Azabache/XXII
XXII
¡POBRE JENGIBRE!
Un día, cuando nuestro coche se hallaba estacionado con otros, esperando en la parte exterior de los parques, mientras tocaba la música, se aproximó á nosotros uno muy viejo y deteriorado. El caballo era viejo también, de color castaño, la piel muy mal tratada, viéndose los huesos á través de ella, las rodillas llenas de nudos, y las patas traseras débiles é inseguras. Ha bía yo estado comiendo un poco de heno, y el viento llevó en aquella dirección algunas pajas que el pobre animal alcanzó, estirando su largo y delgado cuello, volviendo luego la cabeza en busca de más. Había tal tristeza en su mirada, que no pudo menos de llamar mi atención, y cuando estaba pensando que me parecía haber visto antes aquel caballo, me miró de lleno, y exclamó:
¡Azabache! ¿Eres tú?
¡Era Jengibre! ¡Pero qué cambiada! Su bonito cuello, antes arqueado y lustroso, estaba ahora recto, flaco y caído; sus limpias y delgadas patas estaban hinchadas, con las coyunturas sin forma ya, por el exceso de trabajo; en su cara, llena de vida y animación en otro tiempo, estaba retratado el sufrimiento, y por la agitación de sus ijares, y su frecuente tos, comprendí en cuán mal estado debían hallarse sus pulmones.
Nuestros cocheros se hallaban un poco separados, hablando, y así pude aproximarme á ella uno ó dos pasos, con objeto de tener un rato de tranquila charla. Triste por demás era todo lo que tenía que contarme. Después de un año de soltura en el potrero del conde del Pino, la consideraron útil otra vez para el trabajo, y fué vendida á un caballero. Por un poco de tiempo hizo aquél bastante bien, pero habiendo sido obligada un día á dar una larga carrera, volvió el antiguo padecimiento, y después de otro descanso y tomar varias medicinas, fué vendida de nuevo.
Así fué cambiando de dueño varias veces, y siempre decayendo más y más.
-Por último-dijo,-vine á parar á manos de un hombre que tiene un gran número de coVol. 3.7 Azabache.-15 ches y caballos que alquila á los cocheros. Tú, aunque según veo, estás también en el oficio, no lo pasas mal, y de ello me alegro mucho, pero no puedes imaginar lo que es mi vida. Cuando me encontraron tan destruida, dijeron que no valía el dinero que habían dado por mí, y que tenía que ser dedicada á los coches que se hallaban en peor estado, y sacar de mí lo que pudieran. Esto es precisamente lo que están haciendo, dándome incesante trabajo y castigo, sin pensar en mis sufrimientos. El cochero que me trabaja ahora paga al dueño una cantidad exorbitante todos los días, y necesita sacarla de mí; de modo que aquí me tienes trabajando sin descanso, hasta en los domingos.
-Pero recuerdo que acostumbrabas defenderte cuando eras maltratada-le dije.
-¡Ay! amigo-me contestó ;-lo hice en un tiempo, pero es inútil; los hombres son más fuertes, y si son crueles é inhumanos, no nos queda otro remedio que aguantar y sufrir hasta que llega nuestro fin, que ojalá llegara pronto para mí, pues te aseguro que deseo morir para descansar. Lo probable es que cualquier día caiga muerta en mi trabajo.
Me afligí sinceramente al oirla, y aproximé mi cabeza á la suya, pero no pude decirle nada que la consolase. Creo que se alegró de verme, pues me dijo:
— -Tú eres el único amigo que he tenido.
En aquel momento su cochero montó en el pescante, y dándole un tirón de riendas, se alejó con ella, dejándome muy triste.
Pocos días después de esto, vi cruzar por el punto donde se estacionaba nuestro coche, un carro cargado con un caballo muerto. La cabeza colgaba por la parte posterior del carro, y tenía los ojos hundidos. Su vista me horrorizó.
Era de color castaño y tenía el cuello largo, y una estrella en la frente. Creo que era Jengibre, y deseé que fuese, porque así habrían acabado sus desventuras. ¡Oh! Si los hombres fueran más humanos, deberían pegarnos un tiro, antes de que llegásemos á ese estado de miseria.