Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo VIII

VIII

Un prolongado suspiro, que continuó resonando en las cuerdas de la guitarra, acompañó a estas últimas palabras. Estaba yo fuera de mí: “¡Rey! ¡Negro! ¡Esclavo!” Mil ideas incoherentes, despertadas por la inexplicable canción que acabábamos de escuchar, me hervían en el cerebro; un ímpetu violento, una necesidad de aniquilar al ser desconocido que osaba mezclar el nombre de María con sus cánticos de amor y de amenaza, se había apoderado de mi mente. Agarré, frenético, la escopeta y me arrojé afuera; y mientras María, atemorizada, alargaba los brazos para detenerme, estaba ya metido en lo más espeso de la enramada, hacia el punto donde sonó la voz incógnita. Registré la arboleda en todas direcciones, metí el cañón de mi arma por entre los matorrales, di vuelta a los gruesos troncos, sacudí las crecidas hierbas y... en vano; todo, todo en vano. Tan inútil pesquisa, unida a vagas reflexiones acerca de la canción, añadieron cierta vergüenza a mi cólera. ¡Pues qué!, ¿había siempre de escaparse este insolente rival, tanto de mi brazo cuanto a mi comprensión? ¿No podría ni encontrarle, ni adivinar su ser?... En este momento, un ruido de cascabeles vino a sacarme de mi distracción, y al revolverme con rapidez me encontré al lado con el enano Habibrah.

—Buenos días, amo mío—me dijo, haciéndome una reverencia con sumo respeto; pero en su mirada de reojo, que clavó en mí con disimulo, juzgué observar una inexplicable muestra de malicia y un aire de oculto gozo al contemplar el desasosiego estampado en mi frente.

—Habla—le grité con aspereza—y dime si has visto a alguien en este bosque.

—A nadie más que a usted, señor mío—me respondió con serenidad.

—¡Pues qué! ¿No has oído una voz?—le repliqué.

El esclavo se quedó por algún breve espacio como pensando qué responderme, y yo, hirviendo en ira, proseguí:

—Vamos, respóndeme pronto, infeliz: ¿no has oído por aquí una voz?

Clavó descaradamente en mí sus ojos, redondos como los de un gato montés, y contestó:

—¿Qué quiere decir usted con eso de una voz, mi amo? Hay voces dondequiera y de cualquier especie; hay la voz de los pájaros y la de las aguas; hay la voz del viento meciéndose entre las hojas...

Le interrumpí dándole una fuerte sacudida y diciéndole:

—¡Miserable bufón! Deja de tomarme por tu juguete o te haré escuchar muy de cerca la voz que sale del cañón de una carabina. Respóndeme en cuatro palabras: ¿has oído en este bosque a algún hombre cantar una canción española?

—Sí, señor—me replicó, sin parecer conmovido—; y también oí la letra de la música. Atención, amo mío, que voy a contarle cierta cosa. Me iba yo paseando por las cercanías de este bosque, escuchando lo que me decían al oído los cascabeles de la gorra, cuando el viento vino de repente a añadir a semejante concierto algunas palabras de esa lengua que usted llama el español, la primera que tartamudearon mis labios cuando mi edad se contaba, no por años, sino por meses, y cuando mi madre me llevaba colgado de su cuello con fajas de bayeta roja y amarilla. Yo amo esa lengua porque me recuerda el tiempo en que yo era chiquito y aún no era enano, en que era un niño y no un bufón imbécil; me acerqué, pues, y escuché el fin de la canción.

—¿Y qué?—repuse yo impaciente—. ¿Es eso todo cuanto alcanzas?

—Sí, señor, amo hermoso; pero si usted quiere, le diré quién era el hombre que cantaba.

Creí que iba a abrazar al enano.

—¡Habla, habla, Habibrah! ¡Ahí tienes mi bolsa, y diez bolsas aún más llenas serán tuyas si me enseñas a ese hombre!

Tomó la bolsa, la abrió y se sonrió.

—¡Diez bolsas más llenas que ésta! ¡Qué demonio! ¡Eso haría una fanega llena de pesos con el retrato del rey Luis quince, tantos cuantos bastarían para sembrar las tierras del mágico de Granada Altornino, que poseía la ciencia de hacer crecer buenos doblones! Pero, vamos, no se incomode usted, señorito, que allá voy al grano. Acuérdese usted, señor, de las últimas palabras de la canción: “Tú eres blanca y yo soy negro; pero el día tiene que hermanarse con la noche para dar el ser a los rosados matices de la aurora y a los dorados arreboles de la tarde, más bellos ambos que la luz del mismo día.” Ahora bien: si la canción dice la verdad, el mulato Habibrah, su humilde, esclavo, nacido de un blanco y de una negra, es más hermoso que usted mismo, señorito. Yo soy el producto de la unión del día y de la noche; yo soy la aurora o la tarde de que habla la canción española, y usted no es más que la luz del día. Luego yo soy más hermoso que usted, si usted lo quiere; yo soy más hermoso que un blanco...

Y el enano mezclaba con tan extrañas digresiones grandes carcajadas de risa. Volví entonces a interrumpirle, diciendo:

—¿Adónde vas a parar con tales extravagancias? ¿Acaso nada de lo que hablas puede indicarme quién era el hombre que cantaba en el bosque?

—Exactamente, mi amo—repuso el bufón con una mirada maliciosa—. ¡Claro está que el hombre que llegó a cantar tales extravagancias, como usted las llama, ni podía ser ni es sino un loco como yo! Así me gané las diez bolsas.

Ya tenía el brazo levantado para castigar la insolente bufonada del esclavo emancipado, cuando de repente resonó en el bosque un grito agudo hacia el lado de la glorieta: era la voz de María. Me lancé en aquella dirección, corrí, volé, soñando en la nueva desgracia que pudiera amenazarme, y llegué a la glorieta falto de aliento. Allí, un espectáculo horrible me aguardaba. Un enorme caimán, con el cuerpo medio escondido entre los juncos de la orilla, asomaba la monstruosa cabeza por los arcos de verdes ramas que sostenían el techo del cenador. Su boca, entreabierta y medrosa, amenazaba a un negro, joven y de estatura colosal, que con un brazo sostenía a la amedrentada doncella, mientras con el otro metía con arrojo el hierro de un hacha de carpintero entre las aceradas quijadas del monstruo. El caimán luchaba enfurecido contra aquella mano audaz y robusta que le tenía sujeto. Al instante de aparecer yo en el umbral de la glorieta, soltó María un grito de júbilo, se arrancó de los brazos del negro y vino a caer a mis plantas, exclamando:

—¡Ya estoy salva!

A este movimiento, a estas palabras de María, el negro se volvió con ímpetu, cruzó los brazos sobre el hinchado seno y, clavando sobre mi esposa prometida una mirada de dolor, se quedó inmóvil y como sin apercibirse de que el caimán, cerca de él y desembarazado ya del hacha, iba a devorarle. Perdido estaba sin recurso el intrépido negro si, poniendo con prontitud a María en brazos de su nodriza, que más muerta que viva permanecía sentada en el banco, no me hubiese yo aproximado al monstruo y le hubiera descargado en la boca, que tenía abierta, el tiro de mi carabina. El animal, herido, abrió y cerró por dos o tres veces aún las quijadas llenas de sangre y los ojos empañados; pero esto no fué más que un movimiento convulsivo, y de repente se tendió con gran estrépito sobre el lomo, estirando sus patas gruesas y escamosas, y quedó muerto. El negro, a quien acababa de salvar tan felizmente, volvió la cabeza y contempló los últimos estremecimientos del monstruo; clavó en seguida los ojos en tierra, y alzándolos despacio hacia María, que había acudido a refugiarse en mis brazos para disipar el vestigio de sus temores, me dijo, en un tono de voz que indicaba aún más que la desesperación:

¿Por qué le has muerto?

Y luego se alejó precipitado, sin aguardar mi respuesta, y se ocultó entre la espesura de los árboles.