Nota: Se respeta la ortografía original de la época

IV

EL PARQUE DE BUENAVISTA

En la época á que me voy á referir, me encontraba ya en caballeriza, y diariamente era aseado todo mi cuerpo con almohaza y cepillo hasta que el pelo relucía como las alas de un cuervo. Una mañana, á principios de mayo, vino á la granja un criado del caballero Gordon y me llevó á casa de aquel señor, á quien había sido vendido. Mi antiguo amo me despidió diciéndome:

—Adiós, Negrito; sé bueno, y pórtate lo mejor que puedas.

Yo no le pude decir «adiós», pero aproximé mi hocico á su mano; me acarició bondadosamente, y de este modo abandoné mi primer hogar. Como viví algunos años en poder del caballero Gordon, voy á decir algo acerca de aquella casa.

El parque de dicho caballero se hallaba en las inmediaciones del pueblo de Buenavista. A él se entraba por una gran puerta de hierro, cerca de la cual había una casita; se continuaba luego por un camino suave y bien cuidado, entre corpulentos árboles, al fin del cual había otra casa para el guarda, y otra puerta que conducía á la habitación principal de los amos, y á los jardines. Detrás de éstos estaba el parque, la arboleda de frutales, y las caballerizas y cocheras, en las que se albergaban varios caballos y carruajes; pero sólo voy á ocuparme de la caballeriza en que me pusieron. Era muy espaciosa, con cuatro grandes cuadras, á las que comunicaba luz y ventilación una extensa ventana que daba á un patio.

La primera pieza era mayor que las demás, cuadrada, y cerrada por detrás con una verja de madera; las otras tres eran buenas, pero no tan espaciosas; aquélla tenía su correspondiente reja para el heno, y pesebre para el grano; le llamaban la cuadra suelta, porque el caballo que la ocupaba estaba suelto y enteramente á su placer, lo cual es una cosa excelente.

En esta bonita cuadra, limpia, agradable y ventilada, fué donde me puso el mozo que me había conducido. Nunca me he visto en un sitio tan bueno; las paredes divisorias eran de una altura que me permitía ver lo que ocurría en las cuadras inmediatas, á través de la reja de hierro que todas tenían en la parte superior.

El mozo me dió un puñado de avena, me acarició, y se retiró.

Lo primero que hice fué comer el pienso que había en el pesebre, y después miré á mi alrededor. En la cuadra inmediata á la mía había un caballito pequeño, pelo de rata, muy gordo, de abundante crin y cola, diminuta cabeza, y ojos vivos y simpáticos. Aproximé mi hocico á la reja cuanto pude, y le dije:

—¿Cómo está usted, amigo? ¿Cómo se llama usted?

Se volvió tanto como le permitió el ronzal de su cabezada, levantó la cabecita para mirarme, y contestó:

—Mi nombre es Alegría; soy, como usted ve, muy bonito, mi ocupación es conducir á mis señoritas cuando desean montar, y á mi señora algunas veces, en un pequeño carruaje. Todos me quieren mucho, incluso Jaime. ¿Va usted á vivir en esa cuadra?

—Así lo creo.

—Bueno— dijo,— pues entonces, deseo que tenga usted buen carácter; no me gusta tener por vecino á un compañero que muerda.

En aquel momento otro caballo asomó la cabeza por la reja de la cuadra inmediata; sus orejas estaban inclinadas hacia atrás, y su mirada parecía como de mal genio. Era una yegua alta, castaña, con el cuello largo y hermoso; me miró fijamente, y me dijo:

—Por lo que veo, es usted el que me ha desalojado de mi cuadra; no deja de ser extraño que un potrejo como usted venga á echar á una señora de su propia habitación.

—Perdone —le contesté,— yo no he echado á nadie; el hombre que me condujo me puso aquí, y nada tengo que ver con ello; y en cuanto á lo de ser un potrejo, diré á usted que he cumplido ya cuatro años, y que soy por lo tanto un caballo hecho y derecho. Jamás he tenido palabra alguna con mis compañeros, sean hembras ó varones, y mi único deseo es vivir en paz con todo el mundo.

—Bueno —dijo,— veremos; por de contado que yo tampoco desen tener palabras con un mozalbete como usted.

Después no le contesté.

Por la tarde, cuando aquélla salió, Alegría me contó lo que había en el particular del cambio de cuadras.

—Es el caso —me dijo,— que Jengibre tiene la mala costumbre de morder y patear; por eso le han puesto ese nombre. Cuando estaba suelta en la cuadra que usted ocupa, pateaba muchísimo. Un día mordió á Jaime en un brazo, hasta hacerle sangre, y desde entonces, las señoritas Flora y Josefina, que me quieren mucho, cogieron miedo á venir á las caballerizas. Acostumbraban traerme siempre alguna cosa buena que comer, ya una manzana, una zanahoria, ó un pedazo de pan; pero desde aquel suceso no se atrevieron á volver, y las echo mucho de menos. Espero que ahora volverán de nuevo, si usted no muerde ni patea.

Le dije que no acostumbraba morder más que la hierba, el heno y el grano, y que no podía explicarme el placer de Jengibre en portarse tan mal.

—Yo no creo que halle placer en ello —me contestó Alegría,— y sí que es sólo un mal hábito adquirido; dice que nadie ha sido bueno nunca con ella, y en ese caso, ¿cómo no ha de morder? Por de contado que es una mala costumbre; pero, si es verdad todo lo que ella cuenta, debe haber sido muy maltratada, antes de venir aquí. Juan hace cuanto está en su mano por complacerla, y Jaime lo mismo; el amo, por su parte, jamás usa el látigo, mientras un caballo se porta bien; de modo que creo que aquí cambiará su genio. ¿No cree usted lo mismo? —y añadió con una mirada inteligente,— yo tengo doce años de edad, he visto mucho, y puedo asegurar á usted que no hay en todo el país un lugar en donde se trate mejor á los caballos que aquí. Juan, que es la bondad personificada, lleva catorce años en la casa; y en cuanto á Jaime, no es posible encontrar un muchacho mejor; de modo que si Jengibre no se halla en esa cuadra, ella sola se tiene la culpa.

Juan Carrasco era el nombre del cochero de la casa, el cual vivía, con su mujer y un pequeño niño, en las habitaciones destinadas á la servidumbre, y muy cerca de las caballerizas. A la mañana siguiente me sacó al patio y me hizo una limpieza general, y cuando volví á mi cuadra, el caballero Gordon vino á verme y pareció estar muy satisfecho de mí.

—Juan —dijo al cochero,— pensaba probar el caballo esta mañana, pero tengo otras cosas que hacer. Puede usted sacarlo y darle una vuelta después de almorzar; vaya usted por el camino real hasta el pinar, y vuelva por los molinos y el camino del río; con esto probará su paso.

—Está bien, señor— contestó Juan.

Después del almuerzo vino y me puso el freno. Mostró un especial cuidado en alargar y acortar las correas, á fin de que no sintiera ninguna molestia; trajo un galápago que era un poco chico. para mi lomo, lo cual vió al instante, y fué á buscar otro que se amoldaba perfectamente. Montó, y al principio me condujo despacio, luego al trote, después á un pequeño galope, y por último, cuando nos hallamos á alguna distancia en el camino real, me tocó ligeramente con el látigo y dimos una espléndida carrera.

—¡Alto, muchacho!-- dijo al cabo de un rato, conteniéndome con las riendas;— parece que no te disgustaría correr con los perros.

Al cruzar el parque, á nuestra vuelta, encontramos al caballero Gordon con su señora; nos detuvieron, y Juan brincó al suelo..

—¿Qué hay, Juan, qué tal se ha portado?

—De primera clase, señor —contestó aquél;— es tan ligero como un gamo, dócil y alegre, y con la boca suave como la seda. Allá en lo hondo del camino real encontramos una carreta cargada de canastas y otros efectos voluminosos que la hacían parecer un mundo. Usted sabe, señor, que muchos caballos no pasan con tranquilidad por el lado de esas carretas; pero éste no hizo más que mirarla con fijeza y en seguida pasó por su lado tan tranquilo como si le fuera bien conocida. En el pinar, y cerca del camino, estaban cazando conejos, y un tiro sonó inmediato á nosotros; lo sujeté un poco y lo observé, pero no hizo el más pequeño movimiento á derecha ni á izquierda. Me afirmé en las riendas y no le hice apresurar el paso. Opino, señor, que nunca ha sido asustado ni maltratado en su juventud.

—Está bien —dijo el caballero;— yo lo probaré mañana.

Al día siguiente me montó, en efecto. Tuve presente los consejos de mi madre y de mi antiguo dueño, y procuré hacer exactamente todo lo que éste deseó que hiciera. Observé que era un buen jinete, y cuidadoso del caballo. Cuando regresamos y desmontó, su señora salió á recibirlo.

—¿Qué tal, querido —le dijo,— te gusta?

—Es, en un todo, lo que Juan ha dicho —contestó,— y no puede pedirse nada mejor. ¿Qué nombre le pondremos?

—¿Le llamaremos Pájaro negro, como al viejo caballo de tu tío?

—No; éste es mucho más bonito que aquél.

—Llamémosle pues, Azabache. ¿Te parece bien?

—Muy bien; le cuadra perfectamente; desde hoy se llamará Azabache.

Y así fué. Cuando Juan me llevó á la caballeriza, dijo á Jaime que los amos me habían puesto un nombre muy bonito, y aquél le contestó:

—Si no fuese porque nos traería recuerdos tristes del pasado, yo le hubiera llamado Favorito, pues no he visto dos caballos más parecidos.

—Ya lo creo —dijo Juan,— como que ambos son hijos de la vieja yegua Duquesa, del señor Grey.

Nunca había yo oído aquello hasta entonces. Según eso, el pobre Favorito, que fué muerto en la cacería, era mi hermano. Entonces me expliqué por qué mi madre se conmovió tanto, aunque dicen que los caballos no tenemos parientes, ó al menos, no nos reconocemos después que hemos sido vendidos y separados. Juan se mostraba orgulloso de mí; me peinaba la crin y la cola hasta ponerlas suaves como el cabello de una señora, y me hablaba constantemente. Yo, por supuesto, no lo entendía todo, pero me esforzaba en adivinar lo que quería decir y lo que deseaba que hiciese. Le tomé gran cariño, porque era muy bondadoso, y parecía como que hasta sabía lo que un caballo piensa. Cuando me pasaba la almohaza y el cepillo sabía cuáles eran las partes delicadas, ó más sensibles á las cosquillas; cuando me cepillaba la cabeza tenía tanto cuidado con mis ojos como si fueran los suyos propios; y nunca lo vi irritado.

Jaime, el mozo de cuadra, era, á su modo, muy bondadoso también, y por lo tanto me encontraba perfectamente. Había otro mozo que ayudaba al cuidado de los caballos, pero tenía muy poco que ver con Jengibre y conmigo.

Algunos días después de esto, me engancharon en pareja con Jengibre en el carruaje. Al principio desconfiaba yo de cómo nos avendríamos los dos en aquel trabajo; pero, á excepción de agachar las orejas cuando me aproximaron á ella, se portó muy bien. Hizo su parte con toda conciencia, hasta el extremo de que yo nunca desearía un compañero mejor. Cuando llegábamos á una cuesta, en vez de acortar el paso, se afianzaba con energía en la collera y partía de frente. Los dos teníamos la misma buena voluntad para el trabajo, y con frecuencia Juan tenía que contenernos en lugar de animarnos. Jamás tuvo que usar el látigo para ninguno de los dos. Nuestro paso era muy semejante, siéndome muy fácil trotar con ella al mismo compás, lo cual era muy agradable al amo y á Juan. Después de dos ó tres salidas juntos, nos hicimos amigos, y esto contribuyó á aumentar mi bienestar en aquella casa. En cuanto á Alegría, nuestra amistad fué mucho mayor. Era un excelente compañero, alegre, resuelto y de buen humor siempre, lo que le hacía ser querido de todos, y más particularmente de las señoritas Josefina y Flora, que acostumbraban montarlo, y jugar con él y con el pequeño perro Frisco.

Nuestro amo tenía dos caballos más, que ocupaban otra caballeriza. Uno era Justicia, una jaca baya, destinada á la silla y al carretón de los mandados, y el otro un viejo caballo obscuro, que había sido de carrera de liebres, y cuyo nombre era Oliveros; estaba ya fuera de combate, pero el amo le conservaba gran afecto, y gozaba del privilegio de estar suelto en el parque casi siempre; algunas veces hacía un pequeño trabajo de acarreo dentro de la misma finca, ó conducía á una de las señoritas cuando montaban y paseaban con su padre, pues era sumamente manso, y se le podía confiar un niño, lo mismo que á Alegría. La jaca baya era fuerte, bien formada y de buen carácter; algunas veces teníamos nuestros ratos de conversación en la arboleda, pero mi amistad no podía ser tan íntima como con Jengibre, con quien vivía bajo el mismo techo.

Me consideraba feliz en mi nueva casa, y si bien es verdad que echaba de menos una cosa, no tenía motivo para quejarme de mi suerte; el trabajo era moderado, la comida excelente, y la cuadra clara, ventilada y limpia; ¿qué más podía apetecer?... ¡Ah! ¡la libertad! Durante los primeros tres años de mi vida pude hacer cuanto se me antojó, mientras que ahora, semana tras semana, mes tras mes, y sin duda año tras año, tenía que estar encerrado en una cuadra día y noche, á excepción de cuando me sacaban para el trabajo, y aun entonces tenía que permanecer tranquilo como un caballo viejo, con correas, por aquí, correas por allá, un bocado puesto, y unas anteojeras á los lados de mis ojos. No es esto quejarme, pues comprendo que así debe ser; pero sólo quiero decir que para un caballo joven, lleno de vigor y de fuego, que ha estado acostumbrado á la libertad de una extensa pradera donde podía levantar la cabeza, enderezar la cola y galopar á todo su placer, resoplando con sus compañeros, es muy dura la esclavitud del pesebre. Algunas veces, cuando había hecho menos ejercicio que el de costumbre, me sentía tan lleno de vida y tan deseoso de saltar, que al sacarme para dar un paseo, apenas podía permanecer quieto; á haber podido hacer lo que quisiera, habría brincado y hecho mil cabriolas, y reconozco que más de una sacudida di á Juan, sin poderlo remediar, sobre todo á la salida; pero él era siempre bueno y sufrido.

—Quieto, muchacho —me decía;— espera un poco y daremos una carrerita para que se te quiten las cosquillas de las piernas.

Y en efecto, tan luego como salíamos del pueblo, me ponía al trote largo y me hacía volver fresco y libre de la intranquilidad con que había salido. Los caballos de sangre, cuando carecen del ejercicio conveniente, suelen ser llamados caprichosos por lo que es sólo juego y exceso de vida en ellos; algunos cocheros suelen entonces castigarlos, con la mayor injusticia, pero Juan nunca lo hizo. Además, se hacía comprender por el tono de su voz y por el toque de las riendas; y si se ponía serio, yo lo conocía en su voz, que tenía un absoluto dominio sobre mí, porque lo quería de veras.

Algunas veces teníamos nuestros ratos de libertad, y esto era en los domingos, en el verano, días en que nunca se enganchaba el carruaje. Era una gran cosa para nosotros, vernos sueltos entonces en la arboleda de los frutales, pisando aquella hierba fresca y suave, respirando el aire puro, y con toda la libertad que podíamos apetecer, para galopar, acostarnos, revolcarnos, ó pacer la dulce hierba. Entonces era cuando teníamos los grandes ratos de conversación unos con otros, al ponernos á la sombra de un corpulento nogal que allí había, y de una de estas conversaciones me voy á ocupar en el capítulo siguiente.