Nota: Se respeta la ortografía original de la época

XXIII

EL CARNICERO

Muchas desdichas presencié, de que eran víctimas los caballos de Londres, y gran parte de ellas pudieran ser evitadas con un poco de sentido común. A nosotros no nos preocupa el trabajo, si somos tratados razonablemente. Estoy seguro de que existen muchos caballos pertenecientes á gente pobre, cuya vida es más feliz que lo era la mía cuando me enganchaban en el carruaje de la condesa del Pino, á pesar de mis arneses guarnecidos de plata, y mi excelente alimento.

Me llegaba algunas veces al corazón ver cómo eran tratados pequeños caballitos, arrastrando pesadas cargas, ó bamboleándose bajo los fuertes golpes de algún perverso y cruel muchacho. Vi una vez uno, tan parecido á Alegría, que á no haberme hallado enganchado, le hubiera saludado con un relincho. Iba haciendo cuanto podía por arrastrar un carro excesivamente cargado, mientras un robusto y rudo muchacho le cruzaba el vientre con el látigo, sin compasión, y le daba unos tirones de las riendas, capaces de romper aquella pequeña boca. ¿Sería Alegría?

El parecido era exacto, pero el señor de Campoflorido lo adquirió con expresa condición de no venderlo, y no creo que lo hiciese; de todos modos, se comprendía que en su juventud debía haber pertenecido á quien lo había tratado mejor.

Con frecuencia me había llamado la atención la gran velocidad con que eran llevados los caballos de los carniceros, y no podía explicarme la causa, hasta que un día, estando parados cerca de la puerta de una carnicería, vi llegar á ella, á toda carrera, uno de aquellos carritos. El caballo venía todo sudado y jadeante, dejando caer la cabeza al detenerse, mientras la palpitación de sus ijares y el temblor de sus piernas demostraban claramente con cuán poca consideración había sido conducido. Un muchachón saltó del carro, y estaba cogiendo las cestas, cuando el amo salió de la tienda, y mirando al caballo, se volvió á aquél, y le dijo en tono sumamente irritado :

-Cuántas veces te he de decir que no corras de ese modo? Arruinaste el último caballo, y harás lo mismo con éste. Si no fueras mi hijo, te pondría ahora mismo en la calle. Merecías que un policía te hubiese detenido; y has de saber que, si algún día te llevan á la cárcel por esa causa, no seré yo quien dé fianza por ti, pues estoy ya cansado de decirte lo mismo todos los días. Tén, pues, cuidado, y mira lo que haces.

Durante este discurso, el muchacho había permanecido con la cara de muy mal talante, pero cuando aquél terminó, contestó que él no tenía la culpa, toda vez que había estado cumpliendo órdenes.

-Usted siempre me dice que vaya de prisa, que no me detenga, y en todas las casas adonde voy me hacen los pedidos encargándome esté de vuelta antes de un cuarto de hora, pues no parece sino que todos dejan para el último momento acordarse de lo que necesitan.

-Tienes razón en lo que dices-le contestó el padre;-á los parroquianos les importa poco la conveniencia del carnicero, y tienen la mala costumbre de no hacer los pedidos el día antes, como debieran hacerlo. Pero no hablemos más de eso; lleva el caballo á la cuadra, y si hay que servir hoy alguna cosa más, llévala tú mismo, en un canasto.

Todos los muchachos, sin embargo, no son crueles. He visto algunos tan bondadosos con sus pequeños caballos, como pudieran serlo con un perro favorito, y á aquellos animalitos trabajar con ellos, tan contentos como yo trabajaba con Perico.

Solía pasar por nuestra calle un muchacho, vendedor de hortalizas, con uno de aquellos caballitos, no hermoso, pero lo más alegre y resuelto que pueda imaginarse, y era una verdadera diversión ver cómo se querían el uno al otro.

El caballito seguía á su amo como un perro, y en cuanto sentía que montaba en el carro, salía trotando, sin necesidad de estímulo alguno con el látigo, ni aun de palabra. A Perico le gustaba aquel muchacho, á quien llamaba el «Príncipe Carlos», porque decía que con el tiempo iba á ser el rey de los cocheros.

Pasaba también por la calle un viejo, vendiendo carbón, con un carro y un caballo, viejo también, que se entendían y hacían el trabajo como dos buenos socios y amigos; el caballo llevaba siempre una oreja apuntando á su amo, y espontáneamente se detenía á la puerta de todas las casas donde acostumbraban comprarles carbón. Los gritos de su amo se oían desde que entraba en la calle, pero nunca pude entender lo que decía. Los muchachos le llamaban «el viejo Bo-o-ón»; porque cuando pregonaba, parecía que decía eso. Paulina le compraba siempre el carbón, y Perico decía que gozaba pensando en lo feliz que era aquel caballo, á pesar de la pobreza de su amo, y que muchos pudieran ser lo mismo.