Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XLVIII

XLVIII

Al cabo, lanzando un suspiro, agarré con una mano las de Bug-Jargal, y con la otra las de mi pobre María, que contemplaba con inquietud el sombrío aspecto de mis facciones.

—Bug-Jargal—dije haciendo un esfuerzo—; Bug-Jargal, hermano, te recomiendo la guardia del único ser en el universo a quien amo más que a ti: la guardia de María. ¡Volved sin mí al campamento, porque yo no puedo seguiros!

—¡Dios eterno!—exclamó María pudiendo respirar apenas—. ¡Alguna nueva desdicha!

Bug-Jargal se había estremecido, y una dolorosa sorpresa se pintó en sus ojos.

—Hermano, ¿qué nos dices?

El terror que oprimía a María a la sola idea de una desdicha que su previsor cariño demasiado bien parecía adivinar, me obligó a ocultarle la realidad y excusarle tan horrorosa despedida. Inclinéme, pues, al oído de Bug-Jargal y le dije en voz baja:

—Estoy prisionero. Le he jurado a Biassou entregarme en sus manos dos horas antes de terminarse el día: he prometido morir.

Al oírme bramaba de cólera, y su voz cobró un acento terrible:

—¡Oh, monstruo! He aquí por qué me pidió hablarte en secreto para arrancarte esta promesa. ¡Yo debiera haberme recelado del inicuo Biassou!¿Cómo no me sospeché algún acto de perfidia? ¡Oh! ¡No es negro, es un mulato!

—¿Qué significa eso? ¿Qué promesa? ¿Qué perfidia? ¿Quién es ese Biassou?—dijo María atemorizada.

—Cállate, cállate—le repetí en secreto a Bug-Jargal—; cállate, no la asustemos.

—Pero bien—me preguntó con tono sombrío—, ¿cómo consentiste en hacer tal promesa? ¿Por qué se la diste?

—Te creía ingrato, creía perdida a mi María; ¿qué me importaba el vivir?

—Pero una promesa verbal no puede obligarte con ese infame.

—Le empeñé mi palabra de honor.

Se quedó recapacitando, como para procurar comprenderme.

—¡Tu palabra de honor! ¿Qué es eso? ¿Habéis bebido en la misma copa? ¿Habéis roto entre los dos un anillo o tronchado una rama de arce con sus flores rojizas?

—No.

—Pues bien, ¿qué es lo que quieres decir? ¿Cómo has podido ligarte?

—Mi honor—le repliqué.

—No sé lo que eso significa; nada hay que te empeñe con Biassou: ven con nosotros.

—No puedo, hermano; lo he prometido.

—No, no lo has prometido—prorrumpió con arrebato.

Y luego, alzando la voz:

—Hermana, júntate a mí e impide que tu marido nos abandone. Quiere volverse al campamento de los negros, de donde le he sacado, bajo pretexto de que le ha ofrecido morir a su caudillo, a Biassou.

—¿Qué has hecho?—exclamé.

Pero era demasiado tarde para cortar este arranque generoso, que le llevaba a implorar el socorro de la mujer que amaba para salvarle la vida a su mismo rival, y rival favorecido. María se había lanzado a mis brazos con un grito de desesperación, y, colgada de mi cuello por sus manos entrelazadas, se dejaba caer sobre mi corazón, sin fuerza y sin aliento apenas.

—¡Oh!—decía sollozando, en voz apagada—. ¿Qué es lo que dice, Leopoldo mío? ¿No es verdad que me engaña y que tú, en el momento de reunirnos, no quieres volver a alejarte de mi lado y a separarte para morir? Respóndeme, o yo seré la que muera. ¡Tú no tienes derecho para abandonar tu vida, porque no debes sacrificar la mía! ¿Quieres separarte de mí para no volver jamás a verme?

—María—contesté—, no le creas; tengo que alejarme, es cierto, pero también es preciso, y nos volveremos a encontrar en otros lugares.

—¡En otros lugares!—prosiguió ella con espanto—. ¡En otros lugares! ¿Adónde?...

—¡En el cielo!—le respondí, falto de fuerza para engañar a aquel ángel.

Se desmayó otra vez; pero ahora era de dolor. El tiempo urgía, y yo la coloqué en los brazos de Bug-Jargal, cuyos ojos rebosaban en lágrimas.

—¿Y nada puede detenerte?—me dijo—. Nada añadiré a lo que estás viendo. ¿Cómo puedes resistir a María? Por una sola de las palabras que te ha dirigido le hubiera yo sacrificado el orbe, ¡y tú no quieres hacerle el sacrificio de vivir!

—¡El honor!—le respondí—. Adiós, hermano; adiós, Bug-Jargal; te la encargo.

Me agarró de la mano; estaba pensativo y apenas parecía escucharme.

—Hermano, hay en el campamento de los blancos uno de tus parientes, y a ése le entregaré a María. Por lo que a mí hace, no cabe aceptar tu confianza.

Y señaló a las cumbres de un monte vecino, cuya cima dominaba toda la comarca.

—¿Ves ese peñón? Cuando la señal de tu muerte aparezca en él, el pregón de la mía no tardará en resonar. Adiós.

Sin hacer alto en el sentido incógnito de estas palabras, le abrazé, sellé con un beso la pálida frente de María, que, gracias al cuidado de su nodriza, empezaba a reanimarse, y eché a huir con precipitación, temeroso de que su primera mirada, su primer lamento, desarmasen mi fortaleza.