Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo VII

VII

María había despertado a la anciana nodriza, que le había servido siempre de madre, a quien perdió en la cuna; así, pasé el resto de la noche a su lado, y en cuanto llegó el día, dimos parte a mi tío de tan inexplicable acontecimiento. Su asombro fué extremado; pero tanto su orgullo como el mío no pudo avenirse con la idea de que fuese un esclavo el amante incógnito de su hija. La nodriza recibió órdenes de no separarse de María; y como las sesiones de la asamblea provincial, la inquietud que inspiraba a los principales hacendados el aspecto, cada día más sombrío, de los negocios coloniales; el cuidado, en fin, de sus haciendas, no dejaban a mi tío momento alguno de descanso, me autorizó para que acompañara a su hija en todos sus paseos, mientras llegaba el 22 de agosto, época de nuestro enlace. Al tiempo mismo, empeñado en la creencia de que el nuevo adorador había por fuerza de ser forastero, mandó que se hiciese guardia por todos los confines de sus tierras, de día y de noche, y con mayor vigilancia que jamás anteriormente.

Tomadas tales precauciones de concierto con mi tío, quise yo hacer por mí un ensayo, y así, me encaminé a la glorieta, arreglé cuanto había quedado en desorden la víspera y la adorné con las mismas flores que tenía de costumbre ofrecer a María.

Cuando llegó la hora en que ella solía acudir a aquel retiro, cargué con bala mi escopeta y propuse a mi prima acompañarla al mismo sitio; la nodriza vino con nosotros.

María, sin saber que yo hubiese enmendado los destrozos del día anterior, entró primero en la glorieta.

—Mira, Leopoldo—me dijo—, todo está aquí en el mismo desorden que lo dejamos ayer; mira tu trabajo deshecho, tus flores arrancadas y marchitas; pero lo que me asombra—añadió, cogiendo el ramo de caléndulas silvestres—, lo que me asombra es que este odioso ramo no se haya ajado desde ayer acá; mírale, Leopoldo mío, y dime si no parece acabado de coger.

Yo me había quedado inmóvil de cólera y sorpresa, porque, en efecto, mi tarea de la mañana estaba allí deshecha delante de mis ojos; y aquellas melancólicas y amarillentas flores, cuya frescura extrañaba mi pobre María, habían usurpado con insolencia el puesto de las rosas por mí colocadas.

—Sosiégate—me dijo ella, que percibió mi turbación—; sosiégate, que es una cosa ya pasada, y ese insolente no se atreverá, sin duda, a volver. Arrojemos tales cuidados como yo hago con este odioso ramo.

Tuve buen cuidado de no disipar sus ilusiones, por temor de asustarla, y sin decirle que el que nunca volvería había ya vuelto, le dejé pisotear las caléndulas en su inocente indignación; y luego, creyendo que era llegada la hora de conocer a mi misterioso rival, la hice sentarse en silencio entre su nodriza y yo.

Apenas nos habíamos, en efecto, colocado en nuestro puesto, cuando María se llevó de repente el dedo a la boca, porque un leve son, debilitado entre el susurro del viento y el murmullo de las aguas, acababa de llegar a sus oídos. Púseme a escuchar, y era el mismo preludio lento y melancólico que en la noche anterior había despertado mi ira. Quise lanzarme del asiento; pero un gesto de María me contuvo.

—Detente, Leopoldo—me dijo a media voz—; repara en que va a cantar y a decirnos así probablemente quién sea.

Y no se equivocó María, porque una voz armoniosa, cuyos acentos respiraban a un tiempo mismo algo de varonil y de lastimero, salió en breve de entre lo más espeso de la arboleda y mezcló con los sonoros tonos de una guitarra cierta canción española, que bebieron mis oídos palabra por palabra, con tal ardor que se quedaron éstas grabadas en mi memoria y puedo aun ahora repetir todas sus expresiones[1]:

“¿Por qué huyes de mí, oh, María? ¿Por qué huyes de mí, oh, tierna doncella? ¿De dónde nace ese espanto que hiela tu ánimo cuando me escuchas? ¡Tan terrible aparezco, yo que sé amarte, padecer y cantar!

“Cuando a través de los erguidos cocoteros y de las frondosas alamedas, que baña el río, contemplo deslizarse tus formas puras y aéreas, la vista se me empaña, oh, María, cual si mirase pasar alguna visión celeste.

“Y si escucho, oh, María, los hechiceros y melodiosos acentos que se exhalan de tu boca, juzgo que el corazón acude a latir en mis oídos y mezcla un murmullo lastimero con tu voz armoniosa.

“¡Ay! Tu voz es más suave para mí que el canto mismo de los pajarillos que vuelan libres por la bóveda de los cielos y que vienen de las regiones de mi patria.

“¡De mi patria, donde yo era rey; de mi patria, donde yo era libre!

“¡Libre y rey, oh, doncella! Y todo esto lo olvidaría por ti; olvidaríalo todo: ¡trono, familia, deberes y venganza! Sí, hasta la venganza; aunque ha llegado el instante de madurar ese fruto amargo y delicioso, que tan tardo crece.”

La voz había cantado las estrofas que anteceden, haciendo pausas repetidas y melancólicas; mas al llegar a las últimas palabras, cobró un acento de terrible energía.

“¡Oh, María! Tú eres como la esbelta palma que a los soplos del aura se mece ufana con blando movimiento, y te miras en los ojos de tu amante cual la palma se mira en las cristalinas ondas de la fuente.

“¡Pero qué! ¿Tú lo ignoras por ventura? ¿No sabes que suele alzarse en el desierto un huracán envidioso al contemplar el bien de la fuente preferida? Mírale que llega, y que el aire y la arena se confunden al batir de sus espesas alas; mírale que envuelve al árbol y al manantial en sus abrasadores remolinos. Y la fuente se agota, y siente la palma marchitarse el círculo galano de sus hojas al influjo de aquel mortífero aliento, y se ve despojada de su brillante adorno, majestuoso cual una real corona y elegante cual una verde caballera.

“¡Tiembla, oh, blanca hija de la Española[2]! ¡Tiembla! ¡No sea que todo alrededor tuyo se convierta luego en un huracán y en un páramo sombrío! Entonces llorarás el amor que hubiera podido conducirte hacia mí como el alegre kata, el pájaro de amparo en el desierto, guía hasta la cisterna, por los incultos arenales de Africa, al sediento peregrino.

“¿Ni por qué has de despreciar mi cariño, oh, María? Yo soy rey, y mis sienes descuellan entre todas las frentes humanas. Tú eres blanca, y yo soy negro; pero el día tiene que hermanarse con la noche para dar el ser a los rosados matices de la aurora y a los dorados arreboles de la tarde, más bellos ambos que la luz del mismo día.”


  1. Aquí añade Víctor Hugo, en una nota, que le parece inútil copiar el romance español que comenzaba: ¿Por qué me huyes, María? Como tal romance o canción en castellano, por supuesto, no existe, habremos de contentarnos con traducir la prosa francesa.—N. del T.
  2. Primer nombre, según sabrán nuestros lectores, que dió Cristóbal Colón a la isla de Santo Domingo, en diciembre de 1492, año del descubrimiento.—N. del A.