X
XII

Ya supondrán los píos lectores que habiendo paz en España ardió Madrid en fiestas, conforme al ceremonial de alegría pública que amenizaba nuestra Historia desde que volvió del destierro Fernando el Deseado en 1814. Vestían los balcones abigarradas percalinas, las más de ellas de respetable ancianidad, pues ya figuraron en el regocijo de 1860, cuando entraron las tropas vencedoras en África, y en el regocijo del 68, entrada de Serrano vencedor en Alcolea. De noche fulguraban las hileras de gas en los edificios públicos, y en el caserío lucían de trecho en trecho los farolitos de aceite con parpadeo mustio y lacrimoso. La iluminación pública era la misma que esmaltó las noches en diferentes ocasiones de júbilo, como el nacimiento del Príncipe y las Infantas, o la traída de aguas del Lozoya.

Salimos una noche a ver los festejos los tres inseparables; mas no tuvimos paciencia ni valor para correr el largo trayecto desde la Cibeles a Palacio, entre un gentío espeso, silencioso y embobado, que a mi parecer personificaba de un modo gráfico el aburrimiento nacional. Nos dijeron que en algún sitio de la carrera se alzaba un armatoste de pintados lienzos. Era sin duda lo que llaman un arco de triunfo, quizá un templete del género clásico fastidioso como el que pusieron en el popular regocijo de 1830, cuando María Cristina vino a casarse con Fernando VII. Toda esta balumba de tonterías no nos interesaba y la dimos por vista, acogiéndonos a la sociedad amable, risueña y chispeante del café de Las Columnas.

Y ahora, lector mío, a mi modo continuaré la Historia de España, como decía Cánovas. En cuanto terminaron los desaboridos festejos, las Cortes enredáronse en el arduo trajín de fabricar la nueva Constitución, la cual si no me sale mal la cuenta, era la sexta que los españoles del siglo XIX habíamos estatuido para pasar el rato. Naturalmente, se nombró una Comisión cuyos individuos trabajaban como fieras para pergeñar el documento, y a este propósito os diré que la última nota del regocijo público, en los jolgorios de la paz, la dio don Antonio Cánovas con una frase graciosísima que vais a conocer. Hallábase una tarde en el banco azul el Presidente del Consejo, fatigado de un largo y enojoso debate, cuando se le acercaron dos señores de la Comisión para preguntarle cómo redactarían el artículo del Código fundamental que dice: son españoles los tales y tales... Don Antonio, quitándose y poniéndose los lentes, con aquel guiño característico que expresaba su mal humor ante toda impertinencia, contestó ceceoso: «Pongan ustedes que son españoles... los que no pueden ser otra cosa».

Cuando ya conocimos la letra y el espíritu de la Constitución, Segismundo recitaba algunos fragmentos dándoles un sentido contrario al que textualmente tenían. El tercer párrafo del famoso artículo 11, que trata de la cuestión religiosa, lo volvía del revés en esta forma: «Todo ciudadano será molestado continuamente en el territorio español por sus opiniones religiosas y por el ejercicio de su respectivo culto, conforme al menosprecio debido a la moral universal». Otras cláusulas del mismo Código ponía mi amigo en solfa, asegurándonos que a tales burlas le incitaba una vena profética posesionada de su espíritu. Sin atormentar su fantasía contemplaba en los días futuros la sistemática violación de aquella Ley, como violadas y escarnecidas fueron las cinco Constituciones precedentes. En el propio estado de pérfida legalidad seguiría viviendo nuestra Nación año tras año, hasta que otros hombres y otras ideas nos trajeran la política de la verdad y la justicia, gobernando, no para una clase escogida de caballeros y señoras, sino para la familia total que goza y trabaja, triunfa y padece, ríe y llora en este pedazo de tierra feraz y desolado, caliente y frío, alegre y tristísimo que llamamos España.

Del pesimismo profético de Segis participaba yo, haciéndolo aún más lúgubre por la negra melancolía que empezó a invadir mi alma poco después de las fiestas de la paz. Rápidamente creció aquel malestar insufrible, no sé si cerebral o nervioso, que en años anteriores me llevó a los mayores delirios. Durante algunos días conseguí sobreponerme a los fenómenos más enojosos de la dolencia, como la percepción de voces susurrantes que atormentaban mis oídos. Los seres invisibles hurtábanme el sosiego, y en giros vertiginosos se revolvían en torno mío, diciéndome palabras dulces, palabras tétricas o burlonas.

Cuando me encontraba junto a Casiana y Segis, apetecía la soledad, y si estaba solo deseaba cualquier compañía, aunque fuera la de la insignificante Nicanora. Enfadábanme la casa, y al buscar alivio en el aire libre y en el bullicio de la muchedumbre, la calle se me hacía también insoportable. En mi turbación hondísima, discurría yo que una de las causas de aquel desvarío borrascoso era el abandono en que me tenía mi divina Madre, pues aunque puntualmente me entregaba la portera de la Academia mi estipendio, ya no venía este acompañado de cartita o mensaje, y para mayor soledad no volvió a llegarse a mí la espiritual mandadera de Clío, la voladora Efémera.

Los cuidados y mimos de Casiana y las gracias de Segis me aliviaron un tanto a la entrada de verano. Llevábanme a dar largos paseos por las afueras, y alejándome del caserío de la Villa y Corte notaba yo en mis nervios efecto sedante. Un día nos íbamos por el Abroñigal, otros por Bellas Vistas, Amaniel y Arroyo de San Bernardino, o bien Manzanares arriba hasta cerca de El Pardo, o Manzanares abajo más allá del Canal. Aunque prohibí a Segismundo que me hablase de política, este no podía contenerse, y en forma jovial y guasona me daba cuenta de sucesos en los cuales yo no vi ningún interés. Con prodigiosa memoria repetía trozos del Breve que largó el Papa condenando el artículo 11 de la Constitución. Sus chanzas no me divertían; mandábale yo callar diciéndole que, pues éramos más súbditos de Pío IX que de Alfonso XII, debíamos concretarnos a gemir bajo la sandalia que nos aplastaba.

Ni la cólera pontificia, ni la promulgación del sexto Código fundamental, producto de los ocios políticos, ni el presupuesto alfonsino, ni la cuestión foral, atraían mi dislocado pensamiento... Pasaron tardos y tediosos los meses caniculares con suave mejoría de mi dolencia, y a la entrada de otoño creí notar que lo que ganaba en salud física lo perdía en facultades mentales, pues sentíame tonto, muy lento en el discurrir y en formar juicio de las cosas. En la soledad de mi casa, suspendidas ya las caminatas campestres, el buen Segis trataba de sacudir mi pereza mental refiriéndome pormenores de la maquinación sediciosa. En París habían llegado a un acuerdo Salmerón y Ruiz Zorrilla, concertando un pacto del cual esperaban grandes frutos los amigos de don Manuel. Contra este convenio tronó Emilio Castelar en carta dirigida a Morayta desde Garrucha. En tanto, los zorrillistas seguían conspirando de lo lindo en Francia y en Madrid. Segis me aseguró que en una vivienda obscura de la calle de la Aduana tenían Ladevese y Santamaría la oficina revolucionaria, en que tramaban un alzamiento combinado de paisanaje y tropa. Llegaron al Gobierno soplos de esta conjura, y una mañana fueron presas más de doscientas personas entre civiles y militares.

Escuchaba yo esto como quien oye llover, y no presté mayor atención a las parrafadas de Segis comentando el bill de indemnidad (dicho a la inglesa para entenderlo mejor) que Cánovas pidió a las Cortes en Noviembre. Sagasta y el Duque de la Torre, capitaneando con bravura el Partido Constitucional recién empollado, pedían ya el Poder, que era como pedir la luna. Al discutirse la reforma de las leyes municipal y provincial del año 70, don Antonio se batió con ellos, con Castelar y con los moderados, en memorables sesiones de indudable interés teatral.

Leíame Casiana los discursos del malagueño; decía Segis a este propósito cuantos disparates se le ocurrían, y yo, recobrando por un momento la lucidez de mi espíritu, pude aventurar esta gallarda opinión, que mis interlocutores oyeron estupefactos: «Conozco el pensamiento de Cánovas; penetro en su cerebro por privilegio que me ha dado mi excelsa Madre. El hombre de la Restauración sacude a un lado y otro los latigazos de su potente oratoria porque ve en peligro su obra, la ensambladura del Altar y el Trono; sospecha que los enemigos del régimen se preparan a reconquistar por la fuerza el Poder que por la fuerza se les arrebató en Sagunto.

»Advierto que me miráis con incredulidad un poquito burlona. ¿No sabéis que puede existir y en mil casos existe el contacto espiritual entre dos, tres o más cerebros situados a larga distancia? Pues si esto ignoráis, yo lo sé y os lo digo para que lo creáis como artículo de fe, y no se os ocurra tomar estas cosas a broma. La vibración pensante se comunica de aquel cerebro al mío por arte magnético desconocido de los tontos, y aquí tenéis al pobre Tito fiel transmisor de las ideas del Jefe del Gobierno».

Pausa expectante y fúnebre. Casianilla y Segis se miraron perplejos, y luego volvieron sus ojos hacia mí con expresión de lástima cariñosa. Creían sin duda que yo no estaba en mis cabales, o que mi dolencia nerviosa derivaba marcadamente hacia la locura. Los dos llevaron la conversación a un tema jovial, como para desviar mi mente de las obsesiones monomaníacas... Debo añadir que empezaba yo a tomar entre ojos al buen Segismundo, por su insistencia en contrariarme y por su afán de traerme noticias que, a mi parecer, eran más que Historia chismografía. También Casiana me causaba cierto enojo y fastidio por la prolijidad de sus cuidados, que los enfermos solemos ser ingratos con las personas que nos asisten.

Una tarde, a la hora del crepúsculo, salimos de paseo los tres. Casiana y Segis iban delante, yo detrás, por la calle de las Huertas abajo. Fuera porque ellos se adelantasen o porque yo me retrasara, lo cierto es que les perdí de vista. Avancé hacia el Prado revolviendo mis ojos de una parte a otra, y al llegar cerca de la fuente de las Cuatro Estaciones vi un grupo de niñas grandullonas que, cantando y cogiditas de la mano, jugaban al corro. El ruedo era muy extenso: formábanlo unas veinte o veinticinco rapazuelas, vestidas con luengos ropajes flotantes de distintos colores. Acerqueme, y creyendo reconocer a una de aquellas ninfas juguetonas, la saqué violentamente del corro y le dije:

-Ven aquí; tú eres Efémera.

-Sí, sí -me contestó-. Todas las del corro somos Efémeras.

-¡Ah! Sí, sois muchas. Ya lo sabía yo. ¿Tú me has visitado algunas veces?

-No puedo asegurártelo. Mensajeras veloces, tenemos alas eternas, pero nuestra memoria no dura más que un día... Y cuando no nos mandan a recorrer las esferas jugamos, ya lo ves.

-Hijas del aire, ¡sed compasivas conmigo! Cogedme entre todas, que bien podéis hacerlo, y llevadme adonde está mi divina Madre».

Prorrumpió en alegres risas la sílfide picaresca, y desprendiéndose de mi mano volvió al corro con sus gráciles hermanas. Corrí yo hacia ellas; pero a mis primeros pasos me cegó una ráfaga de luz vivísima, sulfúrea, violácea, y tuve que detenerme. No vi más a las Efémeras; oía su canto, un murmullo ciclónico que se desarrollaba en espirales cada vez más lejanas. Mi oído pudo percibir estas cláusulas: En el Salón del Prado -no se puede jugar -porque hay muchos mocosos -que vienen a estorbar. -Con un cigarro puro -vienen a presumir: -más vale que les dieran -un huevo y a dormir...

Andando a tropezones, medio ciego y en un estado de turbación indecible, traté de orientarme para volver a mi vivienda, sin pretender encontrar a Segis y Casiana. Mis ojos, encandilados por aquel resplandor intensísimo, no me guiaban bien en mi camino. Era la hora en que los faroleros corrían encendiendo los mecheros de gas. Por la Plaza de las Cortes, calle de San Agustín y otras que seguí con andadura maquinal, llegué a mi casa, donde me encontré solo. ¡Solo, Dios mío! No puedo expresar la tristeza que invadió mi alma al hallarme sin Casianilla. Cuando advertí que transcurría el tiempo sin verla entrar, mi tristeza se trocó en ira. Tumbado en el sofá esperé, esperé. Al cabo de media hora larga que me pareció un siglo, llegó mi compañera, inquieta y turbada. Antes que pudiese darme explicaciones de su desaparición en la calle, la increpé con voces ásperas y descompuestas. Mis gritos atronaron la casa. La pobre mujercita, que jamás me vio en estado tan contrario a mi natural mansedumbre, rompió a llorar amargamente, balbuciendo entre gemidos estas atropelladas razones:

«¡Ay, Tito mío; yo no tengo la culpa!... No me riñas así... Cuando te echamos de menos volvimos atrás. No te encontramos. Adelante otra vez... Como a ti te gusta ir hacia el Botánico, allá nos fuimos... ¡Ay Dios mío!... Tampoco estabas allí... Segismundo dijo que habrías ido hacia el Museo... ¡Ah! en el Museo tampoco te hallamos... Por mi salud, yo estaba loca, no sabía lo que me pasaba... Buscándote por un lado y otro del Prado seguimos hasta la Cibeles... Aturdidos, y sin saber ya qué hacer, subimos por la calle de Alcalá, entramos por la del Turco. Me dio una corazonada. Yo dije: Al ver que nos perdíamos se habrá ido a la plazuela de las Cortes, y allí estará sentadito en un banco, al pie de la estatua de... No sé, no sé cómo se llama aquel hombre... No encontrándote, me dio otra corazonada, puedes creérmelo como Dios es mi padre, y dije: Apuesto a que se ha metido en casa. Voy corriendo, voy volando. Y volando vine acá... ¡Tito, por la Virgen Santísima, no me digas esas cosas!... ¡Ay, yo me muero si tú no me quieres!

-¿Y Segismundo?- pregunté con acento agresivo, de suprema desconfianza.

-Pues cuando llegábamos a la plazuela de las Cortes se nos presentó de repente aquel señor Sebo, ya sabes, y le dijo a Segis que tenía que hablarle... que si el señor Marqués o la señá Marquesa... En fin, Tito, que yo eché a correr dejándolos con la palabra en la boca».

Pasado un rato se calmaron mis irritados nervios. La fiel Casiana, con sinceras razones y blandas caricias, me devolvió la perdida tranquilidad. Hicimos las paces. Volví a mi quietud enfermiza, no sin que me atormentaran horas de insomnio, dudas, tristezas y alucinaciones horribles.

No aquella noche, ni la siguiente, sino tres o cinco noches después (que la cronología por entonces era problema insoluble para mí), hallándonos Casiana y yo de sobremesa pensando mucho y hablando poco, se llegó a nosotros Ido del Sagrario con paso grave y actitud sacerdotal. Imponiéndonos silencio con marcada rigidez de su dedo índice, para que oyéramos las campanadas del reloj de San Juan de Dios, alargó la nuez y en tono sibilítico nos dijo: «Excelentísimo Señor, señorita de Coelho, en este momento ha fenecido el año de 1876 y ha entrado a presidir nuestra existencia el 1877. Laus Deo».