Nota: Se respeta la ortografía original de la época

V

JENGIBRE

Un día que Jengibre y yo nos hallábamos solos á la sombra del nogal, tuvimos ocasión de hablar muchísimo. Deseaba ella saber las circunstancias de mi nacimiento y doma y se lo conté todo.

—Bueno —me dijo;— yo no soy inferior á ti en nacimiento y pude haber tenido tan buen carácter como tú; pero no creo que ya lo tendré nunca.

—¿Por qué no?-le pregunté.

—Porque todos se han portado conmigo de muy diferente manera. Nunca he tropezado con caballo ú hombre que haya sido bueno para mí, ó á quien tuviera interés en complacer; pues, en primer lugar, fuí separada de mi madre tan luego como me destetaron, y colocada entre otros potros, ninguno de los cuales me quería, ni yo á ellos. Para mí no hubo un amo bondadoso como el tuyo, que me hablase y me mimase. Jamás oímos una palabra de cariño del hombre á cuyo cuidado estábamos. No quiere esto decir que nos maltratara, pero todo en él se limitaba á que no nos faltase qué comer y un abrigado alojamiento en el invierno. Inmediato á la cerca de nuestra pradera cruzaba un camino, y, con mucha frecuencia, los muchachos que pasaban nos arrojaban piedras para hacernos correr. A mí nunca me alcanzó ninguna, pero un joven potro fué gravemente herido en la frente, donde creo que conservará una cicatriz mientras viva. Aquello nos hacía más bravíos, y desde luego se nos metió en la cabeza la idea de que los muchachos eran nuestros enemigos. Pasábamos muy buenos ratos en aquellos campos, retozando unos con otros, galopando arriba y abajo, ó descansando á la sombra de los árboles; pero, cuando llegó el tiempo de mi doma, la cosa cambió de aspecto, y empezó una época muy dura para mí. Varios hombres se me acercaron una mañana, hostigándome hasta acorralarme en una esquina del cercado; uno de ellos me agarró por las crines, otro por las narices, oprimiéndomelas hasta no dejarme respirar apenas, y otro me echó ambas manos á las quijadas, forcejeando hasta que me hizo abrir la boca, y de este modo me pusieron la cabezada y el bocado; hecho esto, uno de ellos echó á andar por delante, arrastrándome materialmente por la cabezada, mientras otro me apaleaba por detrás. Esta fué la primera prueba que recibí de la bondad de los hombres. Todo fué violencia y crueldad. No me dieron tiempo ni para pensar siquiera lo que deseaban de mí. Yo era una yegua de sangre, de muchos bríos, y hasta puedo decir que un poco brava, de modo que les di muchísimo que hacer. Era muy duro para mí verme amarrada á un pesebre día y noche, encerrada en una cuadra, en vez de gozar de la libertad que hasta entonces había disfrutado, y en su consecuencia, luché hasta lastimarme y desfallecerme en mi ansia por soltarme. Sabes, por experiencia, que, aun teniendo un buen amo y sus caricias, aquello es muy duro; calcula cuánto más no lo sería para mí que carecía en absoluto de semejantes cosas.

—Entre aquellos hombres había uno, mi viejo amo el señor Ramos, que creo hubiera hecho de mí cuanto hubiese querido; pero encargó á un hijo suyo y á otro hombre experimentado, la parte dura del trabajo, y él sólo venía de cuando en cuando á ver cómo iba mi doma. Su hijo era un hombre alto, vigoroso y atrevido, á quien llamaban Sansón, y que se vanagloriaba de que no había caballo que lo pudiera despedir de la silla. Carecía en absoluto de la bondad que caracterizaba á su padre, y sólo hacía uso del rigor, los gritos, las miradas duras, y la mano más dura aún. Comprendí desde el principio que lo que él pretendía era acabar con todo mi espíritu, y convertirme en un tranquilo, humilde y obediente pedazo de carne de caballo.

Al decir esto, Jengibre dió dos violentas patadas en el suelo, como si sólo el recuerdo de aquel hombre la pusiera fuera de sí, y continuó:

—Si yo no hacía exactamente lo que él quería, se encolerizaba, y poniéndome una soga larga me hacía dar vueltas alrededor de un picadero hasta que me rendía. Creo que Sansón bebía mucho, y cuando estaba un poco borracho, que era con frecuencia, las cosas iban aún peor para mí. Un día me trabajó por cuantos medios se le ocurrieron, y cuando me condujeron á la cuadra me sentí rendida, infeliz y desesperada. A la mañana siguiente vino á buscarme temprano y me puso en el picadero por un rato larguísimo; me dió una hora escasa de descanso, y volvió otra vez con la silla, la brida y un nuevo bocado mucho más duro. Me cuesta trabajo contar lo que luego sucedió; apenas me sacó al picadero y me montó, cuando algo que hice, y que no recuerdo, lo irritó, y me dió una fuerte sacudida con las riendas. El nuevo bocado era tan doloroso que me encabrité, lo cual le exasperó más, y me castigó fuertemente con el látigo. En aquel momento todo mi genio se rebeló contra él; empecé á cocear, á meter la cabeza y á recular, como nunca lo había hecho, entablándose entre ambos una verdadera lucha; por largo rato permaneció pegado á la silla, castigándome cruelmente con el látigo y con las espuelas, pero mi sangre estaba toda en efervescencia y nada me importaba del castigo, ni me ocupaba ya de otra cosa que de verme libre de aquel hombre. Por fin, después de una terrible lucha, logré despedirlo, y cayó de espaldas con todo su cuerpo. Oí el pesado golpe de la caída en la arena, y, sin volver la vista, galopé hasta el extremo de la pradera; allí me detuve, miré hacia atrás, y vi á mi verdugo levantarse con mucho trabajo y dirigirse á la caballeriza. Por largo rato estuve bajo un roble, observando, pero nadie vino á buscarme. Transcurrió el tiempo, y el calor era abrasador; las moscas zumbaban á mi alrededor y se posaban en mis ensangrentados ijares, donde las espuelas habían hecho una carnicería. Sentí hambre, pues no había comido desde por la mañana temprano, pero en aquel prado no había hierba ni para satisfacer á un ganso. Necesitaba acostarme y descansar, mas con las cinchas fuertemente apretadas, era imposible todo bienestar; sentí sed, y no había una gota de agua que beber. Avanzó la tarde, se puso el sol, y vi á los demás potros acostarse después de haber tenido un buen alimento.

Por último, ya casi de noche, vi á mi viejo amo aproximarse con una criba en la mano. Era un buen señor, con el pelo completamente blanco y á quien por la voz hubiera yo conocido entre un millar de hombres. Su aspecto era franco y bondadoso, pero cuando daba una orden lo hacía en un tono tan firme y resuelto, que todos sabían, hombres y caballos, que esperaba ser obedecido sin réplica. Vino acercándose tranquilamente, sacudiendo de cuando en cuando la cebada que traía en la criba y hablándome con dulzura y jovialidad:

—Vén acá, muchacha, vén acá. ¿Qué es lo que te ha pasado?

Permanecí quieta hasta que estuvo á mi lado; entonces me alargó la cebada, que empecé á comer tranquilamente, pues su voz me había quitado todo el miedo. Continuó acariciándome mientras comía, y al ver las manchas de sangre en mis ijares, pareció muy contrariado.

—¡Pobrecita!--me dijo,—han sido malos contigo.

Me tomó suavemente por las riendas y me condujo hacia la caballeriza, á cuya puerta se encontraba Sansón. Al verlo, agaché las orejas é hice un movimiento abriendo la boca comopara morderlo.

—Retírate de ahí—le dijo el amo,—y ponte donde no te vea; has dado un mal rato á este animal.

Sansón murmuró algunas palabras, entre las que distinguí las de «vicioso bruto.»

—No hay tal cosa—le dijo su padre;— es que un hombre de mal carácter nunca podrá lograr que un animal lo tenga bueno. Tú no has aprendido aún tu oficio, Sansón.

Me condujo á la cuadra, me quitó él mismo la montura y el freno, y me amarró al pesebre; pidió un cubo con agua caliente y una esponja, se quitó la chaqueta, y, mientras el mozo de cuadra le sostenía el cubo, lavó mis costados con el cuidado de quien conocía perfectamente cuán lastimados estaban. Aquel baño me confortó mucho. Tenía además los lados de la boca rotos de tal manera, que me era imposible comer el heno, pues sus tallos me lastimaban. Me los examinó detenidamente, movió la cabeza, y dijo al mozo que me trajese un buen pienso de salvado remojado y que pusiera en él alguna harina; aquello era delicioso, al mismo tiempo que suave y cicatrizante para mi boca. Permaneció allí mientras estuve comiendo el pienso, acariciándome y hablando con el mozo.

—Si un animal brioso, como es éste, no es domado por medio del cariño y los buenos modos, es de todo punto imposible hacer carrera de él, ni que sirva nunca para nada.

—Con frecuencia venía á verme después, y luego que se curó mi boca, el otro domador, á quien llamaban Job, tomó á su cargo mi doma, y como era de carácter tranquilo y bondadoso, pronto aprendí todo lo que deseaba de mí.

Jengibre dejó en esto interrumpida su historia, que continuó otro día que nos hallamos juntos en la arboleda, diciendo:

—Después de mi doma, me compró un tratante en caballos, para hacer pareja con una compañera del mismo pelo que yo. Durante algunas semanas nos enganchó juntas, y por último nos vendió á un aristocrático caballero, y fuimos conducidas á Londres. El tratante me había manejado con el engallador, cosa que yo aborrecía con toda mi alma, pero en la nueva casa fué peor, pues me lo pusieron aun más tirante, porque tanto el cochero como su amo lo consideraban así más á la moda. Con frecuencia paseábamos por el parque y los demás sitios donde se reunía la gente elegante. Como tú nunca has usado un engallador, no puedes formarte idea de lo que es; pero puedo asegurarte que es una cosa detestable. A mí me gusta mover la cabeza y levantarla tanto como el primer caballo; pero figúrate que levantases la tuya cuanto pudieses y que te vieras obligado á mantenerla en aquella posición por horas enteras, incapacitado de moverla en absoluto, como no fuera para elevarla más, con el pescuezo adolorido en términos que fuera completamente inaguantable. Agrega á esto que al engallador va unido el filete, y que son, por consiguiente, dos bocados en vez de uno, siendo el mío tan fuerte que me lastimaba la lengua y la boca hasta el punto de que la sangre coloreaba la espuma que salía de mis labios, y me hallaba con tal motivo siempre irritada é intranquila. No digamos nada de cuando teníamos que estar en esta posición durante horas enteras, esperando á nuestros amos que se hallaban en el teatro ó en cualquiera otro entretenimiento; y si mi impaciencia me impedía en absoluto estarme quieta, el látigo era el consuelo que recibía. Asegúrote que es cosa para volverlo á uno loco.

—No se ocupaba de ustedes su amo?—le pregunté.

—No; él sólo se ocupaba de tener su tren á la moda, como ellos decían, y creo que entendía muy poco de caballos; estaba entregado por completo á su cochero, el cual le dijo que yo era de un carácter irritable y que no estaba acostumbrada al engallador, pero que pronto me acostumbraría. No era él el hombre á propósito para semejante cosa, pues cuando me hallaba en la cuadra, triste é irritada, en vez de ser apaciguada por medio de las caricias, no había para mí más que palabras duras y algún que otro golpe. Si él hubiese observado otra conducta conmigo, yo hubiera procurado soportar aquella gran molestia, pues era voluntaria para el trabajo, por duro que fuese; pero aquello de ser atormentada sin motivo alguno, y sólo por un capricho de la moda, me encolerizaba altamente. ¿Con qué derecho me hacían sufrir de aquel modo? Además, las llagas en la boca y los dolores en el pescuezo hacían que mi aparato respiratorio no funcionase con regularidad, y de haber continuado aquel estado de cosas, creo que lo hubieran destruido por completo. Sucedió, como era natural, que fuí haciéndome cada día más intranquila é irritable sin poderlo remediar, y empecé á patear y morder cada vez que venían á ponerme los arneses. Con este motivo el cochero me castigaba sin piedad, hasta que un día, al engancharnos en el carruaje, y cuando aquél estaba poniéndome el engallador bien tirante, me defendí y pateé con todas mis fuerzas, rompiendo los arneses, y despachándome á mi gusto. Esta fué mi última prueba en aquella casa. A los pocos días me llevaron al mercado de caballos para ser vendida. Mi hermosa apariencia y buen paso atrajeron pronto la atención de un tratante que me compró; me probó en su casa de todos modos y con toda clase de bocados, y pronto comprendió cómo debía ser tratada; prescindió en absoluto del engallador, y me vendió al fin, como un animal completamente tranquilo, á un señor del campo, que era muy buen amo, y con quien me encontraba perfectamente; pero cambió de cochero y cambió con ello mi bienestar. El nuevo era un hombre de tan mal carácter y tan dura mano como Sansón; siempre me hablaba de mal modo, y si en la cuadra no me movía con la prontitud que él deseaba, me golpeaba en los jarretes con el palo de la escoba, con la pala, ó con cualquier cosa que tuviera en la mano. Empecé á tomarle odio; parece que lo que él pretendía era que yo le tuviera miedo, pero era demasiado briosa y noble para semejante cosa. Un día que abusó de mí más que nunca, lo mordí, lo cual, por de contado, le encolerizó, y tomando un látigo de montar, me dió infinitos latigazos en la cabeza y en todas partes; pero desde entonces no se atrevió á volver á mi cuadra, pues sabía que mis herraduras y mis dientes estaban siempre dispuestos para recibirlo. Habló á mi amo, y aunque para éste era yo buena y dócil, le dió la razón, y fuí vendida de nuevo. El mismo tratante que había sido mi anterior dueño, dijo que sabía de un lugar donde podía ser comprada, y aquí vine á parar, pocos días antes que tú. «Es una lástima» —decía el tratante,— «que un animal tan fino no haga bondad, por falta de caer en buenas manos»; pero yo me había formado ya de que los hombres eran mis enemigos, y que era preciso defenderme de ellos. Por supuesto, aquí el trato es muy diferente; pero no sabemos lo que durará. Yo quisiera tener las ideas que tú tienes, mas es imposible después de la experiencia con que cuentola idea.

—Está bien—le dije;—pero sería una verdadera vergüenza que tú mordieras ó pateases á Juan ó á Jaime.

—No pienso en semejante cosa—me contestó, —mientras se porten bien conmigo. Es verdad que una vez mordí á Jaime, y no suavemente; pero Juan le dijo: «trátala con dulzura, Jaime»; y en vez de castigarme como yo esperaba, éste se acercó á mí con un cubo de salvado en una mano, mientras traía el otro brazo en cabestrillo, y me acarició, con lo cual nunca más lo volví á morder, ni lo haré tampoco en adelante.

Yo sentía pena por Jengibre, y desde luego, como poco conocedor del mundo aún, opinaba que su comportamiento no era bueno. Observé con gusto, que al cabo de algunas semanas se fué haciendo más mansa y alegre, desechando aquellas miradas de desconfianza con que solía recibir á cuantos se le acercaban, y por último of & Jaime decir un día:

—Me parece que la yegua me va tomando cariño, pues la oí relinchar cuando esta mañana le acaricié le frente.

—¡Ay! amigo Jaime—le contestó Juan,—eso son las píldoras de Buenavista. Jengibre será con el tiempo tan buena como Azabache, pues lo que la pobre necesita es sólo cariño.

Nuestro amo notó el cambio también, y cuando un día se apeó del carruaje y vino á acariciarnos, como con frecuencia hacía, dijo, pasando la mano por el hermoso cuello de Jengibre:

—Vamos, Chiquita, ¿cómo van las cosas para tí ahora? Parece que eres más feliz que cuando viniste á esta casa.

Ella aproximó á él su hocico, de un modo confiado y amistoso, y él la acarició de nuevo.

—Creo que la vamos á curar, Juan— dijo el amo.

—Sí, señor; ya ha adelantado hasta el extremo de ser otra que cuando vino. Eso son las pildoras de Buenavista— añadió riendo.

Dichas píldoras, según Juan, eran infalibles para curar el caballo más resabioso: se componían de paciencia, bondad, firmeza y caricias, una libra de cada cosa, disueltas en medio cuartillo de sentido común, y administradas al caballo todos los días.