra edad la espada que esgrimieron Carlos V, Felipe II y Carlos III contra diferentes Papas, desde Clemente VII hasta Clemente XIV. Aquellos Monarcas eran de más fuste que los que ahora tenemos, y el Papa de hoy, desposeído del poder temporal, aprieta furiosamente las clavijas del mecanismo dogmático con que gobierna las conciencias católicas. Yo procuro por todos los medios fortalecer el poder real, debilitado por las agitaciones revolucionarias y por las propagandas de los ambiciosos de bajo vuelo. Y si en este reinado y en los siguientes mantiene su fortaleza el poder real, será obra fácil reducir y someter al poder eclesiástico.

»Por lo demás, hemos resuelto del modo más feliz el asunto interesante del casamiento del Rey. ¿Qué nos importan las majaderías del inquieto Montpensier, ni la palinodia que ha tenido que cantar para poner a su hija en el trono de España? Hemos doblado esa hoja triste de las querellas dinásticas. Los resquemores de doña Isabel han ido a parar a la cesta de los papeles rotos. Esa buena señora no tiene derecho a trazar una página rencorosa en los anales contemporáneos. Ningún efecto nos han hecho las ridículas bravatas de mis buenos amigos los moderados de la vieja cepa, ni el discurso del pobre Moyano sacando a relucir un texto arcaico y manido de Donoso Cortés. Lo importante, lo definitivo es que la Infanta Mercedes, futura Reina de España, atesora las cualidades más bellas: linda, modesta, dócil, amable, inteligente, apenas lanzado su nombre en el remolino de la opinión, se ha hecho popular. ¿Qué más podemos apetecer? Reina bonita, discreta, popular... Por lo demás...».

Dejé de percibir la voz de don Antonio. Después vi su figura en pie, desvanecida, alejándose de mí. El grande hombre se hallaba en un salón lujoso, rodeado de damas elegantes, Marquesas y Duquesas que le agasajaban solicitando su conversación ingeniosa, amenísima, a veces cáustica. Entre aquellas señoras creí ver a la dama de Mula, y seguramente vi a Mariclío, fastuosa, calzada con el alto coturno. Pasó a mi lado inundándome con su fragancia helénica.

Lo más extraño fue que detrás de la Madre vino hacia mí Casiana. Al verla empecé a dar voces, y entonces sentí que me sacudían los brazos diciéndome: «Despierta, hijo, que ya has dormido más de la cuenta». Mis primeras palabras al abrir los ojos fueron: «¡Ah, qué delicioso olor a tomillos!». Casiana me acercó al rostro un ramo de estas aromáticas hierbas. «¡Déjame gozar de aroma tan delicioso! -exclamé yo-. ¡Ay, pero esas plantas no son del monte Hymeto!

-Son de la Casa de Campo.

-¿Vienes tú de allí, chiquilla?

-No, hijo, no. Esto me lo trajo Nicanora que fue allá con varias amigas a visitar a un guarda, pariente suyo.

-¡Oh, la Casa de Campo! Allí estarían paseando la Infanta Mercedes y el Rey Alfonso, que son novios y se van a casar pronto, ya lo sabes. La futura Reina es simpática, humilde, linda, y apenas se habló de su boda se hizo popular.

-Todos hablan bien de ella menos Segismundo, que está con la tecla de que por ser hija de Montpensier debían haberla puesto a cien leguas del trono de España. El demonio de Segis y otros tan locos como él, ya lo oíste noches pasadas, querían que nos trajeran aquí una protestanta para casarla con don Alfonso.

-Cánovas me ha dicho que la idea es hermosa. Pero que se opone a realizarla el ser interno... ¿lo entiendes?... el cuerpo y alma de esta Nación, que es Católica hasta los tuétanos. Don Antonio teme que el ser interno se le vuelva trágico, y trata de irlo conllevando por lo lírico hasta que, fortalecido el poder real, etcétera... En suma, Casianilla de mis pecados, que ha de llover mucho hasta que los Gobiernos de esta tierra puedan decirle al amigo Pío, o a sus sucesores: Tente allá, Papa, que los españoles ya sabemos salvarnos cada cual a su modo».