Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XLVII
XLVII
Estaba, por decirlo así, acostumbrado a ver y oír prodigios respecto de aquel hombre. No sin gran extrañeza acababa de contemplar un minuto antes al esclavo Pierrot transformarse en monarca africano, y ahora llegó mi admiración a su colmo al reconocer en él al terrible y magnánimo Bug-Jargal, cabeza de los rebeldes de Morne-Rouge. Entonces comprendí de dónde provenía el homenaje que los negros todos, incluso el mismo Biassou, tributaban al caudillo Bug-Jargal, al rey del Kakongo.
Parecía como que no observaba la impresión que en mí hicieron sus palabras postreras, y prosiguió hablando:
—Me habían dicho que también tú, por tu parte, estabas prisionero en el campamento de Biassou, y vine a libertarte.
—¿Por qué me decías, pues, que no estabas libre?
Miróme como para tratar de adivinar el motivo de pregunta tan natural, y:
—Escucha—me dijo—; esta mañana estaba prisionero entre los tuyos, cuando oí anunciar que Biassou había declarado su intención de dar muerte antes de la puesta del sol a un cautivo joven llamado Leopoldo d’Auverney. Entonces reforzaron las guardias de mi prisión, y supe que mi suplicio se seguiría al tuyo, y que, en caso de evasión, diez de mis compañeros responderían por mí. Ya ves que estoy de prisa.
Volví a detenerle, preguntando:
—¿Pero te has escapado?
—¿Pues cómo había de estar aquí? ¿No era preciso salvarte? ¿No te debía yo la vida? Pero, vamos, sígueme: estamos a una hora de distancia, tanto del campamento de los blancos cuanto del de Biassou. Mira: la sombra de los cocoteros se va alargando, y su cogollo aparece en la hierba del prado cual el enorme huevo de un cóndor. Dentro de tres horas, el sol se habrá ya puesto; anda, hermano, que el tiempo nos urge.
Dentro de tres horas, el sol se habrá puesto; estas sencillas palabras me helaron de terror, cual un fúnebre espectro, porque me recordaron la fatal promesa que le había hecho a Biassou. ¡Ay! ¡Volviendo a ver a María había olvidado nuestra separación próxima y eterna! Embriagado de júbilo, tantas emociones me arrebataron la memoria, ¡y no recordé la muerte en brazos del placer! Las palabras de mi amigo me trajeron de súbito la imagen de mi infortunio. ¡Dentro de tres horas, el sol se habrá puesto! Y necesitaba una entera para llegar al campamento de Biassou. Mis deberes estaban imperiosamente prescritos: el infame tenía mi palabra, y antes morir mil veces que dar a semejante bárbaro derecho para menospreciar la única cosa en que, al parecer, tenía aún fe: el honor de un francés. La alternativa era terrible, y elegí lo que elegir debía; pero habré de confesarlo, señores, que titubeé por un momento. ¿Fuí, acaso, tan de culpar?