Ay, verdades, que en amorAy, verdades, que en amorFélix Lope de Vega y CarpioActo II
Acto II
Salen doña CLARA,
JULIA y don JUAN
CLARA:
Paso a la calle Mayor,
y quise veros, don Juan.
JUAN:
El que no tuviere amor
será de todas galán
y todas le harán favor.
Lo que quisieres comprar
quiero esta tarde pagar,
ya que en mi casa has entrado.
CLARA:
No vengo a daros cuidado.
JUAN:
Nunca me le ha dado el dar.
CLARA:
Saber de vos deseaba,
que ha mil años que no os veo,
y porque ayer donde estaba
creció, don Juan, mi deseo
lo que de vos se trataba.
Solíades navegar
de aquesta corte en el mar
sin que el agua os diese pena;
pero ya cierta sirena
dicen que os supo engañar.
JUAN:
Pues, Clara, fue impertinencia
de algún galán, engañado
por celosa competencia;
que soy Ulises atado
al árbol de mi prudencia,
que, si bien me detenía
cierta dama, a quien servía,
de su misma condición
saqué el olvido, en razón
del amor que me tenía.
CLARA:
Que no hay para qué encubrirme
en lo que os puedo servir;
que, aunque más secreto y firme,
de Celia os puedo decir
más que vos podéis decirme.
Soy su amiga desde un día
que por cierto don García
fingí unos celos con ella.
JUAN:
Ya sé yo lo que por ella
ese galán padecía;
que de ejemplo me sirvió
para saber defenderme.
CLARA:
Luego ¿ya el amor cesó?
JUAN:
No ha cesado, pero duerme,
y no le despierto yo.
A la hermosa Celia vi,
enamoróme, serví,
obligué, túvome amor,
milagro de su rigor,
y mal empleado en mí.
No porque le fuese ingrato;
que con honesta afición
la visito, sirvo y trato;
mas porque es su condición
del mismo viento retrato.
Pienso que venganza ha sido,
Clara, de Amor ofendido,
pues cuanto crece su amor,
sin estimar su favor,
se va aumentando mi olvido.
Celia es un gran casamiento,
porque es muy rica y hermosa
y de claro entendimiento;
pero el alma, recelosa,
camina en su amor a tiento.
Puede ser también que el ver
el rigor de una mujer,
que a tantos ha despreciado,
reducido a tal estado,
me obligue a no la querer.
Porque ver en su aspereza
lágrimas, y en sus papeles
locuras, a tal tibieza
me obligan que son crueles
mis ojos con su belleza.
Porque de verla llorar,
a diferente lugar
miro, por no me reír
y, aunque lo sabe sentir,
lo sabe disimular.
Ansí se va entretiniendo
Amor de Celia, vengando
los que le andaban sirviendo.
CLARA:
¿Celia llega a estar llorando,
y vos de verlo riendo?
¡Brava vitoria, don Juan!
¿Dónde del amor están
los blasones vencedores?
No se han escrito mayores.
Eterno laurel os dan.
Pero guardaos, que es mujer
que sabrá llorar y hacer
esas finezas con vos;
pero si os coge, ¡por Dios!,
que os dure poco el placer.
Vengará vuestros desprecios
cuando no podáis comprar
su amor con iguales precios.
JUAN:
¿Cómo puedo yo llegar
a pensamientos tan necios?
Quien no se quiere perder,
no se pare.
CLARA:
¿Qué ha de hacer?
JUAN:
Querer cuanto ver pudiere,
porque quien a muchas quiere
a nadie puede querer.
Así las libres mujeres
no tienen jamás amor,
variando en sus placeres,
y quieren tiniendo honor
por no mudar pareceres.
CLARA:
¡Qué gran castigo os espera
de esa libertad!
JUAN:
Si fuera
sólo con ella mi amor.
Así lo paso mejor.
¿Dígole yo que me quiera?
Sale MARTÍN
MARTÍN:
Aunque te causo disgusto,
no puedo dejar de darte
de cierta visita parte.
JUAN:
Sin gusto, Martín, no es justo.
¿Quién duda que Celia es?
MARTÍN:
La misma.
JUAN:
Pues vuelve y di,
necio, que no estoy aquí.
MARTÍN:
¿Si viene con ella Inés,
que sabe que en casa estoy?
JULIA:
¿Piensas que celos me das?
MARTÍN:
¡Oh Julia amiga! ¿Aquí estás?
JULIA:
Aquí estoy.
MARTÍN:
Volando voy
a decirles que los dos
no estamos en casa.
Vase
CLARA:
Agora
creo que Celia te adora.
JUAN:
Cánsame el alma, ¡por Dios!
CLARA:
¿Una mujer tan gallarda
que te viene a ver despides?
¡Brava arrogancia! A Amor pides
la venganza que te aguarda.
¡Lástima me da! No seas
cruel. Llamarla es mejor,
que yo a la Calle Mayor
me voy.
JUAN:
Clara, no lo creas.
CLARA:
No tendrá celos de mí.
Llámala, ¡por vida mía!
JUAN:
Ya fuera descortesía
de saber que estoy aquí.
Sale MARTÍN
MARTÍN:
Celia se fue recelosa,
señor, de que en casa estás.
JUAN:
¿Qué dijo?
MARTÍN:
No dijo más
de que es discreta y hermosa.
Echóse el manto, y sería
para cubrir los enojos
que en el papel de sus ojos
Amor con agua escribía.
Dio un suspiro que pudiera
romper, no el doblez sencillo
del manto, mas si el soplillo
lámina de bronce fuera.
Palabras dijo de agravios,
murmuradas con un "mientes"
entre perlas de sus dientes
y corales de sus labios.
Que lloró fue cosa cierta,
o si no, fueron enojos;
algo llevaba en los ojos
que no acertaba a la puerta.
Así por el manto a Inés
y ella sacó por lo bajo;
fuile a remediar un tajo,
y sacudióme un revés.
"No conmigo picardías,"
dijo, "su amo está acá;
que, adonde su perro está,
también está Tobías."
JUAN:
Yo, Clara, gusto en extremo
de atropellar el rigor
de mujer de tal valor.
CLARA:
Ya te he dicho lo que temo.
JUAN:
Ven al jardín, que esto es
querer más mi libertad.
A JULIA
MARTÍN:
¿Cómo estamos de amistad?
JULIA:
Daréle el revés de Inés.
Vanse.
Salen don GARCÍA y ALBERTO,
su amigo, de noche
GARCÍA:
Pensé partirme, y no me dejan celos.
ALBERTO:
Así castigan al Amor los cielos.
En Milán os contaba, don García.
GARCÍA:
Para el de Feria y Santa Cruz tenía
cartas del Almirante y el de Sesa;
tuvo el Amor de los cabellos presa
mi determinación, y no he podido
partirme, aunque mejor hubiera sido.
Salgo de noche a sólo ver la puerta,
alguna vez a mi favor abierta,
y he visto un caballero disfrazado
llegar, llamar y entrar con un criado.
ALBERTO:
Pues ¿por qué no le habéis reconocido?
GARCÍA:
Si piensan en Madrid que me he partido
los señores y amigos, gran bajeza
fuera dar ocasión a conocerme,
a herir o a herirme, a huirme o a prenderme.
Cuando por dicha piensan los señores
que en Saboya merezco sus favores;
los amigos, que a tajos y reveses
derribo por el suelo piamonteses,
y algunos envidiosos, que me espera,
si no la compañía, la bandera,
¿tengo de acuchilllar un embozado?
ALBERTO:
No he visto amante yo tan reportado.
Celos, y no saber el dueño, es cosa
nueva en amor, y a Amor dificultosa.
¿No le podéis seguir?
MARTÍN:
También lo intento;
mas son tan recatados que no siento
remedio para ver adónde paran.
ALBERTO:
Mucho vuestras fortunas se declaran.
GARCÍA:
Con esto agora entenderéis, Alberto,
la causa del haberme descubierto
al amigo mayor, al más discreto.
ALBERTO:
Pues ya tenéis de mí tan buen conceto,
decidme a lo que vengo.
GARCÍA:
Yo me imito,
en una carta que hoy a Celia he escrito,
como que de Milán, con un presente,
la escribo, y que de vos tan justamente
quise fiarla; pero habéis de darla
cuando este caballero venga a hablarla,
que no repararán en un soldado.
Y vos, o por haberlo preguntado
o ya por conocer el caballero,
sabréis mejor lo que pretendo y quiero.
ALBERTO:
Decís muy bien; pero es inconveniente
decir que traigo carta con presente;
que han de pedirle y, como son mujeres,
para tomar no toman pareceres.
GARCÍA:
Decid que le tenéis en la posada,
y señaladla donde no hallen nada.
Pero ella es tan bizarra que no creo
que reciba el presente ni el deseo.
ALBERTO:
No lo creáis; que amantes, aunque ausentes,
con dar presentes, estarán presentes.
Vanse.
Salen CELIA e INÉS
INÉS:
Pues remedio has de tener;
no has de dejarte morir.
CELIA:
Cansándome de sufrir,
no me canso de querer;
porque a tanta desventura
ha llegado su rigor
que ya no parece amor.
INÉS:
Pues ¿qué parece?
CELIA:
Locura.
INÉS:
Los que nunca han enfermado
sienten mucho cualquier mal.
CELIA:
Si en correspondencia igual
a don Juan hubiera amado,
no fuera mi sentimiento
de esta calidad, Inés,
que ya parece interés
de mi propio pensamiento.
¿Yo querer sin ser querida,
no sabiendo yo querer,
y que casi vengo a ser
por querer aborrecida?
¿Dónde está la libertad
con que a tantos desprecié?
¿Hombre se alaba que fue
señor de mi voluntad?
Si estuviera don García
donde aquestas cosas viera,
¡qué de venganzas tuviera!
¡Ay, libre condición mía!
¿Qué artificio o qué ventura
de un hombre llegó a tener
imperio en una mujer,
que para ser de escultura
en su esquiva condición
dio mármoles a los cielos?
INÉS:
¿No quieres tú darle celos?
CELIA:
Tretas ordinarias son.
INÉS:
Lo que está calificado
por bueno, aunque antiguo sea,
eso es justo que se crea.
CELIA:
Pues ¿qué haremos?
INÉS:
Yo he pensado
que finjas que de Milán
te ha escrito aquel don García,
que ya sabe que tenía
talle y méritos don Juan
para que tú le quisieras;
que, cuando presente esté,
al descuido te daré
la carta.
CELIA:
Vanas quimeras
para un mozuelo arrogante,
que no querrá tener celos
del mismo sol de los cielos,
si se le pone delante.
INÉS:
Pues dime, si te ha cogido
por los celos que te ha dado
hasta haberte despreciado,
siendo tu desdén y olvido
asombro de este lugar,
¿por qué no será también
que te venga a querer bien
y que te puedas vengar?
CELIA:
Bien dices; pero son celos
muy tibios de un hombre ausente.
INÉS:
Prueba hasta ver si lo siente,
y añade a celos recelos.
Salen MARTÍN y don JUAN
MARTÍN:
Háblala, ¡por Dios!, con gusto,
ya que la vienes a ver.
JUAN:
No sé cómo pueda ser.
MARTÍN:
Yo sí.
JUAN:
¿Cómo?
MARTÍN:
Porque es justo.
JUAN:
Cánsame, ¡por Dios!, Martín,
tanta Celia noche y día.
MARTÍN:
Pues a fe que no solía;
mas todo se muda, en fin.
JUAN:
Apenas el alba sale
cuando hay Celia con papel,
que para librarme de él
ningún remedio me vale.
No ha llegado el mediodía
cuando hay presente y recado.
¡Qué amor tan necio y cansado!
¡Qué descompuesta porfía!
¡Que aun no me puedo sentar,
Martín, sin Celia a comer!
Pues Celia al anochecer,
¿cómo me puede faltar?
Celia, de noche, en la calle;
Celia en el Prado, en el río.
¿No hay otros mozos de brío,
de buen gusto y de buen talle,
que me quiere Celia a mí?
MARTÍN:
Quedo, que te está escuchando.
JUAN:
Pues ¿puede faltarme hablando?
CELIA:
¿Es don Juan?
JUAN:
Señora, sí.
CELIA:
¡Mi bien!
Hablan aparte los MARTÍN
y don JUAN
MARTÍN:
Responde.
JUAN:
No sé.
MARTÍN:
Eso ya es descortesía.
A ella
JUAN:
¡Mi Celia! ¡Señora mía!
CELIA:
¿Qué milagro de Amor fue
hacerme aqueste favor?
JUAN:
¿Favor? Haréisme correr.
CELIA:
Pues ¿qué nombre ha de tener
el venir a verme?
JUAN:
Amor. Aparte
MARTÍN:
¡Amor! ¡Con qué sequedad
la hablas!
JUAN:
Harto me esfuerzo;
que sabe el cielo que fuerzo
el gusto y mi voluntad.
MARTÍN:
No quiriendo en otra parte,
¿cómo no quieres aquí?
JUAN:
Pregúntalo a Amor, no a mí.
CELIA:
¿Qué es eso, Inés?)
INÉS:
Oye aparte.
Ya no tienes que escribir
la carta que imaginaste.
Un soldado está a la puerta,
que de don García las trae.
CELIA:
¿Búrlaste, Inés?
INÉS:
¿Cómo burla?
CELIA:
Dile que vuelva a la tarde.
No entren soldados aquí.
JUAN:
Señora, si es importante
que yo me vaya...
CELIA:
¿Por qué?
No es cosa que ofensa os hace.
Cartas son de don García,
que bien pudiera excusarme
esta necia este disgusto.
Di que mañana me hable,
y que las deje, si quiere,
para que don Juan las rasgue.
JUAN:
¿Rasgar yo? Pues ¿a qué efeto?
Ni que él mañana aguarde.
Dile que entre.
CELIA:
No ha de entrar.
JUAN:
Sí ha de entrar, que es disparate
querer que a mí me dé pena
quien viene de Italia o Flandes.
Entre ese soldado luego,
y él y cuantos en las naves
desembarcan del Brasil
o dan la vuelta de Cádiz.
CELIA:
¿Que queréis que entre?
JUAN:
Pues ¿no? Aparte
MARTÍN:
Parece que quieren darte
su poquitico de celos.
JUAN:
¿A mí celos? ¡Qué donaire!
MARTÍN:
¿No es aqueste don García
de los mirlados galanes
que guardaban esta puerta
y rondaban esta calle?
JUAN:
El mismo.
MARTÍN:
Pues ¿por qué sufres
sus cartas?
JUAN:
Calla, ignorante;
que no hay celos sin amor,
y yo no le tengo a nadie.
Sale ALBERTO, de camino, a lo soldado
ALBERTO:
¿Quién es la señora Celia?
CELIA:
Yo soy.
MARTÍN:
(¡Buen mozo!) (-Aparte-)
JUAN:
(¡Buen talle!) (-Aparte-)
INÉS:
(¡Bravas plumas!) (-Aparte-)
CELIA:
(¡Bizarría (-Aparte-)
tiene el belicoso traje!)
ALBERTO:
Yo llegaba a Barcelona
de Génova al embarcarse
don García, a quien debéis
cuidado; bien triste parte.
Dióme esta carta, y con ella
una caja. Si hay un paje...
Pero no, porque he de dar
un despacho al Almirante.
En la calle de Alcalá
poso, de donde se parten
los carros. Llámome Ascanio
de li Estorneli. Enviadle
mañana entre siete y ocho.
CELIA:
¡Qué prisa! Esperad que os hable.
¿Lleva salud don García?
Hablan los dos aparte
MARTÍN:
"Salud y gracia; sepades..."
deben de quererte dar
con tenerle y preguntarle.
JUAN:
¿A mí?
MARTÍN:
No, sino al Sofí.
JUAN:
¿Y qué importa que se canse?
ALBERTO:
Salud lleva don García.
CELIA:
¿Qué miráis?
ALBERTO:
Lo que hay delante.-- Aparte a CELIA
¿Es aqueste caballero
hermano o deudo? Que hacen
mensajeros poco cuerdos
tal vez grandes necedades.
CELIA:
Hablad, que es un deudo mío
que ha venido a visitarme.
ALBERTO:
¿Deudo? ¿El nombre?
CELIA:
Don Juan Guerra.
ALBERTO:
Es de los buenos solares
su casa, y en su persona
no se desluce su sangre.
¿Pretende en Corte?
CELIA:
Pretende.
ALBERTO:
Y aquel mozo del semblante
falso, ¿es también deudo vuestro?
CELIA:
Es un montañés que trae
consigo.
ALBERTO:
¿El nombre?
CELIA:
Martín.
ALBERTO:
Tiene traza de pegarse
dos tajos y dos reveses
con el sobrino del Draque.
Los soldados reparamos
en hombres de aquel desgaire. A don JUAN
MARTÍN:
Con celos de don García
debe, don Juan, de mirarte
este soldado hablador.
¡Vive Dios, que le arrebate
y le arroje de un revés
cascos y plumas a Flandes!
ALBERTO:
Digo, pues, que don García
va sin salud a arrojarse,
desesperado, a las armas
de un piamontés que le mate.
Con lágrimas y suspiros
me dijo palabras tales
que enternecieran las almas
de los más duros diamantes.
Dióme un abrazo que os dije.
CELIA:
Pues bien podéis abrazarme,
que a las nuevas de su amor
se deben prendas iguales.
MARTÍN:
¿Abrázanse?
JUAN:
¿No lo ves?
MARTÍN:
Trae presente, no te espantes.
JUAN:
¡Qué libertad tan grosera!
MARTÍN:
¿Qué se te da que la abrace,
pues que no la quieres bien?
JUAN:
Perderme el respeto es parte
para darme pesadumbre,
que no porque a mí me agravie.
CELIA:
Id en buen hora, y podréis
verme, señor, cuando os falten
negocios.
INÉS:
Señora, escribe
el nombre para buscarle,
que me parece difícil,
aunque la posada es fácil.
CELIA:
Libro tengo de memoria.
ALBERTO:
Pues vuesa merced la saque.
CELIA:
Ya escribo.
ALBERTO:
Ascanio.
CELIA:
¿De qué?
ALBERTO:
De li Estorneli, y mandadme
otra cosa en que serviros.
Vase
CELIA:
El cielo, señor, os guarde. A don JUAN
¿Queréis rasgar esta carta?
JUAN:
¡Oh qué donaire tan grande!
¿Yo rasgar tus pensamientos?
¿Yo tus deseos? ¿Tan fácil
te parece el dividir
las primeras amistades?
No soy tan necio, ni creas
que en este juego me salen,
aunque las cartas me des,
esas figuras azares.
Doyte el parabién del gusto,
por la parte que me cabe,
de que le tengas, que yo
eso puedo desearte.
Quédate a leerla a solas,
que de secretos de amantes
nunca quieren los discretos,
aunque se lo rueguen, parte.
CELIA:
No, no, que es mucho desprecio
sin ver la carta dejarme.
¡Espera, por vida tuya!
Si la estimas, no la mates.
Toma, lee, rompe, arroja
sus razones; no te enfades,
que no tengo yo la culpa
de que me escriba quien sabes
que se fue de aborrecido,
con ser hombre de las partes
que todo el mundo conoce.
JUAN:
Que él te escriba y tú le alabes
está muy puesto en razón;
y para que no te canses
en pensar que me das celos,
lee, que quiero escucharte.
CELIA:
No quiero yo que tú pienses
que me escriben en lenguaje
menos que merezco honesto.
JUAN:
Lee si quieres, que es tarde;
que a mí no se me da nada
de que sea tierno o grave. Lee
CELIA:
Voy a la muerte huyendo de la vida,
dulce señora mía, de tal suerte
que la memoria de volver a verte,
desconfïado, la esperanza olvida.
Ya no es posible que consuelo pida
a tu crueldad, porque el rigor me advierte
que quien allá no pudo enternecerte,
¿qué podrá ausente y la ocasión perdida?
Esa joya te envío, no te espantes
de que, partiendo en lágrimas deshecho,
me retrate en firmezas semejantes.
Por ser el dios de Amor ponle en el pecho
por ver si puede Amor hecho en diamantes
romper un pecho de diamantes hecho.
Yo he leído.
JUAN:
Y yo escuchado
sin género de disgusto.
¿Quieres más?
CELIA:
Ni fuera justo
que esto te diera cuidado.
JUAN:
¿Cuidado a mí? ¿Para qué?
Mira en qué te sirve.
CELIA:
Espera;
hazme una merced.
JUAN:
Pudiera
asegurarte mi fe.
CELIA:
Esta joya has de ponerte.
Valdréme yo del conceto
de don García.
JUAN:
¿A qué efeto?
CELIA:
A efeto de enternecerte.
JUAN:
No, Celia; mejor será
que te enternezcas a ti.
Póntela y fía de mí,
que el mío por ti lo está.
¡Dios te guarde! --Ven, Martín.
CELIA:
La joya te han de llevar. Aparte los dos
MARTÍN:
Piensa que llevas pesar.
JUAN:
¿Yo pesar? Pues ¿a qué fin?
MARTÍN:
No me agrada aquella risa.
Con gusto queda de verte
enojado.
Vanse don JUAN y MARTÍN
INÉS:
¡Brava suerte!
CELIA:
Parece que el Amor pisa
las estampas de los celos.
¡Qué presto tras ellos viene!
¡Qué discreto fuego tiene
para abrasar necios hielos!
INÉS:
¡Picado va!
CELIA:
Con razón.
¡Pero que mi dicha fuese
tan grande que me escribiese
García en esta ocasión!
INÉS:
¿Qué ingratitud no venciera
esta memoria?
CELIA:
Es verdad.
Ya mi necia voluntad
su mal gusto considera.
INÉS:
¡Brava joya te ha enviado!
Mas ¿no se acordó de mí?
CELIA:
Por don Juan no te advertí
que viene aparte un recado.
INÉS:
¿Cómo?
CELIA:
Cortes de Milán
y medias de seda.
INÉS:
Hiciste
discretamente.
CELIA:
¡Qué triste
puso la carta a don Juan!
INÉS:
No habrá salido el aurora
cuando voy a la posada
de ese Ascanio, aunque olvidada
del sobrenombre, señora;
y advierte que me has de dar
algo del presente a mí.
CELIA:
Medias habrá para ti.
INÉS:
A la color verdemar
soy yo muy aficionada.
CELIA:
¿No es honrado caballero
don García?
INÉS:
Ya te espero
ver de don Juan olvidada.
CELIA:
Si me aprietan desengaños,
creo que me he de mudar,
que se cansan de llorar
mis ojos tantos engaños.
Si viniese don García...
Temo el tenerle afición,
que una larga sinrazón
el mayor amor enfría. Vanse. Salen don JUAN y MARTÍN
MARTÍN:
Pues ¿cónmigo disimulas?
JUAN:
¿Yo contigo?
MARTÍN:
¡Triste vienes!
De aquella carta a esta parte
te he sentido diferente.
Dime, ¡por Dios!, la verdad.
JUAN:
Si Celia, Martín, me ofrece
la carta, para rasgarla,
de aquel su olvidado ausente
y me ha de enviar la joya,
¿qué celos, qué pena quieres
que tenga? Sólo el pensar
que se alegra me entristece.
MARTÍN:
Es condición del Amor
pesarle de ver alegre
lo que ama, que querría
que siempre triste estuviese.
Pero mostrando la carta,
que pudo Celia esconderte,
y dándote los diamantes,
no sé yo de qué te temes.
Como dice la canción:
"Antes ocasión parece
de conocer que te estima."
JUAN:
Bien sé que Celia no puede
querer a nadie en el mundo.
MARTÍN:
Perdida de amor la tienes.
Pero ya tarda la joya,
si bien no es bien que te pese,
pues te obliga a darle otra
de más valor.
JUAN:
No se entiende
con quien no la tiene amor.
¿Yo darle joya?
MARTÍN:
Inés viene. Sale INÉS
INÉS:
¿Puedo entrar?
JUAN:
¿Quién es, Martín?
MARTÍN:
¿Quién, dices? ¿No ves presente
la estafeta del Amor,
el paraninfo celeste
de Celia, el dulce Mercurio,
el Iris resplandeciente,
mensajera de los dioses?
INÉS:
Todos sabemos a Güete,
¡por vida del hablador!,
y estése quedo.
MARTÍN:
¿Esto sientes?
JUAN:
Inés, ¿qué quieres?
INÉS:
Saber
de tu salud, y traerte
este papel.
JUAN:
¡Qué cansancio!
¡Muerto me tienen papeles!
MARTÍN:
¿No traes la joya?
INÉS:
¿Cuál joya?
MARTÍN:
¿Cuál? La de Ascanio Estorneli.
INÉS:
¡Cómo se te acuerda el nombre!
MARTÍN:
¿No quieres que se me acuerde?
Apenas hoy salió el alba
y en barbechos y alcaceres
pardas cantaban calandrias
dulce chillando motetes,
mesas apenas gabachos
de agua ministrando ardiente
ya por órganos narices
entonan tabaco fuelles,
cuando te vi por la calle,
y, a más de cuarenta "¡Cees!"
que desde lejos te di,
no respondiste una "ele."
¿Dónde ibas a ser sol
de los dulces feligreses
de Baco, que a tales horas
a sus ermitas se ofrecen?
INÉS:
A buscar iba la joya;
pero no hallé quién pudiese
darme señas de ese Ascanio.
MARTÍN:
Tiene ya pocos parientes
después que Eneas, su padre,
de Dido causó la muerte.
JUAN:
Yo he leído y te he escuchado
y conozco, Inés, que mientes
en decir que no le hallaste.
Pero basta; bien se entiende
que Celia quiere traer
la joya, y dos cosas pierde;
la que yo le prevenía,
y el verme; porque de verme
eternamente no trate.
INÉS:
¿Qué es eso de "eternamente?"
JUAN:
¿No entiendes bien castellano?
INÉS:
¿Esta respuesta merece
una mujer principal?
JUAN:
Y tú, soberbia, ¿te atreves
a responderme?
INÉS:
Ya traigo
comisión de responderte.
Si tú no vieres a Celia,
está cierto que no intente
las locuras que hasta aquí,
que es infamia que desdenes
sufra una mujer hermosa
de un hombre, aunque un ángel fuese.
Las humildades que ha hecho
contigo, don Juan, te tienen
tan arrogante. ¡Mal haya
la mujer que os desvanece!
Castigo de su soberbia
fuiste; pero ya no quiere
sufrirte necio y galán,
discreto y impertinente.
Es mi señora muy linda
para que tú la desprecies;
muy rica para buscarte,
muy noble para quererte.
Pienso que no hablo en culto
y, si me entiendes, advierte
que no te arrepientas tarde,
que hay muchos que la pretenden.
Vase
MARTÍN:
Malo, ¡por Dios! No me agrada,
que nunca crïadas suelen
decir estas libertades
cuando las amas no quieren.
No me diera más temor,
si la oyera treinta veces,
la campana de Velilla,
con malos agüeros siempre,
que la voz desentonada
de Inés.
JUAN:
A quien no la teme,
¿qué piensas tú que le importa?
MARTÍN:
No te hagas tan valiente,
que pienso que has de pagarle
las crueldades que le debes.
JUAN:
¡Déjame, necio!
MARTÍN:
¿Yo?
JUAN:
Sí,
que no hayas miedo que deje
Celia de quererme.
MARTÍN:
¿No?
¡Mal conoces las mujeres!
¡Vive Dios!, si hallan resquicio,
cuando alguno las ofende,
por donde entrar a vengarse,
que no hay cosa que no intenten.
Vanse.
Salen ALBERTO y don GARCÍA
ALBERTO:
Buena persona tenía
y grave disposición.
Dióle pena la afición
con que hablaba en don García,
y ella a él satisfacción.
Paréceme, a lo que vi,
que está perdida por él.
GARCÍA:
¿Perdida?
ALBERTO:
Pienso que sí,
porque de los celos de él
venganza en ella sentí.
Díjome que era pariente,
y novio me pareció,
que un pariente menos siente.
Don Juan Guerra le llamó.
GARCÍA:
No poca me ha dado ausente;
pero no me la ha de dar.
Sus paces quiero estorbar
y fingir que hoy he llegado.
ALBERTO:
¡Buena traza de soldado!
¡Volver hoy y ayer llegar!
GARCÍA:
Diré que el duque me envía
con despachos para el conde,
y pasaré a mediodía
con postas la calle adonde
hay más guerra que solía,
y así todos pensarán
que he llegado de Milán
porque no tengo paciencia
para sufrir que en mi ausencia
quiera bien Celia a don Juan.
ALBERTO:
Sí, pero vuestros amigos
luego os han de preguntar
lo que hay de los enemigos.
GARCÍA:
Luego ¿no es fácil contar
mentiras si no hay testigos?
En Madrid, como a porfía
amanecen cada día
tres cosas hasta las pruebas;
mudanzas, arbitrios, nuevas,
y así lo será la mía.
De Génova y de Saboya
las historias contaré
que pasó Grecia con Troya.
ALBERTO:
¿Y de la joya?
GARCÍA:
Diré
que no ha llegado la joya. Vanse. Salen CELIA e INÉS
CELIA:
En notable obligación
estoy a tu atrevimiento.
INÉS:
Conocí tu pensamiento.
CELIA:
Basta que los celos son
a quien debo ese pesar,
después, Inés, de los cielos.
INÉS:
De ingratitud a los celos
suele el Amor apelar.
CELIA:
Lo mismo me ha sucedido.
INÉS:
Si le dejas, tú verás
a quien te desprecia más
más despreciado y perdido.
Estaba aquel bellacón
de Martín, como espantado
de ver el mundo trocado,
dándome falsa atención.
CELIA:
¿Qué te dijo don Juan?
INÉS:
Nada;
que también le pareció
que hablaba atrevida yo,
en tu mudanza fundada.
CELIA:
Y parecióle muy bien.
Ea, pensamiento mío,
agora es tiempo de brío
contra tan necio desdén.
¿Era yo la que llegaba
de noche a buscar las rejas
de un hombre, y con dulces quejas
su ingrato nombre llamaba?
¿Era yo la que le oía
estando a su puerta dél,
y a quien su gente cruel
que estaba fuera decía?
No más crueldad, no más fieros,
Amor, que para olvidaros
no hay más discretos reparos
que dar celos y no veros.
No me entre don Juan aquí,
que no quiero más don Juan.
¡Viva el que vive en Milán!
Salen don JUAN y MARTÍN
JUAN:
¿Qué estás diciendo de mí?
CELIA:
Que me cansan tus crueldades
siendo quien soy, que el deseo
tiemplan de suerte, que veo
tu mentira y mis verdades.
Y si no te persuades
con lo que te ha dicho Inés,
óyeme a mí, que después
que tus desengaños vi,
no soy la Celia que fui,
sino la Celia que ves.
¿En qué pensaba el furor
de tu arrogancia, don Juan?
¿No sabes cuán poco están
juntos desprecio y amor?
Mucho perdí de mi honor
en quererte despreciada;
pero ya, desengañada,
y la esperanza perdida,
cuanto estoy arrepentida
pienso que estaré vengada.
Que te quiero no lo niego,
que una principal mujer
bien puede luego querer,
pero no aborrecer luego.
Si fuera un monte de fuego
me le templara tu nieve.
¡Qué mal hace quien se atreve
a dar por amor desdén,
porque no es hombre de bien
quien no paga lo que debe!
JUAN:
Celia, de mi ingrato pecho
te has quejado sin razón;
temo de tu condición;
lo más que dices ha hecho.
Bien puede estar satisfecho
el tuyo de que soy tuyo.
De tu sentimiento arguyo
tu amor y, ya confiado,
si alguna vez la he negado,
el alma te restituyo.
Vuelvo arrepentido en mí
de aquellos desabrimientos,
porque tus merecimientos
siempre yo los conocí,
y no tan ingrato fui
que pudiese despreciarte.
Siempre he sabido estimarte,
porque fuera no quererte
ni haber ojos para verte
ni oídos para escucharte.
Los que no han sido enemigos
no hay de qué hacer amistades;
mas si no te persüades
sean estos dos testigos
de que ya somos amigos,
con juramiento, mi bien,
que mis ojos no te den
más pesadumbre jamás;
que a los celos que me das
se ha rendido mi desdén.
INÉS:
Postas pasan. Voy, Martín,
a los balcones corriendo.
MARTÍN:
¿Corneta? Mala señal,
mala voz y mal agüero,
y más sonando, señor,
en amistades los celos,
que es como, al salir de casa,
ver un acreedor o un cuervo.
JUAN:
¿Cosa que fuese el soldado?
MARTÍN:
Pues yo por cierto lo tengo,
porque en venir por la posta
se ve que es mal y que es cierto.
INÉS:
Ponte, señora, al balcón;
verás un galán mancebo
vestido de verde y plata
cual suele florido almendro,
con todo un Orán de plumas,
un pirámide sombrero
estrellado de diamantes.
Baja el oído INÉS le susurra al oído a CELIA
CELIA:
Ya entiendo.
JUAN:
Y yo lo entiendo también;
y, pues estorbo, no quiero
darte, Celia, pesadumbre.
CELIA:
No, no, que parecen celos.
¿Tú celoso? ¡Dios me libre!
Sólo, mis ojos, te ruego
me des licencia, que voy
un instante, un pensamiento
a ver hombre tan galán.
Vase
INÉS:
Yo, Martín, ni más ni menos;
a ver a cierto crïado
que tray envuelta en un fieltro
el alma que me llevó. Vase
MARTÍN:
¿Qué es esto, señor, qué es esto?
JUAN:
¿Qué ha de ser más de que ya
mudó la veleta el viento?
MARTÍN:
¿No te dije yo que había
de vengarse?
JUAN:
¡Pierdo el seso!
Como vi que me adoraba,
estaba mi amor durmiendo,
y despertó dando voces,
Martín, en dándome celos.
MARTÍN:
¿Y la pícara de Inés
que con el otro escudero
me amenaza haciendo burla?
JUAN:
¿Qué haremos?
MARTÍN:
¡Por Dios!, que creo
que es todo en Celia artificio;
porque de su entendimiento
presumo invención tan rara.
JUAN:
Ya llega tarde el consuelo.
Carta, soldado, presente,
postas, plumas a los cielos,
verde y plata con diamantes
bien pudo hallar el ingenio;
pero no la ejecución,
que ya con los ojos veo.
¡Ay, Martín, qué necio he sido!
MARTÍN:
Pues no parezcas más necio
en dar a entender tu pena.
JUAN:
¡Que hallase este caballero
para venir a matarme!
MARTÍN:
Dicen que a un doctor volvieron
una mula que le hurtaron
mientras curaba a un enfermo,
y que, pasados dos años,
la halló a su puerta, diciendo
un rétulo que tenía
entre la barba y el pecho:
"Estime vuesa merced
esta mula, que por cierto
que no ha dado un tropezón
de aquí a Roma." Así sospecho
que se halló Celia a la puerta
este soldado, que ha vuelto
al lugar donde vivía
sin avisar a su dueño.
JUAN:
No sé lo que Celia intenta,
sólo sé que yo me muero.
MARTÍN:
Sin duda, pues te confiesas.
JUAN:
A voces, Martín, confieso
que es la luz de aquestos ojos,
que es el alma de este cuerpo,
de mis potencias acción
y el primero movimiento
de mis sentidos, si ya
puedo decir que los tengo.