Nota: Se respeta la ortografía original de la época

XXV

EL VIEJO CAPITÁN Y SU SUCESOR

Capitán y yo nos hicimos grandes amigos. El era un buen viejo, y un excelente compañero. Jamás pensé en que pudiera abandonarnos y emprender la cuesta abajo; pero le llegó su turno, y diré cómo. No presencié lo ocurrido, y sí sólo lo of referir.

Regresaba Perico con él, de haber hecho una carrera á la estación del ferrocarril central, cuando, entre el Puente y el Monumento, vió el primero venir en dirección á ellos un gran carro de cervecería, vacío, y arrastrado por dos poderosos caballos. El conductor los castigaba con un fuerte látigo hasta que los caballos emprendieron una desesperada carrera, y perdiendo aquél el dominio de ellos, vinieron á estrellarse con el carro contra nuestro coche, que volcaron por completo. Capitán fué revolcado, las lanzas fueron hechas pedazos, y una astilla le entró por un costado. Perico recibió varias contusiones, escapando milagrosamente, según él decía. Cuando levantaron al pobre Capitán, encontraron que se había lastimado muy seriamente. Perico lo condujo á casa con el mayor cuidado posible, y cuando lo vi entrar, con su blanca piel cubierta de sangre que manaba de sus heridas, sentí la mayor compasión por él. El conductor del carro, que según se probó, y como casi siempre sucede en esos casos, estaba borracho, fué multado, y el dueño condenado á pagar los perjuicios á nuestro amo; pero nadie indemnizó al pobre Capitán.

1 El veterinario y Perico hicieron cuanto pudieron por aliviarle los dolores y hacerle llevadera su desgracia. Le cosieron las heridas, y por algunos días no salí al trabajo, porque Perico estaba atendiéndolo constantemente, y hubo que reparar el coche. La primera vez que fuímos al puesto, después del accidente, el «Gobernador» se nos acercó á preguntar por Capitán.

-Nunca se repondrá de ésta-dijo Perico ;al menos para servir en el trabajo de alquiler, según me ha dicho el veterinario esta mañana.

Dice que podrá servir para el acarreo, ú otra cosa por el estilo; pero yo que sé la vida que llevan en Londres los caballos de acarreo, no estoy dispuesto a que vaya á parar en eso. Quisieá ra que á todos los borrachos los encerraran en una casa de dementes, en vez de permitirles que atropellen de una manera inicua á los que no bebemos. Si al menos se rompieran sus propios huesos, hicieran pedazos sus carros, é inutilizaran sus caballos; no sería tan malo; pero no parece sino que el inocente es el que más sufre siempre. Hablan luego de indemnización; ¿quién es capaz de indemnizar las molestias, los perjuicios, y la pérdida de un buen caballo, que es como un buen amigo? Nadie. Crea usder, «Gobernador», que si algo quisiera yo ver confundido en los abismos, es la pícara bebida y los borrachos.

1 -Me parece, Perico-dijo aquél,-que me está usted llevando de encuentro; yo no soy tan bueno como usted, para vergüenza mía; y quisiera serlo.

-¿Y por qué no rompe usted con ese maldito vicio? Usted es un hombre que vale demasiado, para verse esclavo de semejante cosa.

-Lo que soy yo, es un estúpido, Perico; pues una vez traté de contenerme por dos ó tres días, y creí morir. ¿Cómo se las compuso usted, que también le gustaba empinar el codo?

-Fué duro el trabajo por algunas semanas; pero al fin triunfé. Usted sabe que nunca fuí un verdadero borracho; pero así y todo, cuando el deseo venía, la lucha era terrible para resistirlo, pues no era dueño de mí mismo. Un día, sin embargo, me dije que uno de los dos tenía que vencer, ó la pícara bebida, ó Perico Segovia.

Necesité echar mano de todas mis fuerzas, pues basta que intenté romper con el hábito no sabía yo las raíces que había echado en mí. Paulina me ayudó, la pobre, dándome buen alimento, y cuando sentía el ansia de beber, tomaba una taza de café, y mascaba unos granos de pimienta, con lo que me consolaba algo. Por fin, gracias á Dios y á mi buena Paulina, rompí las cadenas que me tenían sujeto, y en diez años no he vuelto á probarlo, ni lo deseo nunca.

-Muchas veces me propongo probar-dijo Cuadrado, pues realmente es una triste cosa no ser uno dueño de sí mismo.

-Hágalo, Gobernador, y luego se alegrará.

Mucho bien haría á algunos de nuestros pobres compañeros ver á usted apartarse de ese vicio.

A dos ó tres conozco, que con gusto dejarían de entrar en esa taberna, si pudieran.

Capitán, al principio, parecía ir mejorando, pero como era un caballo viejo, y sólo su portentosa constitución y el buen trato de Perico le habían hecho conservarse por tanto tiempo en el trabajo del coche, decayó muchísimo. El veterinario dijo que podría enderezarlo un poco para que fuese vendido por unos cuantos duros ; pero Perico se negó á vender aquel animal que tan buen servicio le había prestado, para que fuese á parar donde le esperasen trabajos y miserias, pensando que lo más humanitario era poner una segura bala á través de su cabeza, con lo que acabarían todos sus sufrimientos, ya que no le era posible encontrar para él un amo en cuyo poder pasase tranquilamente los últimos días de su existencia.

L

El día después de haber tomado esta resolución, Enrique me llevó á la fragua para que me pusieran herraduras nuevas, y cuando volví á casa ya Capitán no estaba allí. Toda la familia y yo sentimos amargamente su falta.

Perico necesitaba hacerse de otro caballo, y pronto supo de uno, por medio de cierto amigo que era mozo de cuadra en casa de un gran señor. El animal era joven, y de precio, pero se había desbocado una vez, estrellándose contra otro carruaje, saliendo su amo despedido, y él lastimado en términos que no podía figurar ya en las caballerizas de aquel personaje, que ordenó á su cochero viese de venderlo lo mejor que le fuera posible.

-Yo puedo habérmelas con caballos de genio 1 -dijo Perico á su amigo,-siempre que no sean falsos ó muy duros de boca.

-No tiene el más pequeño vicio-contestó el otro, y su boca es muy suave, creyendo yo que esto fué la causa del accidente. Había pasado varios días sin hacer ejercicio, porque el tiempo estaba malo, y cuando salió enganchado llevaba más vapor que una locomotora. El cochero le puso los arneses todo lo apretados que pudo, con martingala, engallador, una fuerte cadenilla barbada, y las riendas en la última anilla del bocado. Esto, en mi concepto, exasperó más al caballo, que era tierno de boca y estaba lleno de bríos.

-Es muy posible-dijo Perico.-Iré más tarde á verlo.

Al siguiente día, Corzo, que éste era su nombre, vino á casa; era un fino animal, de color retinto, sin un pelo blanco en todo su cuerpo, tan alto como Capitán, de hermosa cabeza y sólo cinco años de edad. Lo saludé afectuosamente, como compañero; pero no le hice pregunta alguna. La primera noche la pasó muy intranquilo. En vez de acostarse, estuvo agitando el ronzal de la cabezada, y haciendo golpear la valla contra el pesebre, en términos que no me dejaba dormir. Sin embargo, al día siguiente, después de cinco ó seis horas de trabajo en el coche, volvió tranquilo y juicioso. Perico le acarició y habló mucho, y muy pronto se entendieron ambos, diciendo aquél que, con un bocado suave, y abundante trabajo, en breve estaría más manso que un cordero; de modo que si su señoría, el anterior amo, perdió un caballo de precio, un cochero de alquiler ganó una prenda en toda su pujanza.

Corzo lamentó su descenso en la esfera social, y le contrariaba verse convertido en caballo de un coche simón; pero, al fin de la primera semana, me confesó que una boca cómoda y una cabeza libre, eran cosas de mucha importancia, y que después de todo, más degradante que hacer aquella clase de trabajo, era llevar la cabeza y la cola amarradas á un sillín, tirantes como cuerdas de guitarra. En una palabra, transigió con la nueva vida, y Perico, con tal motivo, estaba contentísimo y le tomó afecto.