¡1877! La cifra pasó fugaz por mi mente. Menos que los años me interesaban los meses y los días, pues el Tiempo había llegado a ser para mí un concepto caótico... Volvió Segismundo a mi compañía y tertulia con la cordialidad de amigo verdadero y de hombre agradecido. Una mañana (averigüe la fecha quien tenga empeño en conocerla) se presentó ante nosotros con un chaleco rameado y un pantalón de género inglés. Antes que me lo dijese comprendí que aquellas prendas eran el desecho del rico guardarropa de Beramendi.

«Hemos de mostrar prácticamente -me dijo el rebelde con sorna sutil- que nos asimilamos la característica elegancia de la sociedad alfonsina. Otra característica de los tiempos es que estos se retrotraen y vuelven las cosas al estado que tenían años ha. Sabrás, querido Tito, que el hombre del día es Montpensier. Por las calles le he visto con su tradicional paraguas y su aire de Príncipe acomodaticio y contento de la vida. Sus querellas con la Reina doña Isabel, a quien quiso destronar; el duelo trágico con el Infante don Enrique y los trabajos de zapa para cargarse la corona democrática que las Constituyentes otorgan a don Amadeo, han pasado al cesto en que arroja la Historia los papeles inútiles. Busca y obtiene la reconciliación con los Borbones reinantes, moviéndole a ello las gracias de su linda hija Mercedes. Te diré, si lo ignoras, que el simpático Alfonso se ha enamorado perdidamente de su primita».

Otro día (indagad la fecha por el curso de los astros o el vuelo de las aves), se nos apareció el pícaro Segis con un precioso alfiler de corbata en que lucían dos perlitas y un rubí, y me dijo, poniendo en sus palabras tanta seriedad como gracejo: «Vivimos en la época del fausto insolente y de los grandes negocios. No se habla de otra cosa que de capitales extranjeros que afluyen aquí buscando empleo y beneficios pingües, de grandiosas empresas industriales, de ferrocarriles más largos que la cuaresma, y de otros cortos y ceñidos al interés particular. La alta banca se mueve; el dinero se desentumece, y corre a donde lo llaman el crédito y el trabajo.

»España renace; pero los provechos de este resurgir de la vida económica no alcanzan todavía más que a las clases opulentas. Y yo pregunto: ¿Por qué lo que llamamos capas inferiores de la sociedad no ha de agregarse también a esta corriente financiera? Si bien se mira, la multitud es rica por solo el hecho de ser tal multitud. Los muchos pocos, alineados en cifra, representan ¡oh Tito! suma considerable. Ha llegado, pues, el momento de crear los Bancos Populares, que recojan los ahorros del pobre y se los devuelvan multiplicados. De tal modo, entiendo yo que laborando de consuno las capas de abajo y las capas de arriba se abrigarán recíprocamente. ¿No crees tú lo mismo?».

Le contesté que sí, sin añadir observación alguna. Había yo notado que Segismundo, habitualmente muy diestro en el uso de la ironía, la sutilizaba entonces hasta hacer de ella un arte maravilloso... Pasadas dos semanas, se nos presentó Fajardo mejor apañado de indumento: traía botas de charol y un gabancete, no nuevo pero en buen uso, prenda de fijo adquirida en un establecimiento de compraventa mercantil. A mis felicitaciones por su buen porte, y a las preguntas que le hice, me contestó que había mejorado de posición gracias a la buena amistad del insigne Sebo, quien le había conseguido empleo modesto y decoroso en un Banco Popular... Relacioné al instante las referencias de Fajardo con una entidad de crédito establecida no hacía mucho en la Plaza de la Cebada, y cuyas operaciones daban que hablar a la gente.

«Sí, querido Proteo -me dijo Segis-; trabajo en las oficinas de ese Banco, fundación admirable que no viene a vaciar un lleno sino a llenar un vacío en la sociedad española, porque ha de traer la sangre plebeya a vigorizar el cuerpo financiero de la Nación... Sangre nueva, sangre fresca: el ahorro menudo, el globulillo rojo circulando por las venas de este país anémico... Por último sabrás, si ya no lo sabes, que la creadora de esta institución benéfica y patriótica es una dama ilustre en quien yo veo el símbolo de la raza hispana, mujer de un vigor mental extraordinario cual nunca se vio en hembras de nuestra tierra, portento de sagacidad, clarividencia y maestría en el arte o ciencia de las finanzas, bonita y graciosa de añadidura; es, en fin, doña Baldomera Larra, hija del gran Fígaro».

En conversaciones posteriores, me contó mi amigo que la gente de la Plaza de la Cebada, y todos los lugareños que se albergaban en los paradores de la calle de Toledo y adyacentes, hacían cola a la puerta del Banco Popular para imponer sus monises en las cajas de doña Baldomera. Aquello era un jubileo, era un escándalo, y la policía tenía que intervenir para poner orden. Se contaba que en los pueblos vendían las fincas con objeto de hacer imposiciones en el flamante Banco. La genial hacendista, persona muy sugestiva y de fenomenales dotes oratorias, echaba discursos a la entusiasta y codiciosa plebe, y al darles el primer plazo de los cuantiosos intereses, les ofrecía ganancias pingües, colosales. La garantía de tan inaudito negocio ¿cuál era? Pues unas minas de plata, de oro o de piedras preciosas radicantes en el suelo virgen de América, minas de incalculable riqueza cuya explotación multiplicaría los parneses depositados en las arcas Baldomeriles.

En las visitas que casi diariamente me hacía el buen Segis, contábame el asunto en cierto modo fundamental y étnico del Banco Popular. Sostuve yo que la credulidad candorosa del pueblo español y las artes hipnóticas de la hija de Larra eran, como signo indudable del estado mental de la raza, más dignos del fuero de Clío que las ficciones vanas en que se agitaban nuestros políticos; en suma, que la Historia debía consagrar más páginas al zurriburri de las finanzas plebeyas que al barullo retórico de las Cortes, y al trajín de quitar y poner Constituciones que no habían de ser respetadas.

Acorde con cuanto yo dije, Segis me manifestó que estaba contento en su destinillo. La dama banquera le consideraba, mostrándole un afecto casi maternal, al que correspondía el funcionario con su puntual asistencia y el esmero y pulcritud de su trabajo de contabilidad. Iba, pues, muy a gusto en el machito, y como los Marqueses de Beramendi le aseguraban su hospedaje y manutención, el duro diario que en el Banco percibía destinábalo a mejorar su vestimenta. Cada vez que se nos presentaba con algo nuevo en su atavío, ya fuese prenda de ropa, ya un relojito barato, nos decía:

«Ved aquí el positivo producto de las minas de América, de esos ricos yacimientos de metales preciosos ¡ay! que han venido a ser la felicidad del pueblo madrileño. Adelante con la ilusión, vida y encanto de las naciones pobres. Tú, buen Proteo, que a ratos escribes o garabateas en las tabletas de la divina Clío, continúa la Historia de España, como dice Cánovas, transmitiendo a la posteridad estos actos de fe candorosa y de sutil taumaturgia; añade a ello la fiebre taurina, la ciencia recóndita de esos que llaman los apóstoles, y que andan por los barrios bajos curando todas las enfermedades con agua más o menos limpia, y habrás hecho el retrato fiel de la España de la Restauración».

No tenía yo ánimos en aquellos días para continuar la Historia de España, ni conforme al canon político, ni acogiéndome al rico tema de la ilusión plebeya que me recomendaba Segis, deseoso de arrastrarme al concepto irónico de la psicología nacional. Declaro que el acto del Rey poniendo la primera piedra de la Cárcel Modelo en las proximidades de la Moncloa, las sesiones de las Cámaras, el cambio de Ministro de Hacienda, así como el viaje que emprendió don Alfonso para visitar las provincias de Levante y Mediodía, no me interesaban poco ni mucho. Cuando mis amigos me contaban estas menudencias históricas sonábame todo a hueco. La tristeza invadió nuevamente mi alma, complicándose con un malestar físico que me llenó de inquietud, avanzados ya los días tibios de la primavera.

Después de Semana Santa empecé a notar que mi vista se nublaba; sentía como arenillas en los ojos, sin que de ello me aliviasen los cuidados de Casiana, que dos o tres veces al día bañaba con agua de rosas mis pupilas enfermas. Los patrones me recomendaron ejercicio y distracción. Conforme con este tratamiento elemental, mi compañera sacábame de paseo todas las tardes; pero mi vista mermaba tan rápidamente, que a los pocos días de estas divagaciones por el Botánico y Ronda de Atocha, tuve que agarrarme al brazo de mi leal Casianilla para no tropezar con los transeúntes. Al propio tiempo crecía la fotofobia, y ni aun amparando mis ojos con gafas negras érame posible resistir la viveza de la luz en plena calle. Fue menester reducir los paseos a la hora crepuscular, motivo mayor de tristeza y abatimiento. Siguieron a esto dolores en las sienes, vascularización en la córnea, que perdía su brillo, tomando según me dijeron un aspecto mate, sanguíneo.

Tanto Segis como los demás amigos que me acompañaban en mis largas horas tediosas, convinieron en familiar consulta que era forzoso acudir a la Ciencia. Agravado el mal en breve tiempo, hasta el punto de que ya no distinguía más que los objetos próximos y de mucho bulto, se trató en mi casa de elegir el médico que había de curarme, y Pablo Nougués, doliente también de la vista, llevó a mi casa una tarde para que me examinase al doctor Albitos. Era este un oculista joven, inteligentísimo en su profesión, de trato muy ameno y agradable, discípulo del famoso Delgado Jugo. Examinó el doctor mis dolidos ojos con escrupulosa atención y cariño; enterose de cuanto en mi naturaleza y en mis costumbres pudiera ser considerado como antecedente de la enfermedad. Sus palabras dulces me consolaron; mi sufrimiento sería tal vez un poco largo; pero si no me faltaba la virtud puramente medicatriz de la paciencia, él respondía de mi curación. Terminó el diagnóstico con el nombre científico y un tanto enrevesado de lo que yo padecía. No se me olvida aquel nombre, que fue como un rótulo, clavado por el médico en mi frente: Queratitis Parenquimatosa».

Desde aquella tarde quedamos unidos con vínculo estrecho mi Queratitis y yo, cual un matrimonio doloroso que había de durar hasta que la ciencia del oculista nos divorciara. Fortalecido por mi paciencia, de la que hice acopio exuberante, cargaba mi cruz y con ella recorría el agrio camino de la vida hora tras hora, semana tras semana. Recluso en mi habitación, sumido en intensa obscuridad, yo no distinguía los días de las noches, ni un día de otro, ni apreciaba el principio y fin de cada semana. Era para mí el tiempo un concepto indiviso, una extensión sin grados ni dobleces. Las únicas interrupciones de la continuidad eran los momentos en que me hacían la cura de los ojos el doctor o su ayudante.

En aquel lúgubre rodar de mi existencia notaba yo menos constancia en las visitas de los amigos. Hasta el propio Segis se me antojó poco asiduo: casi siempre tenía perentorias ocupaciones que le obligaban a retirarse pronto. Sólo la fiel Casiana permanecía junto a mí superándome en paciencia, y llevando a los límites de lo sublime la humanidad, el amor y la misericordia.

Compadecedme ahora más que nunca, piadosos lectores, pues encontrábame ya en el período más doloroso y tétrico de mi largo padecer. Mi ceguera llegó a ser absoluta, mis ojos inflamados dábanme la sensación de dos ascuas mal contenidas dentro de las órbitas. Los fomentos calientes y las duchas de vapor, que me administraba el ayudante del oculista, aliviábanme a ratos. Casianilla me servía con puntual solicitud la medicación interna, mercuriales, antisépticos... Cuando a mis oídos llegaba el tintín de la cucharilla revolviendo las dosis terapéuticas en el vaso de agua, sentía yo cierto regocijo. Aquel rumor cristalino era mi único reloj, y por él tenía yo un vago conocimiento de las horas... En cierto modo imitaba el ritmo de la Queratitis, arrullándome en sus duros brazos...

Mi existencia no era más que una sombra encerrada en ancha caverna, que ya me parecía roja, ya de un tinte violáceo surcado de ráfagas verdes. En tal estado llegué a perder, según después he podido apreciar, la conciencia de la realidad. Una tarde o una noche, no sé precisarlo, sintiendo junto a mí rumorcillo de faldas, alargué la mano y dije: «Casiana, ven, siéntate a mi lado». Y una voz tenue, con leve inflexión burlona, me contestó: «Tonto, no soy Casiana. Soy Efémera».

No me dio tiempo a expresar mi alborozo porque, apenas oí la voz primera, otras voces sonaron en alegre y voluble cháchara, y al par de esta, rumor de pisaditas como de seres alados que juegan y revolotean rozando apenas el suelo con blandos pies. «Ya os siento, ya os escucho, mensajeras de mi Madre -exclamé-. ¿Venís a consolarme?... ¿Me traéis nuevas de la que es vuestra Señora y Señora mía?».

Las ninfas juguetonas siguieron revoloteando a mi alrededor, y el aire que movían sus flotantes túnicas me daba en el rostro. Del murmullo picaresco destacose una voz que claramente me dijo: «Somos las Efémeras ociosas que hoy están libres, dueñas de los aires y del tiempo... La Madre, que se halla lejos, lejos, y también ociosa, nos ha mandado que juguemos y nos divirtamos sin más ley que nuestro albedrío. Venimos de embromar a Cánovas, y ahora la emprendemos con el buen Tito. (Risillas mal sofocadas.) Nos ha dicho Cánovas que quiere consultar contigo el problema matrimonial de don Alfonsito... Ja, ja, ja... Ji, ji, ji...».

El giro vertiginoso de las sílfides me mareaba, me volvía loco... Algunas, al pasar junto a mí, dábanme papirotazos en la cabeza con sus manos livianas y frías... Arreció el murmullo reidor, chancero. Levanteme frenético, empecé a dar voces, traté de coger a una de las ninfas, creí agarrar su ropa, tiré fuertemente y la traje hacia mí diciendo: «Ven, Efémera, quédate aquí». Pero ella se escapó susurrando: «Volveré, Tito. Soy tu amiga». En esto oí la voz de mi compañera que a mi lado dormitaba y que a mis gritos habíase despabilado. Abrazándome tiernamente me dijo: «¿Qué te pasa, muñeco mío? ¿Sueñas, deliras? ¿Por qué llamas Efémera a tu Casianilla?».