Amalia/Los dos amigos

Los dos amigos

-Vamos, pero hasta la puerta del gabinete solamente, porque yo soy el médico del alma de este hombre, y sabe usted que los médicos tienen siempre que hablar solos con sus enfermos.

-¡Ah, Daniel!

-¿Qué hay, señor?

-Nada, entra; pasa adelante; yo me voy a la sala -dijo Don Cándido al entrar Daniel al lugar clasificado de gabinete, y volviendo sobre sus pasos.

-Buen día, mi querido Eduardo -dijo Daniel a su amigo, sentado en la vieja poltrona de Don Cándido, delante de su mesa de escribir.

-Bien podías haberme tenido hasta mañana en esta maldita cárcel sin saber una palabra de nadie -dijo Eduardo.

-¡Ah!, ¿empezamos por reconvenciones?

-Me parece que tengo razón: son las diez de la mañana.

-Cierto, las diez.

-Y bien, ¿qué es de Amalia?

-Muy buena está, gracias a Dios, pero no gracias a ti, que haces todo lo posible porque lo pase mal.

-¿Yo?

-Tú, sí; y ahí está la prueba -dijo Daniel señalando ocho o diez pliegos de papel dispersos sobre la mesa, en cada uno de los cuales había el nombre de Amalia veinte o treinta veces escrito a lo ancho, a lo largo, al sesgo, de todos modos, y con infinitas formas de letra.

-¡Ah! exclamó Eduardo poniéndose colorado y juntando todos los papeles.

-Tú te entretenías en esto, mi querido Eduardo, nada más natural; pero en tu situación es preciso que a lo conveniente ceda el lugar lo natural; y como conviene que nadie sepa que tienes tanto amor a ese nombre, bueno será hacer esto -dijo Daniel tomando los papeles de mano de Eduardo, enrollándolos y tirándolos a una vieja chimenea que se encendía quince o veinte días en cada invierno en el gabinete de Don Cándido, para secar la humedad de las paredes, según él decía, porque el fuego continuo le hacía mal; encendida ese día por consideraciones a su huésped por fuerza.

-Bien, te concedo que tienes razón, Daniel, pero yo quiero volver a Barracas ahora mismo.

-Comprendo que lo quieras.

-Y lo haré.

-No, no lo harás.

-¿Y quién me lo impedirá?

-Yo.

-¡Oh!, caballero, eso es abusar demasiado de la amistad.

-Si usted lo cree así, señor Belgrano, nada más sencillo entonces.

-¿Cómo?

-Que usted puede irse a Barracas cuando quiera, pero debo prevenirle que cuando usted llegue, se encontrará solo en la casa, porque mi prima no estará en ella.

-¡Por Dios! Daniel, por Dios, ¡no mortifiques más mi situación! Yo no sé lo que digo.

-¡Vaya!, al cabo has dicho una cosa racional, y ahora que has empezado a tener razón, oye todo lo que hay.

Y Daniel refirió sucintamente a Eduardo todas las ocurrencias de la noche anterior, como también la invasión del general Lavalle.

-Cierto, cierto. ¡Yo no puedo ya habitar en Barracas sin comprometerla! -dijo Eduardo poniendo el codo sobre la mesa y reclinada su frente en la palma de su mano.

-Eso es hablar con juicio, Eduardo. Hoy no hay otro medio de salvar a Amalia que poniéndote lejos de la mano de Rosas, porque aun cuando yo pudiera salvarla de los insultos de la Mashorca, o de una medida torpe del tirano, yo no tendría poder para libertarla de los rigores de su propia organización, si te acaeciera una desgracia. Amalia está apasionada. Su naturaleza sensible y su imaginación exaltada la llevarían al último extremo de la vida, o del infortunio, si llegase hasta su corazón una sola gota de tu sangre.

-¿Y qué hago, Daniel, qué hago?

-Desistir de la idea de verla por algunos días.

-Imposible.

-La pierdes entonces.

-¿Yo?

-Tú.

-¡Oh, no puedo, no!

-No la amas, entonces.

-¡Que no la amo! ¡Oh!, sí, sí: no la amo como ella se merece ser amada, porque para Amalia se necesita un Dios, y yo soy un hombre; ella se merece el amor del cielo y de la tierra, y yo no puedo darla sino el amor de mi alma. ¡Ah!, Daniel, desde anoche me parece que falta luz, porque sus ojos no la derraman sobre los míos; me parece que me falta el aire de mi existencia, porque no lo aspiro en sus alientos. ¡Que no la amo! ¡Oh, Dios mío, Dios Mío! -exclamó Eduardo ocultando su frente entre sus manos.

Un momento de silencio se estableció entre los jóvenes. Daniel respetaba en ese momento esa noble pasión del amor, obra de Dios para las almas generosas y grandes, que él sentía también aunque sin la exaltación de su amigo; porque ni el amor por su Florencia tenía obstáculos que le irritasen, ni su espíritu estaba ajeno a otras nobles y grandes impresiones que le distraían; ni él tenía tampoco la organización reconcentrada de Eduardo, en la cual, por esa desgraciada condición, las pasiones, la felicidad y la desgracia obraban sus efectos con más poder.

-Pero no; esto es ser demasiado débil. ¿Qué es lo que decías que debo hacer, Daniel? -dijo Eduardo sacudiendo su cabeza, echando atrás las hebras de sus cabellos de ébano que caían sobre sus sienes pálidas, y mirando tranquilamente a su amigo.

-No ver a Amalia en algunos días.

-Bien.

-Si los sucesos políticos alcanzan pronto el fin que les deseamos, entonces todo está ganado en tus negocios.

-Sí, cierto.

-Si, por el contrario, los sucesos no alcanzan ese fin, es necesario entonces que emigres.

-¿Solo?

-No, no irás solo.

-¿Irá Amalia? ¿Crees que quiera seguirme?

-Sí, lo creo perfectamente. Pero además de Amalia irán otras personas de tu relación.

-¡Oh! Sí, vamos al extranjero, Daniel, el aire de la patria mata a sus hijos hoy, nos sofoca.

-No importa, es necesario respirarlo como se pueda hasta haber perdido toda esperanza.

-¿Pero, y si los sucesos se demoran mucho tiempo?

-No es posible.

-Nada más fácil de suceder, sin embargo. Un contratiempo cualquiera puede detener las operaciones de Lavalle, y entonces...

-Entonces todo se habrá perdido; porque la demora es la ruina para Lavalle, en el estado actual de las cosas.

-Pero, no, amigo mío, no estará perdido; y porque no estará, estaremos todos los días esperando que al siguiente entre Lavalle.

-Lo esperarán otros, pero yo no, Eduardo. El personal del Ejército Libertador es infinitamente inferior en número al de Rosas. Y los recursos de éste son en relación de mil a uno, comparados con los de nuestro bravo general. En favor de éste, pues, no hay más que la impresión moral que ha causado su inesperada presencia en la provincia, y los antecedentes casi romancescos de su valor personal, y del entusiasmo de sus jóvenes soldados. Pero si el momento de esa impresión se pierde, todas las probabilidades estarán entonces en contra de la cruzada.

-Pero bien, supongamos el caso de una prolongación de tiempo en la guerra, ¿cómo vivir entonces separado de Amalia tanto tiempo, Daniel?

-Si llegara ese caso, la verías, pero no en Barracas.

-¿Puedo entrar un momento, mis queridos y estimados discípulos? -dijo Don Cándido, asomando la borlita de su gorro blanco por la puerta del gabinete, que entreabrió.

-Adelante, mi querido y estimado maestro -dijo Daniel.

-Hay una novedad, Daniel, una ocurrencia, una cosa...

-¿Usted me hará el favor de decírmela de una vez, señor Don Cándido?

-Es el caso que yo me paseaba en el zaguán, porque cuando tengo un poco de dolor de cabeza como al presente, me hace bien el pasearme, como también el ponerme unos parches de hojas de naranjo. Porque habéis de saber, hijos míos, que las hojas de naranjo con sebo tienen sobre mi organización la virtud específica...

-De mejorar a usted y enfermar a los otros. ¿Qué es lo que hay? -preguntó el impaciente Daniel.

-A eso camino.

-¡Pero llegue usted de una vez, con todos los santos!

-Ya llego, genio de pólvora; ya llego. Me paseaba en el zaguán, decía, cuando sentí que alguien se paró a la puerta. Me acerqué indeciso, vacilante, dudoso. Pregunté quién era. Me convencí de la identidad de la persona que me respondió, y entonces abrí: ¿quién te parece que era, Daniel?

-No sé, pero me alegraría de que hubiese sido el diablo, señor Don Cándido -dijo Daniel dominando su impaciencia como era su costumbre.

-No, no era el diablo, porque ese parece que no se desprende de mi levita hace tiempo. Era Fermín, tu leal, tu fiel, tu...

-¿Fermín está ahí?

-Sí. Está en el zaguán, dice que quiere hablarte.

-¡Acabara usted, con mil bombas! -exclamó Daniel saliendo apresuradamente del gabinete.

-¡Qué genio! Se ha de perder, se ha de estrellar contra el destino. Oye tú, Eduardo; tú que pareces más circunspecto, aun cuando después que saliste de la escuela en que eras quieto, tranquilo, estudioso, no he tenido la satisfacción de tratarte; es necesario que tengas mucha cautela en la situación actual. Dime: ¿por qué no entras hoy mismo a estudiar con los jesuitas y te entregas a la carrera eclesiástica?

-¿Señor, me hace usted el favor de dejarme el alma en paz?

-¡Ay, malo! ¿También eres tú como tu amigo? ¿Y qué pretendéis, jóvenes extraviados en la carrera tortuosa, en la pendiente rápida en que os habéis lanzado?

-Pretendemos que nos deje usted solos un momento, señor Don Cándido -dijo Daniel, que entraba al gabinete a tiempo que su respetable maestro de primeras letras empezaba la interrumpida frase de su valiente apóstrofe.

-¿Nos amenaza algún peligro, Daniel? -preguntó Don Cándido, mirando tímidamente a su discípulo.

-Ninguno absolutamente. Son asuntos míos y de Eduardo.

-Pero es que nosotros tres estamos hoy formando un solo cuerpo indivisible.

-No importa, lo dividiremos momentáneamente. Háganos usted el favor de dejarnos solos.

-Quedad -dijo Don Cándido extendiendo su mano en el aire en dirección a los dos jóvenes y saliendo pausadamente del gabinete.

-El negocio se vuelve más serio, Eduardo.

-¿Qué hay?

-Algo de Amalia.

-¡Oh!

-Sí, de Amalia. Acaba de recibir aviso de que dentro de una hora la policía la hará una visita domiciliaria, y me lo manda decir con Fermín, a quien yo había mandado a Barracas antes de venir a verte.

-¿Y qué hacemos, Daniel? ¡Pero, oh, cómo pregunto qué hacemos!... Daniel, me voy a Barracas.

-Eduardo, no es tiempo de hacer locuras. Yo amo mucho a mi prima para permitir a nadie el que arroje sobre ella la desgracia -dijo Daniel con un tono y una mirada tan seria que hicieron una fuerte impresión en el ánimo de Eduardo.

-Pero yo soy la causa de los insultos a que esa señora se ve expuesta, y soy yo, caballero, quien deba protegerla -contestó Eduardo con sequedad.

-Eduardo, no hagamos locuras -repitió Daniel, volviendo a la dulzura natural con que trataba a su amigo-, no hagamos locuras. Si se tratase de defenderla de un hombre, de dos hombres, de más que fuesen, con la espada en mano, yo te dejaría muy tranquilo el placer de entretenerte con ellos. Pero es del tirano y de todos sus secuaces de quienes debemos defenderla; y para con ellos tu valor es impotente: tu presencia les daría mayores armas contra Amalia, y no conseguirías libertar, ni tu cabeza, ni la tranquilidad de mi prima.

-Tienes razón.

-Déjame obrar. Yo voy a Barracas en el acto; y a la fuerza yo opondré la astucia, y trataré de extraviar el instinto de la bestia con la inteligencia del hombre.

-Bien, anda, anda pronto.

-Tardaré diez minutos en llegar a mi casa a tomar mi caballo, y en un cuarto de hora estaré en Barracas.

-Bien: ¿y volverás?

-Esta noche.

-Dila...

-Que te conservas para ella.

-Dila lo que quieras, Daniel -dijo Eduardo, dándose vuelta, porque sin duda en sus ojos había algo que quería ocultar a la mirada de su amigo. Jamás un hombre apasionado como Eduardo, con su valor y su generosidad, puede haberse encontrado en situación más difícil: veía en peligro a la bien amada de su alma, en peligro por él, y no podía defenderla sin agravar su desgracia.

Cuando volvió de su primer paseo en la habitación, ya no halló a Daniel en el gabinete.

Eran las once de la mañana, y Don Cándido empezó a vestirse para ir a la secretaría privada del señor Don Felipe.