Buenos Aires desde setenta años atrás/Capítulo XXI
I
Nos hemos ocupado ya incidentalmente del señor Bevans; sin embargo, vamos a decir algo más a su respecto.
Don Santiago Bevans, ingeniero hidráulico, llegó a Buenos Aires, con su familia, en 1822.
Tratose entonces, utilizando a la vez los conocimientos de un ingeniero francés, señor Cattelin, de la construcción de un muelle, pero nada pudo hacerse por falta de fondos.
Dio principio en 5 de enero de 1824, al ensayo de un pozo artesiano en la noria de la Recoleta; pero este ensayo no dio el resultado que se esperaba.
Y ya que de la Recoleta hablamos, recordaremos, de paso, que el 18 de noviembre de 1822, se sepultaron los primeros cadáveres en el Cementerio del Norte (Recoleta), único que existía entonces. Según el asiento del libro del Cementerio, esos cadáveres fueron, del párvulo liberto Juan Benito y de la mujer de 26 años, blanca, nacida en el Estado Oriental, María de los Dolores Maciel.
Volviendo al señor Bevans, él declaró que la Ensenada de Barragán, era nuestro verdadero puerto. Él construyó gran parte del célebre camino blanco, que aún existe en esa localidad.
Don Santiago Bevans era cuáquero, y su esposa pertenecía a la misma secta. Vestían, pues, un traje especial; él usaba un casacón ancho, de faldones, y sombrero muy semejante al que usan hoy los clérigos, que es mucho más reducido en tamaño que el que usaban antiguamente. A propósito de este casacón, referiremos una anécdota de su familia.
II
Sea consultando la salud, sea por gusto o por economía, ignoramos el motivo, el señor Bevans habitó con su familia la quinta conocida por de Peña (hoy creemos del señor Cazón), inmediata a la del señor Rodríguez, conocida por de Bola de Oro; nombre que, hasta hace poco, se daba también a la Capilla del Carmen, edificada en terreno, y aun se dice que con dinero de dicho Rodríguez, que, siendo inmensamente rico, mereció ese apodo.
Esta quinta de Peña era, por aquellos años, sumamente lóbrega, pues todos estos barrios estaban tan despoblados, que en muchas cuadras no había un solo edificio. La quinta misma, tenía más de dos cuadras de frente, sin calle que la dividiese en manzanas.
III
Era una hermosa noche de verano, y el señor Bevans comía, como a las siete y media, muy tranquilo con su familia, en un espacioso comedor, cuya puerta daba al patio; este patio no tenía separación alguna de la quinta. El calor excesivo lo había inducido a dejar la puerta abierta. El señor Bevans daba la espalda a ésta; repentinamente, un gran número de hombres emponchados y cubiertas las caras, se lanzan a la pieza; uno de ellos se arroja, cuchillo en mano, sobre el dueño de casa, y con la rapidez del rayo, corta de un solo tajo, que envidiaría el más experto cirujano, ¡ambos faldones de su enorme casaca, apoderándose de un rico par de pistolas que ocupaban sus bolsillos, y que el dueño no tuvo tiempo de sacar!
Esté hombre había sido, sin duda, peón o sirviente, de la casa, a juzgar por la seguridad con que procedió.
En un momento, todos los miembros de la familia quedaron prisioneros en sus propios asientos. Ataron a todos, menos a un niño como de 12 años, que a obscuras, se encontraba, por casualidad, en una pieza contigua; allí se agazapó.
La gavilla empezó su registro, felizmente, en las piezas al lado opuesto de donde el niño se hallaba, y después de haber vaciado los cajones de las cómodas y armarios, empezaron a acomodar su contenido en ponchos, colchas y aun en los forros de los colchones.
Pero mientras esto sucedía, el niño logró salir de su escondite y escapar por una pequeña ventana sin reja, y huyendo por el fondo de la casa, consiguió salir a la calle, llegando a todo correr, a la quinta de don Santiago Wilde, distante unas cinco o seis cuadras, la casa de su relación más inmediata, con el parte de lo que ocurría.
Mientras se armaron el capataz, un peón, un sirviente, un amigo que se hallaba de visita y el alcalde, que vivía enfrente, y llegaron con dos individuos más, que en el camino se incorporaron, al lugar del siniestro, sólo alcanzaron a libertar a los infelices que, atados codo con codo, habían presenciado el audaz robo de que eran víctimas.
Los salteadores tuvieron tiempo de hacer sus atados con toda calma, montar a caballo y perderse en esas soledades.