Azabache/VII
VII
UN RATO DE CONVERSACIÓN EN LA HUERTA
Jengibre y yo no éramos de la raza de los caballos grandes de tiro, sino que más bien teníamos sangre de los de carrera. Medíamos unas siete cuartas y media, y éramos por lo tanto, á propósito así para la silla como para el carruaje. Nuestro amo solía decir que no le gustaba hombre ó caballo que sirviese para una sola cosa, y como por otra parte no era afecto á lucir sus trenes en los parques de Londres, prefería más bien caballos útiles y ligeros. Nuestro gran placer estaba en los días en que hacían alguna excursión montando en todos nosotros: el amo en Jengibre, la señora en mí, y las dos señoritas en Oliveros y en Alegría. Trotábamos alegres todos juntos y esto nos levantaba el espíritu. Yo era el mejor librado, porque la señora pesaba poco, y su mano era tan suave que apenas me hacía sentir las riendas. Si todos supieran el bienestar que una mano suave proporciona á un caballo, y lo que conserva en él su boca, su comodidad y su gusto para el trabajo, es seguro que se abstendrían de esos tirones de las riendas y llamadas repentinas con que frecuentemente los martirizan. Nuestra boca es tan sensible que, cuando no ha sido endurecida ó arruinada por un mal tratamiento, hijo de la ignorancia ó de la maldad, siente el más ligero toque de la mano del jinete ó cochero, é instantáneamente conocemos lo que se desea de nosotros. La mía estaba muy bien conservada, y creo que esa era la razón porque la señora me prefería á Jengibre, aunque su paso era tan suave como el mío. Esta envidiaba mi boca, y decía que la culpa de que la suya no fuese tan suave, estaba en su defectuosa doma y en los duros bocados que le habían obligado á usar cuando estuvo en Londres. El viejo Oliveros solía decir entonces:
—Vamos, Jengibre, no te quejes, que no deja de ser honroso para una yegua llevar sobre su lomo un caballero tan corpulento como nuestro amo, con el donaire con que tú lo haces, y no hay motivo para que te disgustes por no conducir á la señora; nosotros los caballos debemos tomar las cosas según vienen, y mostrarnos satisfechos y dispuestos para el trabajo, siempre que seamos bien tratados.
Con frecuencia me había llamado la atención la cola tan corta que tenía Oliveros, que no pasaría de seis ó siete pulgadas de largo, y en uno de nuestros días de asueto en la arboleda me atreví á preguntarle qué accidente había sido causa de que la perdiera.
—¡Accidente!—dijo dando un resoplido, y despidiendo fuego por los ojos,—¡no fué accidente! ¡fué un vergonzoso y premeditado acto de crueldad! Cuando era joven, me llevaron á un lugar donde se practicaba esa iniquidad, me amarraron fuertemente, de modo que no pudiera moverme, y cortaron mi hermosa cola con carne y hueso, dejándome en este estado.
—¡Pero eso es horrible!—exclamé yo.
—Horrible, sí! y no sólo fué el dolor, muy grande y que me duró por mucho tiempo; no fué sólo una iniquidad privarme de mi mejor ornamento; sino que me privaron para siempre de poder espantarme las moscas que atormentan mis ijares y mis piernas. Ustedes, los que tienen cola, las espantan sin pensar en ello, y no pueden calcular lo penoso que es tener que aguantarlas picando y picando, sin tener con qué ahuyentarlas. Créanme si les digo que es una pérdida grande é irreparable, que celebro mucho no hayan ustedes experimentado.
-Y por qué hacen eso?-preguntó Jengibre.
-¡Por moda!- contestó el viejo Oliveros, dando una patada en el suelo ;-sólo por moda, si sabes lo que esto quiere decir. En mis tiempos no había caballo joven de buena casta, que no tuviese cortada la cola de esta vergonzosa manera, como si la Naturaleza no supiese me jor que el hombre nuestras necesidades y lo que mejor nos sienta.
-Supongo que la misma moda será también lo que les hace obligarnos á levantar la cabeza con esos detestables engalladores con que me torturaban en Londres-dijo Jengibre.
-Por supuesto que sí-contestó Oliveros.En mi concepto la moda es una de las manías más perniciosas que aquejan á la humanidad.
Vean ustedes, por ejemplo, cómo cortan la cola y las orejas á los pobres perros, para hacerlos parecer más vivos y listos. Yo tenía una amiga, inteligente perra de caza, á quien llamaban Estrella, y que me quería tanto, que dormía siempre debajo de mi pesebre. Allí dió á luz cinco hermosos cachorritos, ninguno de los cuales mataron, porque eran de una casta apreciadísima.
Su madre estaba loca con ellos. Cuando abrieron ' 61 los ojos y empezaron á arrastrarse por entre la paja, era un espectáculo digno de verse. Un día vino el hombre que me cuidaba, y se los llevó; creí que sería por temor de que los pisara y los lastimase; perc no fué esa la causa. Por la tarde, la pobre Estrella los trajo otra vez, uno por uno, en su boca, no los felices animalitos de por la mañana, sino sangrando y quejándose de una manera lastimera; á todos les habían cortado un pedazo de la cola, y las orejas por completo.
La pobre madre estaba inconsolable, y yo nunca he podido olvidar aquella escena. Se curaron al cabo de algunos días y cesaron de quejarse, pero sus hermosas orejitas, destinadas á protejer la parte delicada del oído contra el polvo y cualquiera otro perjuicio, habían desaparecido para siempre. ¿Qué derecho tiene el hombre para atormentar y desfigurar á las criaturas, obra de la Naturaleza?
Oliveros, aunque sumamente manso, era un viejo lleno de fuego y energía; lo que había dicho era tan nuevo para mí y lo consideré tan abominable, que por primera vez se apoderó de mí un sentimiento de hostilidad hacia el hombre. Jengibre, por de contado, estaba excitadísima; levantando la cabeza, con los ojos centelleantes y las narices dilatadas, declaró que los hombres no sólo eran unos brutos, sino unos estúpidos.
-¿Quién habla aquí de estúpidos?-dijo Alegría, que llegaba después de haber estado rascándose contra las ramas bajas de un viejo manzano.-¿Quién habla aquí de estúpidos? Considero esa palabra demasiado dura.
-Las palabras duras se han hecho para calificar las acciones duras-contestó Jengibre; y le contó á Alegría lo que Oliveros nos había referido.
-Todo eso es verdad-dijo Alegría, quedándose pensativo;-he visto practicar esa crueldad con los perros muchas veces, en la casa de mi primer dueño; pero opino que no debemos hablar de ello aquí, donde tanto el amo como Juan y Jaime son buenos para nosotros; censurar á los hombres en general en semejante sitio, no es un acto noble de nuestra parte. Ustedes saben que hay otros que son buenos también, aunque no tanto como éstos, que son los mejores.
El acertado discurso del pequeño Alegría, que no podíamos dejar de reconocer que decía la verdad, nos tranquilizó, especialmente á Oliveros que adoraba á su amo; y con objeto de variar la conversación, dije yo :
-¿Puede alguno de ustedes decirme para qué sirven las anteojeras?
Para nada absolutamente-contestó Oliveros con prontitud.
-Algunos suponen-dijo la jaca baya Justicia, con su calma de siempre, que las anteojeras sirven para evitar que los caballos se recelen ó se espanten en términos de poder causar algún accidente.
-Pues entonces, ¿cuál es la razón de que no se las pongan á los caballos de silla ?-pregunté.
-No hay razón alguna para ello-contestó él con la misma tranquilidad, como no sea la moda. Dicen que el caballo se asustaría de tal modo, si viera las ruedas del carro ó coche á que va enganchado, que con seguridad se desbocaría; argumento que queda destruido al considerar que ese mismo caballo ve las ruedas de todos los carruajes que pasan por su lado, algunos bien cerca de él, cuando las calles están excesivamente concurridas, y no se asusta ni se desboca. Nos acostumbramos á ello, comprendiendo lo que es, y si en la doma nos enseñasen á trabajar sin ellas, es seguro que para nada las necesitaríamos. Podríamos ver bien todo lo que nos rodea, y enterarnos de lo que es, asustándonos mucho menos que viendo sólo una pequeña parte de los objetos y no comprendiéndolos por lo tanto. No dudo que puede haber algunos caballos nerviosos, que hayan sido lastimados ó asustados en la doma, que tal vez las necesiten; pero como yo no soy de esos, no puedo juzgar con acierto.
-Yo creo-dijo Oliveros,-que las anteojeras son más bien un motivo de peligro, sobre todo durante la noche. Nosotros los caballos podemos ver en la obscuridad, mucho mejor que los hombres, y se hubiera evitado un gran número de accidentes, si los caballos hubiesen podido hacer siempre un completo uso de sus ojos. Recuerdo que una vez, hace algunos años, en una noche obscura, una pareja de caballos volvía del cementerio, enganchada á un carro fúnebre, por el camino que pasa frente á la granja del señor Cifuentes, y á cuyo borde hay una gran laguna :
el carro se aproximó demasiado y volcó, cayendo en aquélla, donde se ahogaron los dos caballos, escapando el cochero como por milagro. Por supuesto, después del accidente pusieron una gran cerca, pintada de blanco, que puede verse bien; pero estoy seguro de que si aquéllos no hubieran estado parcialmente ciegos, ellos mismos se hubieran apartado del peligro, y no hubiera ocurrido el accidente. Cuando volcó el carruaje de nuestro amo, antes de que ustedes vinieran aquí, se dijo que si el farol de la izquierda no se hubiera apagado, Juan habría podido ver un gran hoyo que los trabajadores que estaban reparando el camino habían dejado sin cubrir, lo cual no dudo; pero si el viejo Colín no hubiese llevado anteojeras, hubiera visto el hoyo, con farol ó sin farol, pues era un caballo demasiado inteligente para no saber evitar un peligro. El resultado fué que se lastimó seriamente, que el carruaje se hizo pedazos, y que Juan escapó ileso, nadie sabe cómo.
—Esos hombres, que se creen tan sabios—dijo Jengibre con ironía,—deberían disponer que en lo sucesivo todos los potros naciesen con los ojos en medio de la frente, en vez de á los costados, puesto que su afán es siempre enmendar lo que la Naturaleza ha hecho.
La cuestión empezaba á agriarse de nuevo, y Alegría volvió á tratar de apaciguarla, diciendo:
—Voy á hacer á ustedes una observación: creo que Juan no aprueba las ateojeras, pues le he oído hablar de ello un día con el amo. Este decía, que cuando los caballos se han acostumbrado á usarlas, puede ser peligroso en algunos casos quitárselas, y Juan opinaba que sería muy conveniente que todos los potros fuesen domados sin ellas, como sucede en algunos países. Dejemos, pues, esta cuestión, y demos una carrera por la arboleda del otro extremo de la huerta, pues creo que el viento ha derribado algunas manzanas, y no es justo que se las coman todas los gusanos.
La invitación de Alegría no podía ser desairada, y así, dimos por terminada nuestra larga conversación, y vivificamos nuestros espíritus comiendo las dulces manzanas que se hallaban desparramadas sobre la hierba.