Buenos Aires desde setenta años atrás/Capítulo XIX
I
Las cigarrerías, propiamente dichas, no se conocían en los tiempos a que nos venimos refiriendo. Las vimos con profusión en Montevideo en 1842, donde probablemente existían desde época anterior; luego que la emigración argentina regresó después de la memorable batalla de Caseros, las cigarrerías en la forma que hoy las conocemos, empezaron a establecerse entre nosotros.
Antiguamente, los cigarros se expendían en los almacenes y pulperías. Hubieron después, algunas casas especiales como el almacén de Rey, el de Villarino, el Poste Blanco de Muñoz, de Giménez, de Sánchez al lado de la confitería de Baldracco, etc., en donde se vendían cigarrillos muy buscados por los aficionados al buen tabaco.
Casi todos los almaceneros tenían su picador de tabaco, especie de profesor ambulante que iba de almacén en almacén, permaneciendo en cada uno el tiempo suficiente, con arreglo al despacho de cigarrillos o de tabaco picado.
También tenían su cigarrero; algunos, aunque pocos, trabajaban en sus propias casas, pero los más lo hacían en el almacén o pulpería, precaución que tomaban los dueños de éstos, para que no cambiasen el tabaco. Colocábase el cigarrero en paraje resguardado del viento, (a fin de que el tabaco no se aventara) con una fuente de lata o cosa parecida puesta sobre los muslos, con tabaco picado y una provisión de hojas de papel de hilo, cortado artísticamente con un cuchillo ad hoc, envolviendo y cabeceando sus cigarrillos con admirable prontitud y destreza.
No se envolvían los cigarros en papel de plomo ni tenían envelope con etiqueta, ni nos favorecían los fabricantes con sus importantes efigies; en fin, carecían de toda clase de cubierta. Se ataban simplemente por ambas extremidades, con hilo negro o colorado, en número de 16 a 20, y cada atado se vendía por un medio de plata y más tarde, por un peso papel, reduciéndose gradualmente el número de cigarrillos hasta quedar en nuestros días en ¡ocho!
Aunque se vendían cigarrillos hamburgueses, de Virginia, paraguayos, corretinos y aun algunos habanos, el que más se consumía era el cigarro de hoja, que podía llamarse del país, fabricado aquí con tabaco del Paraguay, de Corrientes, de Tucumán, y, algunas veces, aunque muy raras, del cultivado en esta provincia.
II
Este ramo de industria estaba, puede decirse, exclusivamente en manos de la mujer, y muchas familias pobres se sostenían bien con sólo la fabricación de cigarros de hoja.
Algunas compraban el tabaco al contado; otras pagaban su importe con los cigarros que entregaban, o sacaban la mitad de su valor en gasto; algunas, que podremos llamar mayoristas, y que gozaban de mayor crédito, tomaban un petacón con 10, 12 o más arrobas, que también pagaban paulatinamente, con entrega de cigarros; en fin, como antes hemos dicho, la fabricación de cigarros de hoja les ofrecía un medio honesto de vivir, pero la cigarrera, batida en brecha por las máquinas y los cigarreros, sólo se la ve refugiada en uno que otro suburbio o en la campaña.
III
Penetremos, sin embargo, a una casa de familia pobre, pero honrada, que se sostenía haciendo cigarros, y veamos lo que más o menos pasaba en ella.
La madre o la señora mayor, era, en general, la encargada de ir al almacén a comprar el tabaco; no porque a las muchachas les faltase ganas de ir, sino porque sus manos no podían, sin grave perjuicio, apartarse de la mesa, y la señora vieja tenía una parte menos directa en la elaboración. Cuando podía ostentar un sirvientito, suyo, o pedido en el barrio con ese objeto, éste venía tras la señora, con su arroba, o más o menos, de tabaco colorado. Si de esto no podía hacer gala, ella misma traía su tabaco del modo más disimulado posible, debajo de su mantón o rebozo.
Llegada a su casa, la pregunta más natural era:
-«¿Cómo le ha ido, mama, con don Crisólogo (el almacenero), siempre ventajero?»
Aquí se presentaba la oportunidad de darse la señora importancia y hacer comprender que el buen negocio había pendido exclusivamente de su perspicacia y savoir faire.
-«¡Qué, hijita! Don Crisólogo siempre el mismo; me quería endosar pura tripa, pero yo, tiesa que tiesa, le hice abrir porción de mazos, y al cabo me he traído un tabaco riquísimo; ¡es un oro, pura hoja! Dice que el sábado sin falta le manden 15 o 20 atados de cigarros. ¿Está el agua caliente? ¡queda tan lejos este maldito almacén! Vengo rabiando por tomar mate.» Remuneración, según ella, justamente merecida por su talento y tacto diplomático cerca de don Crisólogo.
IV
Sobre mesas o un catre de lona o de cuero, veíase siempre en el patio, en buen tiempo, tabaco puesto a secar: el tiempo húmedo era el mayor enemigo de la cigarrera.
Toda la familia, o la mayor parte de ella, por lo menos, tenía participación en la operación de abrir tabaco y separar la tripa de la hoja; una de las más prolijas se ocupaba de remojar, luego abrir y apilar hoja sobre hoja, las que más tarde se empleaban para la capa externa o envoltura del cigarro; la niña, o las niñas, eran las fabricantes.
Si, como sucedía con frecuencia, eran buenas mozas, esto daba motivo al almacenero para tomar por pretexto la necesidad apremiante y repentina de cigarros, a fin de tener entrada en casa de la cigarrera, donde, como es de suponer, era bien recibido.
Uno de los recursos con que muy legítimamente contaba ésta, era el de vender por menudeo, pues es claro que del atado (128 cigarros), que vendía al almacenero o pulpero por seis pesos, por ejemplo, sacaba ella diez, y no faltaban compradores.
Así, muchos jóvenes, al pasar por la ventana, hábilmente entreabierta, de la pieza en que, bien peinada y arregladita, trabajaba la cigarrera, no podían menos que detenerse a comprar cigarros de hoja, aun cuando en su vida fumasen sino papel. Por regla general, cuando esto sucedía, no había cigarros hechos, rogándole al comprador que entrase un momento mientras preparaba un peso de los más rubios y bien acondicionados. Mientras duraba esta operación, la conversación no escaseaba, y aun en casos excepcionales, era acompañada de un matecito, tal vez con azúcar quemada.
Pero no se crea por esto que las cigarreras eran como el gran número de desgraciadas que todos han tenido ocasión de ver en estos últimos años despachando en las cigarrerías. No; eran hijas honradas de madres pobres, que honestamente ganaban el pan. Ese deseo de entrar en relación con las personas que consideraban decentes, que acudían a comprar, era, hasta cierto punto, natural y disculpable, y aun instintivo; no diremos que no habría una segunda intención en su cortés invitación, pero ésta se mantenía dentro de los límites del decoro. Con aquella franqueza, pues, con aquella desenvoltura graciosa de la mujer argentina, aun en la clase media, recibían estas visitas, sosteniendo una conversación agradable y mesurada, dando alguna vez su inocente ardid, feliz resultado, pues más de un visitante cayó en las redes, hábilmente tendidas por la graciosa cigarrerita.