Azabache/XXIV
XXIV
LA ELECCIÓN
Cuando entrábamos una tarde en el patio, Paulina se nos acercó diciendo:
—Perico, aquí ha estado el señor Valdés á preguntar á quién vas á dar tu voto, y á decir que necesita tu coche para las elecciones; volverá por la contestación.
—Pues dile que lo tengo ya comprometido para otro trabajo. A mí no me gusta verlo cubierto con esos grandes carteles, ni hacer correr & Juanillo y al Capitán de un punto para otro, conduciendo electores borrachos. Eso sería deshonroso para nuestros caballos, y no lo haré, de ningún modo.
—Supongo que votarás por ese caballero, que dice es de tus mismas ideas políticas.
—En ciertos puntos estamos de acuerdo; pero no pienso votar por él, Paulina, pues tú sabes que no lo estamos en cuanto á los derechos del obrero. En conciencia, no debo contribuir á que forme parte de los que hacen las leyes. Comprendo que se molestará; pero todo hombre debe hacer lo que crea mejor para el bien de su país.
- En la mañana anterior al día de la elección, estaba Perico enganchándome, cuando entró en el patio la pequeña Dora sollozando amargamente, con su vestido azul y su blanco delantal to-' dos salpicados de fango.
-¿Qué es eso, Dora, qué es lo que te pasa?le preguntó su padre.
-Que esos malos muchachos - contestó sin cesar de sollozar,-me han arrojado fango, llamándome «pícara azul».
-Es verdad, padre-dijo Enrique entrando, muy sofocado;-pero yo les he dado una buena corrida con el látigo, llamándoles «cobardes orangistas».
Perico besó á la niña, y le dijo:
-Corre al lado de tu madre, hija mía, y dile que creo lo mejor que te estés en casa hoy, ayudándola.
Y volviéndose gravemente á Enrique, añadió:
-Hijo mío, encuentro muy bien que defiendas á tu hermana; pero no quiero guerras de partidos en mi casa. En todos ellos hay hombres buenos y malos, ya sean azules, rojos ó de cualquier otro color, y deseo que nadie de mi familia se mezcle en eso. Hasta las mujeres y los niños andan peleando por éste ó el otro color, sin saber siquiera de lo que se trata, la mayor parte de ellos.
- -Padre, yo creía que azul quería decir Libertad.
-Hijo mío; la libertad no la dan los colores.
Estos sólo significan diferentes partidos, muchos de cuyos individuos, la libertad que buscan hoy es la de emborracharse á costa del pueblo, recorrer los colegios en un sucio simón, ultrajar al que no lleva su color, y gritar hasta ponerse roncos, por lo que no entienden... y nada más.
-¡Oh!, padre, eso no puede ser.
-Sí, Enrique, es la verdad, y me da vergüenza ver metidos en eso á hombres que debieran pensar de otro modo. Una elección es una cosa seria, ó al menos debe serlo, y todo hombre debe votar con arreglo á su conciencia, dejando á su vecino que haga lo mismo.
El día siguiente, que fue el de la ciección, el trabajo para Perico y para mí empezó desde bien temprano. Primero. condupmos á una estación de ferrocarril á un gordo y mofleiudo caballero que se presentó con un saco de noche, de alfombra, en la mano; cuando se apeó, montaron dos señores que desearon ir al Parque del Regente; al cruzar una esquina, después de dejarlos allí, se presentó una señora de edad, muy asustada, que nos hizo conducirla al Banco, y esperarla allí para volverla á su casa; y tan pronto como se apeó, un caballero de cara redonda y colorada como un queso de Flandes, y con un gran lío de papeles en la mano, llegó, casi sin aliento, abrió por sí mismo la portezuela, y precipitándose en el coche, gritó con una voz que parecía un cañonazo:
-¡A la estación de policía de la calle del Arco, pronto! con lo que salimos trotando. Hicimos una ó dos carreras más, y regresamos al puesto, donde no encontramos ningún otro carruaje. Perico me puso la cebadera, porque, según él decía, en días como aquél era preciso comer cuando se podía, y hallé en ella un buen pienso de avena con algún afrecho humedecido, que, si cualquier día hubiera sido un buen regalo, entonces fué un restaurador excelente. Era aquel hombre tan cuidadoso en todo, que no era posible que caballo alguno dejara de hacer por él cuanto estuviera en sus facultades. Sacó luego una torta de las que Paulina hacía, y colocándose en pie á mi lado, empezó á comerla. Las calles estaban concurridísimas, y los coches, con los colores de los candidatos, corrían por entre la multitud, como si la vida ó los miembros de la gente fuesen cosa de ninguna importancia.
Dos personas fueron atropelladas á nuestra vista, siendo una de ellas una mujer. Los caballos estaban pasando un mal día, pero los electores, dentro de los coches, la mayor parte medio borrachos, sacando la cabeza por las ventanillas y gritando como energúmenos, no se ocupaban de ellos para nada. Era la primera elección que yo presenciaba, y no he sentido luego deseos de presenciar otra, aunque según he oído, las cosas están mejor ahora.
1 No habíamos comido muchos bocados, cuando vimos cruzar por delante de nosotros una pobre mujer con un niño en los brazos, mirando en todas direcciones, como si estuviera extraviada.
Se acercó, por último, á Perico preguntándole si podría indicarle la dirección para ir al hospital de Santo Tomás, y si estaba muy lejos. Había llegado del campo aquella mañana, en una carreta de las del mercado, y desconocía por completo á Londres, adonde había venido á poncr en el hospital aquel niño, que lloraba débilmeute y parecía estar muy enfermo..
-El pobrecito-añadió,-tiene cuatro años, y no anda más que si tuviera cuatro meses; pero el doctor me ha dicho que, si pongo en el hospital, podré lograr verlo bueno. Hágame usted el favor de decirme si está lejos, y qué dirección debo tomar.
-Vamos, señora -dijo Perico; - usted no puede ir allí en un día como hoy, á través de esta multitud, con ese niño en los brazos. Hay tres millas de distancia.
-No importa, señor; soy fuerte y podré ir de todos modos; dígame la dirección.
-Es imposible contestó Perico ;-con seguridad la atropellarían. Monte usted en mi coche, y yo la llevaré. Además, la lluvia se aproxima.
-No, señor, no, muchas gracias; el dinera que tengo me alcanza escasamente para regresar á mi casa.
-Oiga usted, señora, yo tengo mujer é hijos, y sé cómo se les quiere. Entre usted en el coche, que nada le ha de costar. No puedo permitir que usted y el niño corran semejante riesgo.
-¡Bendito sea usted! -dijo la mujer llorando.
-Ea, no llore usted; deme el niño y entre.
Cuando Perico iba á abrir la portezuela del coche, das hombres, con cintas en los sombreros y en los ojales, se aproximaron, corriendo y gritando:
- Simón!
-Está ocupado, señofes-contestó Perico; pero uno de los hombres dió un empujón á la mujer, y entró en el coche, seguido del otro.
Perico se puso muy serio.
-He dicho á ustedes, caballeros, que el coche está ocupado por esta señora.
-Que espere-dijo uno de ellos; - nuestro asunto es importante, y además estamos primero.
Perico se sonrió de una manera burlona, y cerrando la portezuela, dijo:
-Está muy bien; pueden estarse ahí todo el tiempo que gusten, y con eso descansarán.
Volvió la espalda, y se puso á hablar con la mujer.
Bien pronto, aquellos hombres, que comprendieron la resolución de Perico, abandonaron el carruaje y se alejaron dirigiéndole mil improperios, y amenazándole con la cárcel; pero él no se dió por entendido, y montando en el pescante, después de poner en el coche á la mujer y al niño, salimos en dirección del hospital, tan ligeros como pudimos. Al llegar allí, Perico hizo sonar la gran campana, y ayudó á la mujer á apearse.
-Muchas gracias, señor-le dijo ella ;-comprendo que nunca hubiera podido venir sola.
-No hay de qué; y mi deseo es que vea usted pronto bueno á su niño.
La lluvia empezaba á caer con fuerza, y ape-nas nos habíamos separado unos pasos del hospital, cuando se abrió de nuevo la puerta, y se asomó el portero gritando :
-¡Cochero !
- Nos paramos, y vimos que una señora bajaba la escalinata. Perico pareció reconocerla..
- Segovia! es usted?- dijo la señora ;mucho me alegro de verlo aquí, pues es la persona que necesito. No es cosa fácil encontrar hoy un carruaje por estos alrededores.
-Mucho gusto tendré en servir á usted, señora; ¿quiere usted que la lleve á alguna parte?
-Sí; á la estación del Norte, y si tenemos allí tiempo, como supongo, me hablará usted de Paulina y de los muchachos.
Llegamos á la estación con tiempo, y allí, bajo techado, la señora tuvo un rato de conversación con Perico. Me enteré de que Paulina había sido en otro tiempo su criada, y después de hacerle mil preguntas acerca de ella, le dijo:
-¿Qué tal le va á usted con el trabajo de cochero de alquiler, en el invierno? Recuerdo que el año pasado Paulina no estaba tranquila.
-Es verdad, señora; cogí un resfriado que me duró hasta el verano, y cuando tengo que permanecer hasta tarde en la calle, todavía se apura, la pobre. Usted comprende que esto de andar en el pescante á todas horas y con toda clase de tiempo, destruye la constitución más fuerte; pero me encuentro ahora bastante bien, y no sabría lo que hacerme si me viera sin caballos que cuidar. Me eduqué en eso, y creo que no sirvo para otra cosa.
Azabache.-16.
-Está bien, Segovia; pero sería un dolor que arriesgara usted seriamente su salud en esa clase de trabajo, no sólo por usted, sino por Paulina y sus hijos. Hay muchas casas donde con frecuencia necesitan un buen cochero, y si alguna vez piensa usted abandonar ese duro trabajo, hágamelo saber.
Le encargó muchos recuerdos para Paulina, y poniéndole algo en la mano, le dijo:
-Vaya eso para los muchachos, y su madre sabrá en qué emplearlo.
Perico le dió las gracias, pareciendo muy complacido, y montando de nuevo en el pescante, nos dirigimos á casa, alegrándome mucho de ello, pues me hallaba cansado.
Vol. 377