Nota: Se respeta la ortografía original de la época

VI

ALEGRÍA

El señor de Campoflorido tenía una larga familia de muchachos y muchachas que eran amigos de las señoritas Josefina y Flora, con quienes venían á jugar algunos días. Una de las muchachas era de la misma edad que la señorita Josefina; dos de los muchachos eran mayores, y los demás eran más pequeños. Cuando venían había faena larga para Alegría, pues su mayor gusto era el montarlo todos alternativamente, y dar grandes paseos en la arboleda.

Una tarde que la había pasado entera con ellos, al traerlo Jaime á la cuadra, oí que le decía, mientras le ponía la cabezada:

—¡Ah, bribón! como no veas lo que haces, presumo que vamos á tener un disgusto.

—¿Qué es lo que ha pasado, Alegría?— le pregunté cuando nos quedamos solos.

—Nada— me contestó, moviendo su pequeña cabeza;— es sólo que he estado dando una lección á esos jovencitos, que parece no saben cuándo es bastante para ellos y para mí, y he tratado de hacérselo comprender, poniéndolos varias veces en el santo suelo.

—¿Qué dices? —le pregunté admirado;— ¿te has atrevido á despedir á las señoritas Josefina y Flora? Nunca pude esperar semejante cosa de ti.

Me miró como altamente ofendido, y prosiguió:

—Nada de eso; no lo haría por el mejor pienso de avena que pudieran ofrecerme; soy tan cuidadoso de mis señoritas como puede serlo nuestro amo, y en cuanto á las otras niñas, yo soy quien las estoy enseñando á montar, deteniéndome cuando veo que se hallan inseguras ó asustadas sobre mí, y marchando con tanta suavidad y cuidado como un gato viejo al ir cazando un pájaro, acelerando otra vez el paso cuando las veo seguras en la montura, á fin de que se vayan acostumbrando. No se moleste usted en predicarme sobre el particular, pues soy el mejor amigo y el mejor maestro de equitación que esas niñas y niños pequeños pueden tener; pero en cuanto á los mayores, esos zagalones —añadió sacudiendo su crin,— la cosa varía de especie; necesitan ser domados, lo mismo que lo hemos sido nosotros cuando éramos potros, y hay que enseñarles lo que está en el orden, y lo que deben abstenerse de hacer. Habían paseado sobre mí los pequeños por cerca de dos horas, cuando llegó el turno á los mayores, lo cual era justo, y no puse á ello la menor objeción. Montaron alternando, y galopé arriba y abajo por la arboleda y por el campo más de una hora. Cada uno se había provisto de una gruesa vara de avellano, á guisa de látigo, que dejaban caer sobre mi cuerpo con más dureza de la necesaria, lo cual no llevé á mal al principio, pero por último pensé que ya había sido bastante, y me detuve dos ó tres veces, como por vía de aviso. Los muchachos creen que un caballo es como una máquina de vapor, que ni se cansa, ni siente ni padece, y que pueden correr en él por todo el tiempo que les plazca, y con la velocidad que tengan por conveniente, sin pensar en otra cosa que en darse gusto; por consiguiente, á fin de dar una lección al que estaba montado sobre mí y que me castigaba con la vara, me encabrité y le hice deslizarse suavemente por detrás. Esto fué todo. Volvió á montar, y volví á hacer lo mismo. Entonces, el otro muchacho montó, y tan luego como empezó á hacer uso de la vara, di dos ó tres respingos y lo puse en el suelo, y así sucesivamente hasta que se desengañaron de que ya tenían bastante. No son malos muchachos, ni se gozan en ser crueles; yo les tengo afecto; pero tú comprenderás que necesitaba darles una lección. Cuando me trajeron adonde estaba Jaime, y le contaron lo ocurrido, éste manifestó gran disgusto al ver aquellas gruesas varas, diciéndoles que parecían más propias de boyeros ó de gitanos, que de jóvenes caballeros.

—Si yo hubiera estado en tu lugar —dijo Jengibre,— la lección hubiera sido un poco más dura.

—No lo dudo —contestó Alegría;— pero yo no soy tan tonto, para dar un disgusto á mi amo, ó hacer que Jaime se avergonzase de mí. Precisamente el otro día oí que el primero decía á la señora de Campoflorido: «Señora mía, esté usted completamente tranquila respecto á sus hijos, pues mi vieja jaca Alegría cuida de ellos tan bien como pudiéramos hacerlo usted ó yo; es un animal de tan buen carácter, y tan digna de mi confianza, que no lo vendería por ningún dinero.» ¿Crees que puedo ser ingrato hasta el punto de olvidar el buen trato que he recibido en esta casa durante cinco años, y la confianza que tienen depositada en mí, volviéndome falso, sólo porque un par de muchachos ignorantes me traten mal? De ninguna manera; tú no sabes lo que es una buena casa, porque nunca te ha tocado en suerte, y lo siento por ti; pero puedo asegurarte que las casas buenas hacen á los caballos buenos. Yo quiero á mis amos, y por nada del mundo les daría un disgusto. Además —prosiguió;— supónte que me dedicara ahora á dar coces, ¿qué sería de mí? Me venderían inmediatamente, y tal vez iría á parar en ser el esclavo de algún muchacho de carnicería, ó á una plaza de alquiler donde no se ocupasen más que de hacerme correr á todo escape, ó tirar de un carricoche arrastrando á tres ó cuatro hombres grandes en sus orgías de los domingos, como tuve ocasión de ver en la casa donde estuve antes de venir á ésta. No —dijo por último;— no es ese mi modo de pensar, ni espero que lo sea nunca.