Amalia/Cómo sacamos en limpio que Don Cándido Rodríguez se parecía a Don Juan Manuel Rosas

Cómo sacamos en limpio que Don Cándido Rodríguez se parecía a Don Juan Manuel Rosas

En esa misma mañana en que su señoría el señor ministro plenipotenciario de Su Majestad Británica machacaba el maíz para la mazamorra de Rosas, nuestro antiguo amigo Don Cándido Rodríguez se paseaba en el largo zaguán de su casa, cerca de la Plaza Nueva, metido entre su sobretodo color pasa que lo había acompañado en sus sustos del año de 1820; con un gorro blanco metido hasta las orejas; dos grandes hojas de naranjo pegadas con sebo en las sienes; unos viejos zapatos de paño que te servían de pantuflas, y las manos en los bolsillos del sobretodo.

Lo irregular de su paso, las ojeras que bordaban sus párpados, y las gesticulaciones repentinas en su fisonomía, daban a entender que había pasado mala noche, y que se hallaba en momentos de un diálogo elocuente consigo mismo.

Dos golpes dados a la puerta lo pararon súbitamente en sus paseos.

Se acercó a ella, miró por la boca llave antes de preguntar quién era, y no viendo sino el pecho de una persona, se atrevió a interrogar con una voz notablemente trémula.

-¿Quién es?

-Soy yo, mi querido maestro.

-¿Daniel?

-Sí, Daniel; abra usted.

-¿Que abra?

-Sí, con todos los santos del cielo, eso es lo que he dicho.

-¿Eres tú, en efecto, Daniel?

-Creo que sí, hágame usted el favor de abrir y me verá.

-Oye: pon tu cara en línea recta, horizontal con el ojo de la llave, pero separado a una tercia o media vara de él, para que yo pueda dirigir mi visual y conocerte.

Daniel tuvo intención de dar una patada en la puerta y hacer saltar el picaporte, pero no pasó de intención y tuvo que hacer lo que su intransigible maestro le ordenaba.

-¡Ah, eres tú, en efecto! -dijo Don Cándido, y abrió la puerta.

-Sí, señor, yo soy; yo, que tengo demasiada paciencia con usted.

-Espera, detente, Daniel, no sigas más adelante -exclamó Don Cándido tomando la mano a su discípulo.

-¿Qué diablos significa esto, señor Don Cándido? ¿Por qué no puedo seguir más adelante?

-Porque quiero que entres aquí a este cuarto de Nicolasa -respondió Don Cándido señalando la puerta de una habitación que daba al zaguán.

-Ante todas cosas, ¿ha sucedido algo?

-Nada, pero ven al cuarto de Nicolasa.

-¿Es usted el que va a hablarme ahí?

-Yo, yo mismo,

-Malo.

-Cosas muy serias.

-Peor.

-Ven, Daniel.

-Con una condición.

-Impón, ordena.

-Que la conversación no pasará de dos o tres minutos.

-Ven, Daniel.

-¿Acepta usted?

-Acepto, ven.

-Vamos allá.

Y Daniel, llevado por la mano de su antiguo maestro, entró al cuarto de la provinciana sirvienta de él, y sentóse sobre una vieja silla de vaqueta.

Don Cándido se paró a su lado y extendiendo el brazo le dijo:

-Tómame el pulso, Daniel.

-¿Yo? ¿Y qué diablo quiere usted que haga yo con su pulso?

-Ver la fiebre que me devora, que me consume, que me abrasa desde anoche. ¿Qué quieres hacer de mí, Daniel? ¿Qué hombre es éste que has metido en mi casa?

-¡Ahora salimos con ésas! ¿No lo conoce usted ya?

-Lo conocí de niño, como te conocí a ti y a tantos otros, cuando era infante, tierno, e inocente como todos los niños. ¿Pero sé yo acaso cuál es su vida actual, cuáles sus opiniones, cuáles sus compromisos? ¿Puedo creer que es un inocente cuando me lo traes entre el lóbrego misterio de la noche, y cuando me ordenas que nadie lo vea y que a nadie hable de este asunto? ¿Puedo creer que es un amigo del gobierno cuando lo veo sin una sola de las divisas federales, y con una corbata blanca y celeste? ¿No debo deducir de todo esto, por una lógica concluyente, que aquí hay alguna intriga política, alguna conspiración, algún complot, alguna revolución en que yo estoy tomando parte sin saberlo y sin quererlo; yo, un hombre pacífico, tranquilo y sosegado; yo, que por mi grave y circunspecta posición actual como secretario de Su Excelencia el señor ministro Arana, que es un hombre excelente como su señora y toda su respetabilísima familia y hasta sus criados, debo ser por fuerza, por necesidad, circunspecto y leal a mis deberes oficiales? ¿Te parece?...

-Me parece que usted ha perdido el juicio, señor Don Cándido, y como yo no quiero perder el mío, ni perder mi tiempo, bueno será que demos por concluida nuestra conferencia, y me permita usted pasar a ver a Eduardo.

-¿Pero hasta cuándo va a estar en mi casa?

-Hasta que Dios quiera.

-Pero eso no puede ser.

-Eso será, sin embargo.

-¡Daniel!

-Señor Don Cándido, mi distinguido maestro, recapitulemos en dos palabras la posición de todos.

-Sí, recapitulemos.

-Oigame usted: para escudarse de los peligros que la Federación le pudiera hacer correr a usted en la época actual, lo he colocado de secretario privado del señor Arana, ¿no es cierto?

-Exactamente.

-Bien, pues; el señor Arana y todos sus secretarios, es muy probable que sean colgados de un día a otro, no por orden de las autoridades, sino por orden del pueblo que puede levantarse contras Rosas de un momento a otro.

-¡Oh! -exclamó Don Cándido, abriendo tamaños ojos.

-Colgados, sí, señor -repitió Daniel.

-¿Los secretarios también?

-También.

-¿Sin ser por equivocación?

-Sin ser por equivocación.

-¡Es espantoso!

-Los secretarios junto con el ministro.

-De manera que si dejo mi empleo de secretario, la Mashorca me degüella; y si no lo dejo, el pueblo me ahorca; y todavía, en cualquiera de los dos casos, me puede suceder una desgracia por equivocación.

-Exactamente, eso sí es lógica.

-¡Lógica de los infiernos, Daniel; lógica que me va a costar la vida, por tu causa!

-No, señor, no le costará a usted nada, si usted hace cuanto yo quiero.

-¿Y qué he de hacer? Habla.

-Voy a ponerle a usted el dilema en otro sentido: estamos en el momento de crisis; en ella, o Rosas ha de triunfar de Lavalle, o Lavalle de Rosas, ¿no es así?

-Cierto, así es.

-Bien, pues: en el primer caso, usted tiene en Don Felipe Arana un apoyo para continuar en su próspera fortuna; y en el segundo, usted tiene en Eduardo la mejor tijera para cortar la soga del pueblo.

-¿En Eduardo?

-Sí, y no hay más que hablar sobre esto, ni repetirlo.

-De modo que...

-De modo que usted tiene que guardar a Eduardo en su casa hasta que yo determine.

-Pero...

-Otro hombre menos generoso que yo compraría el secreto de usted, diciéndole: Señor Don Cándido, muy buena está la orden del ejército de Lavalle que me ha dado usted anoche copiada de su puño y letra, y a la menor indiscreción suya, ese documento irá a manos de Rosas, señor Don Cándido...

-¡Basta, basta, Daniel!

-Bien, basta. ¿Entonces estamos de acuerdo?

-De acuerdo. ¡Oh, Dios mío, yo estoy como Rosas; soy igual a él en organización, está visto! -exclamó Don Cándido paseándose precipitadamente por el cuarto de Nicolasa, y apretándose contra las sienes los parches de naranjo.

-¿Que usted es igual a Rosas en organización?

-Sí, Daniel, idéntico.

-¡Diablo! ¿Me hace usted el favor de explicarme eso, señor Don Cándido? Porque si es así, entre Eduardo y yo podríamos hacer ahora mismo un gran servicio a la humanidad.

-Sí, Daniel, igual, igual -dijo Don Cándido, sin comprender la burla de Daniel.

-¿Pero igual en qué?

-En que tengo miedo, Daniel; miedo de cuanto me rodea.

-¡Hola! ¿Y usted sabe que el Señor Gobernador tiene miedo?

-Sí, lo sé. Ayer a la oración, mientras yo escribía, es decir, mientras sacaba copias de los documentos que te enseñé más tarde; porque siguiendo tus órdenes, saco siempre una copia de más, el señor ministro conversaba muy quedito con el señor Garrigós, y ¿sabes lo que le decía?

-Si usted no me lo dice, no creo que podré adivinarlo.

-Le decía que el Señor Gobernador había hecho poner a bordo de la Acteon cuatro cajones de onzas; y que estaba viendo el momento en que Su Excelencia se embarcaba porque tiene miedo de la situación que le rodea.

-¡Hola!

-Esas son las palabras textuales del señor ministro.

-¡Diablo!

-Y eso es lo mismo que siento yo: miedo de la situación que me rodea.

-¿También, eh?

-También, sí. Y es por eso que he dicho que me parezco a Su Excelencia, porque es muy explicativo, muy elocuente, muy terminante, el que en unos mismos momentos él y yo sintamos unas mismas impresiones.

-Cierto -dijo Daniel pensando en las palabras de Don Cándido.

-Y ese fenómeno no tendría lugar si él y yo no tuviésemos organizaciones idénticas, iguales, igualmente impresionables.

-¿Conque cuatro cajones de onzas, a bordo de la Acteon?

-Cuatro cajones.

-¿Y que tiene miedo?

-Miedo, eso fue lo que dijo.

-¿Y el señor Arana, no dijo alguna cosa relativa a él?

-Claro está que dijo, porque el señor ministro tiene una lógica tan concluyente como la mía: «Es preciso que pensemos también en nosotros, amigo mío -le dijo a Garrigós-. Nosotros no hemos hecho mal a nadie; al contrario, hemos hecho todo el bien que hemos podido; pero será bueno que tratemos de embarcarnos inmediatamente que el Señor Gobernador lo haga.» Y esto es lógico, Daniel; así como yo digo, que si siento que el ministro se embarca, me embarco yo, aunque sea por el Riachuelo, y para ir a la isla de Casajema.

-¿Y Garrigós dijo algo?

-Fue de distinta opinión.

-¿Opinaba el quedarse?

-No: trató de demostrar a Don Felipe, al señor ministro quise decir, que lo más prudente era no esperar a que el gobernador se embarcase, en el caso que la situación se fuera haciendo más peligrosa. Pero a lo último continuaron hablando tan despacio que no pude oír más.

-Sin embargo, es preciso que otra vez tenga usted los oídos más abiertos.

-¿Estás incomodado, mi querido y estimado Daniel?

-No, señor, no. Pero así como yo lleno a usted de garantías presentes y futuras, quiero de usted circunspección y servicios activos.

-Cuanto yo pueda, Daniel. ¿Pero crees que corro peligro actualmente?

-Ninguno.

-¿Eduardo estará muchos días aquí?

-¿Tiene usted completa confianza en Nicolasa?

-Como de mí mismo. Odia a toda esta gente desde que le mataron a su hijo, a su bueno, a su leal, a su tierno hijo; y desde que ha sospechado que Eduardo está escondido, le sirve con más prolijidad que a mí, con más esmero, con más puntualidad, con...

-Vamos a ver a Eduardo, señor Don Cándido.

-Vamos, mi querido y estimado Daniel; está en mi gabinete.