Amalia/Amalia en presencia de la policía
Amalia en presencia de la policía
Daniel llegó a su casa, montó en su soberbio alazán, partió a gran galope para Barracas, tomando las peores calles de la ciudad para no encontrar obstáculos de tránsito que lo detuviesen, pues los del terreno los salvaba siempre sin dificultad el superior caballo que montaba; pero todo era inútil, porque iba a llegar tarde a la quinta.
Cuando a las nueve de la mañana Daniel había dejado a su prima, para dirigirse a la ciudad, había dado orden a Fermín que lo esperase en Barracas, previniéndole las casas en que lo encontraría en caso que ocurriese alguna novedad.
Una ocurrió en efecto. Poco rato después de su partida llegó a la quinta una carta para Amalia, en que se le anunciaba una visita de la policía; y la joven mandó dar aviso a Daniel de este suceso, por cuanto ella desconfiaba de su prudencia en presencia del insulto que iba a hacerse a su casa.
Pasó inmediatamente al cuarto que ocupaba Eduardo. Tomó de sobre una mesa algunas traducciones del inglés en que solía entretenerse el joven; y convencida de que no había un solo objeto que pudiese revelar en ese aposento lo que probablemente venía a buscar la policía, volvió a la sala, echó los papeles a la chimenea, y se paseaba con esa inquietud natural a los que esperan de un momento a otro ser actores en una escena desagradable, cuando sintió parar varios caballos a la puerta de la quinta. Y esto sucedió cinco o seis minutos después de la partida de Fermín; mucho antes, pues, de lo que Amalia creía.
Mujer, sola, rodeada de peligros que se extendían desde ella hasta el ser amado de su corazón, la Naturaleza se expresó en ella con sinceridad: pálida y débil, se echó en un sillón, haciendo esfuerzos, sin embargo, para sobreponerse a sí misma.
Don Bernardo Victorica, un comisario de policía y Nicolás Mariño se presentaron en la sala, introducidos por Pedro.
Victorica, ese hombre aborrecido y temido de todos los que en Buenos Aires no participaban de la degradación de la época, era, sin embargo, menos malo de lo que generalmente se creía. Y sin faltar jamás a la severidad que le prescribían las órdenes del dictador, se portaba, toda vez que podía hacerlo sin comprometerse, con cierta civilidad, con una especie de semitolerancia, que hubiera sido un delito a los ojos de Rosas, pero que era empleada por el jefe de policía, especialmente cuando tenía que ejercer sus funciones sobre personas a quienes creía comprometidas por alguna delación interesada, o por el excesivo rigorismo del gobierno(2).
Con el sombrero en la mano, y después de hacer una profunda reverencia, dijo a Amalia:
-Señora, soy el jefe de policía: tengo que cumplir el penoso deber de hacer un escrupuloso registro en esta casa: es una orden expresa del Señor Gobernador.
-¿Y estos otros señores vienen también a registrar mi casa? -preguntó Amalia señalando hacia Mariño y al comisario de policía.
-El señor, no -contestó Victorica indicando a Mariño-, este otro señor es un comisario de policía.
-¿Y puedo saber a quién, o qué se viene a buscar a mi casa, de orden del Señor Gobernador?
-Dentro de un momento se lo diré a usted -respondió Victorica, con una fisonomía muy seria, pues que él y sus compañeros estaban de pie, sin haber recibido de Amalia la mínima indicación de sentarse.
Ella tiró del cordón de la campanilla, y dijo a Luisa, que apareció al momento:
-Acompaña a este señor, y ábrele todas las puertas que te indique.
Victorica hizo un saludo a Amalia, y siguió a Luisa por las piezas interiores.
Acompañado del comisario pasó al gabinete de lectura, y luego al suntuoso aposento de la joven. El jefe de policía no era hombre de tan delicado gusto, que pudiese fijarse en todos los primores que encerraba aquel adoratorio secreto donde había penetrado más de una vez la mirada enamorada de Eduardo, a través de las tenues neblinas de batista y tul que cubrían los cristales. Pero entretanto, Victorica tenía muy buenos ojos para no ver que cuanto allí había estaba descubriendo el poco amor de los dueños de aquella casa a la santa causa de la Federación.
Tapices, colgaduras, porcelanas, todo se presentaba a los ojos del jefe de policía con los colores blanco y celeste, blanco y azul; celeste o azul solamente. Y las pobladas cejas del intransigible federal empezaban a juntarse y endurecerse.
-«Bien puede ser que aquí no haya nadie oculto, como me lo asegura Mariño; pero a lo menos no será porque en esta casa no haya unitarios» -se decía a sí mismo.
Pasó luego al tocador de Amalia, y sus ojos quedaron deslumbrados con la magnificencia que se le presentaba.
-A ver, niña, abre esos roperos -dijo a Luisa.
-Y ¿qué va usted a ver en los roperos de la señora? -preguntó la pequeña Luisa, alzando su linda cabeza y mirando cara a cara a Victorica.
-¡Hola! Abre esos roperos te he dicho.
-¡Pues es curiosidad! Vaya, ya están abiertos -dijo Luisa abriendo las puertas de los guardarropas con una prontitud y una acción de enojo, que hubiera hecho sonreír a otro cualquiera que no fuese el adusto personaje que la miraba.
-Bien, ciérralos.
-¿Quiere usted ver si hay alguien escondido en los bebederos de los pájaros? -dijo Luisa señalando las jaulas doradas de los jilgueros.
-Niña, eres muy atrevida, pero tu edad me hace perdonarte. A ver, abre esta puerta.
-¿Esta?
-Sí.
-Esta puerta da a mi aposento.
-Bien, ábrela.
-No hay nadie en él.
-No importa, ábrela.
-¿Yo? No, señor, no la abro. Ábrala usted, ya que no cree en mi palabra.
Victorica miró largo rato a aquella criatura de diez u once años que osaba hablarle de ese modo, y en seguida levantó el picaporte de la puerta, y entró al dormitorio de Luisa.
-Ven, niña -la dijo viéndola que se quedaba en el tocador.
-Iré si manda usted a este señor que vaya también con nosotros -dijo Luisa señalando al comisario, que se entretenía en examinar los pebeteros de oro.
El comisario echó sobre ella una mirada aterradora, que no consiguió, sin embargo, aterrar a la intrépida Luisa, y volviendo el pebetero a la rinconera, volvió a seguir los pasos de Victorica.
-Señor, no me revuelva usted mi cama. Después no se vaya usted a enojar si le quiero enseñar el bebedero de los pajaritos -dijo a Victorica al verlo levantando la colcha de la cama y mirando bajo de ella.
-¿Adónde da esta puerta?
-Al patio.
-Ábrela.
-Tire usted no más, está abierta.
Una vez en el patio, Victorica hizo una señal al comisario, que por la verja de fierro se dirigió a la quinta; y él y Luisa se dirigieron a aquella parte del edificio en que estaban las habitaciones de Eduardo, y el comedor.
-¿Quién habita en ese cuarto? -preguntó Victorica examinando el de Eduardo.
-El señor Don Daniel cuando viene a quedarse -contestó Luisa sin la mínima turbación.
-Y ¿cuántas veces por semana sucede eso?
-La señora me ha mandado que le enseñe a usted la casa, y no que le dé cuenta de lo que pasa en ella. Puede usted preguntárselo a la señora.
Victorica se mordió los labios no sabiendo qué hacer con aquella muchacha, y pasó a otra habitación, y, por último, al comedor, sin haber encontrado cosa alguna que le diese indicios de lo que buscaba.
Durante se ejecutaba esta pesquisa policial, en el modo y forma adoptada por la dictadura, una escena bien diferente, pero no menos interesante, tenía lugar en la sala.
Luego que Victorica y el comisario pasaron a las piezas interiores, Amalia, sin levantar los ojos a honrar con su mirada la fisonomía de Mariño, le dijo:
-Puede usted sentarse, si tiene la intención de esperar al señor Victorica.
Amalia no estaba rosada, estaba punzó en aquel momento. Y Mariño, por el contrario, estaba pálido y descompuesto en presencia de aquella mujer cuya belleza fascinaba, y cuyas maneras imperiosas y aristocráticas, podemos decir, imponían.
-Mi intención -dijo Mariño, sentándose a algunos pasos de Amalia-, mi intención ha sido la de prestar a usted un servicio, señora, un gran servicio en estas circunstancias.
-¡Mil gracias! -contestó Amalia con sequedad.
-¿Ha recibido usted mi carta esta mañana?
-He recibido un papel firmado por Nicolás Mariño, que supongo será usted.
-Bien -contestó el comandante de serenos, dominando la impresión que le causó la desdeñosa respuesta de la joven-. En esa carta, en ese papel, como usted lo llama, me apresuré a participar a usted lo que iba a ocurrir.
-¿Y puedo saber con qué objeto se tomó usted esa incomodidad, señor?
-Con el objeto de que tomase usted las medidas que su seguridad le aconsejase.
-Es usted demasiado bueno para conmigo; pero demasiado malo para con sus amigos políticos, pues que les hace usted traición.
-¡Traición!
-Me parece que sí.
-Eso es muy fuerte, señora.
-Sin embargo, ése es el nombre.
-Yo trato de hacer siempre todo el bien que puedo. Además, yo sabía que desde anoche no podía haber ningún hombre en esta casa, después de la visita de Cuitiño.
Doña María Josefa Ezcurra, sin embargo, que tiene un empeño especial en perseguir esta casa, mientras yo lo tengo en protegerla, fue esta mañana a dar parte al Señor Gobernador de que aquí se ocultaba una persona que se buscaba ha mucho tiempo por la autoridad. Su Excelencia mandó llamar al señor Victorica, le dio la orden que está cumpliendo, y yo, que tuve la suerte de saber lo que ocurría, no perdí un instante en comunicárselo a usted, decidiéndome también a acompañar al señor Victorica, por si tenía la suerte de poder librar a usted de algún compromiso. Esta es mi conducta, señora; y si hago una traición a mis amigos, la causa por que así procedo me justifica plenamente. Esa causa es santa; nace de una simpatía instantánea que sentí por usted desde que tuve la dicha de conocerla. Desde entonces mi vida entera está consagrada a buscar los medios de acercarme a esta casa; y mi posición, mi fortuna, mi influencia...
-Su posición y su influencia de usted no impedirán que yo le deje solo, cuando no comprenda que su presencia me fastidia -dijo Amalia parándose, separando la silla en que estaba sentada, y pasando al gabinete de lectura, y de éste a su alcoba, donde sentóse en su sofá, radiante de belleza y de orgullo.
-¡Ah, yo me vengaré, perra unitaria! -exclamó Mariño pálido de rabia.
Pocos momentos hacía que la altanera tucumana estaba sola en su aposento por no sufrir las impertinencias de Mariño, cuando Victorica, que volvía con Luisa, por el mismo camino que había andado ya, se encontró de nuevo con Amalia.
-Señora -la dijo-, he cumplido ya la primera parte de las órdenes recibidas; y felizmente para usted, podré decir a Su Excelencia que no he encontrado en esta casa la persona que he venido a buscar.
-¿Y puedo saber qué persona es ésa, señor jefe de policía? ¿Puedo saber por qué se me hace el insulto de registrar mi casa?
-¿Quiere usted decir a esta niña que se retire?
Amalia hizo una seña a Luisa, que se retiró, no sin torcerle los ojos a Victorica.
-Señora, debo tomar a usted una declaración, pero deseo evitar con usted las formalidades de estilo, y que sea más bien una conferencia leal y franca.
-Hable usted, señor.
-¿Conoce usted a Don Eduardo Belgrano?
-Sí, lo conozco.
-¿Desde qué tiempo?
-Hará dos o tres semanas -contestó Amalia, rosada como una fresca rosa, y bajando la cabeza, avergonzada de tener que mentir por la primera vez de su vida.
-Sin embargo, hace más tiempo que lo han visto en esta casa.
-Ya he contestado a usted, señor.
-¿Podría usted probar que Don Eduardo Belgrano no ha estado oculto en esta casa, desde el mes de mayo hasta el presente?
-No me empeñaría en probar semejante cosa.
-¿Luego es cierto?
-No he dicho tal.
-Pero, en fin, usted dice que no probaría que no estuvo.
-Porque es usted, señor, quien debe probar lo contrario.
-¿Y sabe usted dónde se encuentra actualmente?
-¿Quién?
-Belgrano.
-No lo sé, señor; pero si lo supiera no lo diría -contestó Amalia alzando la cabeza, contenta y altiva porque se le presentaba la ocasión de decir la verdad.
-¿Ignora usted que estoy cumpliendo una orden del Señor Gobernador? -dijo Victorica empezando a arrepentirse de su indulgencia con Amalia.
-Ya me lo ha dicho usted.
-Entonces debe usted guardar más respeto en las contestaciones, señora.
-Caballero, yo sé bien el respeto que debo a los demás, como sé también el que los demás me deben a mí misma. Y si el Señor Gobernador, o el señor Victorica, quieren delatores, no es esta casa, por cierto, donde podrán hallarlos.
-Usted no delata a los demás, pero se delata a sí misma.
-¿Cómo?
-Que usted se olvida que está hablando con el jefe de policía, y está revelándole muy francamente su exaltación de unitaria.
-¡Ah, señor, yo no haría gran cosa en serio en un país donde hay tantos miles de unitarios!
-Por desgracia de la patria y de ellos mismos -dijo Victorica levantándose sañudo-, pero llegará el día en que no haya tantos; yo se lo juro a usted.
-O en que haya más.
-¡Señora! -exclamó Victorica mirando con ojos amenazantes a Amalia.
-¿Qué hay, caballero?
-Que usted abusa de su sexo.
-Como usted de su posición.
-¿No teme usted de sus palabras, señora?
-No, señor. En Buenos Aires sólo los hombres temen; pero las señoras sabemos defender una dignidad que ellos han olvidado.
-«Cierto, son peores las mujeres» -dijo Victorica para sí mismo-. A ver, concluyamos -continuó, dirigiéndose a Amalia-, tenga usted la bondad de abrir esa papelera.
-¿Para qué, señor?
-Tengo que cumplir ese último requisito, abra usted.
-¿Pero, qué requisito?
-Tengo orden de inspeccionar sus papeles.
-Oh, esto es demasiado, señor, usted ha venido en busca de un hombre a mi casa; ese hombre no está, y debo decir a usted que nada más consentiré que se haga en ella.
Victorica se sonrió y dijo:
-Abra usted, señora, abra usted por bien.
-No.
-¿No abre usted?
-No, no.
Victorica se dirigía a la papelera cuya llave estaba puesta, cuando Mariño, que había oído el interrogatorio desde el gabinete, se precipitó en el aposento, para ver si con un golpe teatral conquistaba el corazón de la altanera Amalia.
-Mi querido amigo -dijo a Victorica-, yo salgo garante de que en los papeles de esta señora no hay ninguno que comprometa a nuestra causa; ni diario, ni carta de los inmundos unitarios.
Victorica retiraba su mano de la llave de la papelera, y ya Mariño creía conquistado el derecho a la gratitud de aquel corazón rebelde a sus ternuras, cuando Amalia se precipitó a la papelera, la abrió estrepitosamente, tiró cuatro pequeñas gavetas que contenían algunas cartas, alhajas y dinero, y con una expresión marcada de despecho, se volvió a Victorica, dando la espalda a Mariño, y le dijo:
-He ahí cuanto encierra esta papelera, registradlo todo.
Mariño se mordió los labios hasta sacarse sangre.
Victorica paseó sus miradas por los objetos que le descubrió Amalia, y sin tocar ninguno, dijo:
-He concluido, señora.
Amalia le contestó apenas con un movimiento de cabeza, y volvió al sofá, pues sentía que después del violento esfuerzo que acababa de hacer, una especie de vértigo le anublaba la vista.
Victorica y Mariño hicieron una profunda reverencia y salieron por el gabinete a encontrar al comisario que los estaba esperando.
Y fue en el momento en que todos montaban a caballo, que Daniel bajó del suyo, y después de un cortés saludo a Victorica y Mariño entró a la casa de su prima, diciéndose a sí mismo.
-Malo. Empiezo a llegar tarde, y es mal agüero.
A su vez Mariño decía a Victorica:
-Este lo debe saber todo. Este es unitario, a pesar de su padre y de todo lo que hace.
-Sí, es necesario poner los ojos sobre él.
-Y el puñal -agregó Mariño, y tomaron el galope para la ciudad.