Amalia/El caballero Juan Enrique Mandeville


Capítulo VII.

El caballero Juan Enrique Mandeville.


-¿Vino el inglés? -preguntó Rosas a su edecán, viéndole entrar.

-Ahí está, Excelentísimo Señor.

-¿Qué hacía cuando llegó usted?

-Iba a acostarse.

-¿La puerta de la calle estaba abierta?

-No, señor.

-¿Abrieron en cuanto se dio usted a conocer?

-Al momento.

-¿Se sorprendió el gringo?

-Me parece que sí.

-¡Me parece! ¿Para qué diablos le sirven a usted los ojos?... ¿Preguntó algo?

-Nada. Oyó el recado de Vuestra Excelencia y mandó aprontar su caballo.

-Que entre.

El personaje que va a ser conocido del lector es uno de esos que, en cuanto a su egoísmo inglés, presenta con frecuencia la diplomacia británica en todas partes, pero que, respecto al olvido de su representación pública y de su dignidad de hombre, sólo se pueden encontrar en una sociedad cuyo gobierno sea parecido al de Rosas, y como esto último no es posible, se puede decir entonces, que sólo se encuentran en Buenos Aires.

El caballero Juan Enrique Mandeville, plenipotenciario inglés cerca del gobierno argentino, había conseguido de Rosas lo que éste mismo negó a su predecesor Mr. Hamilton; es decir, la conclusión de un tratado sobre la abolición del tráfico de esclavos. Y de este triunfo sobre Mr. Hamilton, nacieron las primeras simpatías de Mr. Mandeville hacia la persona de Rosas. El no podía desconocer, sin embargo, que quien arrastraba al dictador a la celebración de aquel pacto el 24 de mayo de 1839, era la necesidad de buscar en la amistad y protección del gobierno de Su Majestad Británica un apoyo que le era necesario desde el 23 de setiembre de 1838. Pero cualesquiera que fuesen las causas, era ese tratado un triunfo para aquel plenipotenciario, recogido de las manos de Rosas.

Pero los hombres como Rosas, esas excepciones de la especie que no reconocen iguales en la tierra, jamás quieren amigos, ni lo son de nadie: para ellos, la humanidad se divide en enemigos y siervos, sean éstos de la nación que sean, e invistan una alta posición cerca de ellos, o se les acerquen con la posición humilde de un simple ciudadano.

El prestigio moral de los tiranos, esa fuerza secreta que fascina y enferma el espíritu de los hombres, en unión con la voluntad intransigible del dictador argentino, empezaron por insinuarse, y acabaron por dominar el espíritu del enviado británico, que, fiado en sus buenas disposiciones personales hacia Rosas, no temió de cultivar y estrechar su relación individual con él, sin alcanzar a prever, que hay ciertos contactos en la vida, de que no se sale jamás sino postrado el ánimo y avasallada la voluntad.

Una vez dominado moralmente, todo lo demás era lo menos; y las humillaciones personales vinieron luego a complementar la obra, haciendo del representante de la poderosa Inglaterra el más sumiso federal, si no de la Mashorca, a lo menos de la clase tribunicia de Rosas, cuya misión era propagar sus virtudes cívicas, dentro y fuera del país.

Instrumento ciego, pero al mismo tiempo poderoso y con medios eficaces, Rosas vio en él su primer caballo de batalla en la cuestión francesa; y, en obsequio de la verdad histórica, es preciso decir que si Rosas no sacó de él todo el provecho que esperaba sacar, no fue por omisión del señor Mandeville, sino por la naturaleza de la cuestión, que no permitía al gabinete de San James obrar según las insinuaciones de su ministro en Buenos Aires, a pesar de sus comunicaciones informativas sobre la preponderancia que adquiría la Francia en el Plata, y sobre los perjuicios que infería al comercio isleño la clausura de los puertos de la república por el bloqueo francés.

La Europa tenía fija su atención política en una cuestión actual que afectaba el sistema de equilibrio de sus grandes naciones; y ella era la cuestión de Oriente. La Rusia, la Prusia, el Austria, la Inglaterra y la Francia, atendían a esa cuestión, no queriendo, por otra parte, en sus más altas miras, sino la continuación de la paz europea.

Esa cuestión era simplemente una querella hereditaria entre el Sultán y el Pachá de Egipto.

La Francia insistía en que se accediese a las pretensiones de Mehemet-Alí; y la Inglaterra resistía al pensamiento de la Francia, conviniendo solamente en que se agregase al bajalato de Egipto una parte de la Siria hasta el monte Carmelo. Pero, entretanto, la Rusia se declaraba protectora natural de Constantinopla contra todo enemigo que avanzase por el Asia Menor. «Obren la Francia y la Inglaterra contra Mehemet-Alí, y dejen a la Rusia que guarde a Constantinopla» decía el emperador. Pero la Inglaterra, cuyo gabinete era dirigido por lord Palmerston, tenía la suficiente perspicacia política para no comprender todo el peligro que se corría en dejar el tulipán del Bósforo bajo la planta del Oso del Norte. Y entonces, velando con todos los adornos de la más hábil diplomacia su negativa a las proposiciones del gabinete de San Petersburgo, lord Palmerston procuró convencerle, y logró reducirle, a que la protección que necesitaba Constantinopla se le diese por medio de una escuadra rusa en el Bósforo, y de otra escuadra combinada anglo-francesa en los Dardanelos.

Así pues, el estado de la cuestión de Oriente, en los primeros meses del año 40, era el siguiente: la Rusia, la Inglaterra, el Austria y la Prusia habían convenido en que Mehemet-Alí quedase reducido a la posesión hereditaria del Egipto; pero la Francia se negaba a consentir en esta resolución. Todas las potencias, no obstante, estaban convenidas en proteger en combinación a Constantinopla; sin dejar de observarse unas a otras, con esa desconfianza que marca siempre el carácter de la política internacional de la Europa, de que los Americanos no podemos aprender sino lecciones que, si enseñan la virtud de la circunspección, enseñan también el vicio de la mala fe, porque aquélla no existiría en tan alto grado, si en tan alto grado no se temiesen los efectos del otro.

En tal estado de cosas, fácil es ahora comprender que la Inglaterra no estaba en disposición de prestar grande atención a sus mercaderes del Río de la Plata, cuando tenía, por temor de la Rusia, que estrechar su alianza con la Francia, en presencia de la más grave cuestión de la actualidad.

El señor Mandeville, sin embargo, no desmayaba por eso. Y, decididamente en favor de los intereses personales de Rosas, trabajaba, cuanto le era posible, en una posición como la suya, por imprimir un movimiento contrario a los negocios del Plata; y obra suya fueron las proposiciones de Rosas a Monsieur Martigny, y obra exclusivamente suya la entrevista en la Acteon.

Rosas tenía en él una completa confianza; es decir, conocía que Mandeville sentía, como todos, la enfermedad del miedo; y contaba con su inteligencia cuando necesitaba de un enredo político, como contaba con el puñal de sus mashorqueros cuando había una víctima que sacrificar a su sistema.

Tal es el personaje que atraviesa el gabinete y la alcoba de Rosas, y que entra al comedor donde éste le espera. Era un hombre todo vestido de negro; de sesenta años de edad; de baja estatura; de frente espaciosa y calva; de fisonomía distinguida, y de ojos pequeños, azules, pero inteligentes y penetrantes, y en ese momento algo encendidos, como lo estaba también el color blanquísimo de su rostro. Esto era natural, pues habían dado ya las tres de la mañana, hora demasiado avanzada para un hombre de aquella edad; y que poco antes se había irritado al calor de una hirviente ponchera, con algunos de sus amigos.

-¡Adelante, señor Mandeville! -dijo Rosas levantándose de su silla, pero sin dar un solo paso a recibir al ministro inglés, que en ese momento entraba al comedor.

-Tengo el honor de ponerme a las órdenes de Vuestra Excelencia-dijo el señor Mandeville haciendo un saludo elegante y sin afectación, y acercándose a Rosas para darle la mano.

-¡He incomodado a usted, señor Mandeville! -le dijo Rosas con un acento suave e insinuante e indicándole con un movimiento de mano, que un francés llamaría comme il faut, la silla a su derecha en que debía sentarse.

¡Oh no, señor general! Vuestra Excelencia me da, por el contrario, una verdadera satisfacción cuando me hace el honor de llamarme a su presencia. ¿La señora Manuelita lo pasa bien?

-Muy buena.

-No lo pensé así, desgraciadamente.

-¿Y por qué, señor Mandeville?

-Porque siempre acompaña a Vuestra Excelencia a la hora de su comida.

-Cierto.

-Y no tengo en este momento el placer de verla.

-Acaba de retirarse.

-¡Ah, soy bastante desgraciado en no haber llegado unos minutos antes!

-Ella lo sentirá también.

-¡Oh, ella es la más amable de las argentinas!

-A lo menos hace cuanto es posible por ser amable.

-Y lo consigue.

-Doy a usted las gracias por ella. Sin embargo, no tiene usted por qué quejarse de esta noche.

-¿Por qué no, general?

-Porque usted la ha pasado agradablemente en su casa.

-Vuestra Excelencia tiene razón, hasta cierto punto.

-Que Vuestra Excelencia tiene razón en decir que he pasado agradablemente algunas horas, pero yo no soy completamente feliz, sino cuando estoy en sociedad con las personas de la familia de Vuestra Excelencia.

-Es usted muy amable, señor Mandeville -dijo Rosas con una sonrisa tan sutil y tan maliciosa que no habría podido ser distinguida de otro hombre menos perspicaz y acostumbrado al lenguaje de la acentuación y de la fisonomía que el señor Mandeville.

-Si usted lo permite -continuó Rosas-, daremos por concluidos los cumplimientos, y hablaremos de algo más serio.

-Nada puede serme más satisfactorio que ponerme en armonía con los deseos de Vuestra Excelencia -contestó el diplomático aproximando su silla a la mesa, y acariciando, más bien por costumbre que por ocasión, los cuellos de batista de su camisa, no más blancos que la mano que los tocaba, prolijamente cuidada, y cuyas uñas rosadas y perfiladas eran el mejor testimonio de la raza a que pertenecía el señor Mandeville: esa raza sajona que se distingue especialmente por los ojos, por los cabellos y por las uñas.

-¿Para qué día piensa usted despachar el paquete? -le preguntó Rosas cruzando su brazo sobre el respaldo de una silla.

-Por la legación quedará despachado para mañana; pero si Vuestra Excelencia desea que se demore por más tiempo...

-Precisamente lo deseo.

-Entonces yo daré mis órdenes para que se demore todo el tiempo que necesite Vuestra Excelencia para concluir sus comunicaciones.

-¡Oh, mis comunicaciones han quedado concluidas desde ayer!

-¿Vuestra Excelencia me permitirá hacerle una pregunta?

-Cuantas usted quiera.

-¿Podría saber qué motivo hay para detener el paquete, no siendo para esperar comunicaciones de Vuestra Excelencia?

-Es bien sencillo, señor Mandeville.

-¿Vuestra Excelencia despacha algún ministro?

-No hay para qué.

-Entonces no alcanzo a comprender.

-Mis comunicaciones están prontas, pero las de usted no lo están.

-¿Las mías?

-Ya lo ha oído usted.

-Creo haber dicho a Vuestra Excelencia que están

terminadas, hasta cerradas, desde ayer, y sólo me faltan algunas cartas particulares.

-No hablo de cartas.

-Si Vuestra Excelencia se dignase explicarme...

-Yo creo que la obligación de usted es informar fielmente y con datos verdaderos al gobierno de Su Majestad, sobre la situación en que quedan los negocios del Río de la Plata a la salida del paquete para Europa. ¿No es así?

-Exactamente, Excelentísimo Señor.

-Pero usted no ha podido hacerlo porque carece de aquellos datos.

-Yo hablo a mi gobierno de las cuestiones generales de los sucesos públicos, pero no puedo informarle de actos que pertenezcan a la política interior del gabinete argentino, porque me son totalmente desconocidos.

-Eso es muy cierto, ¿pero sabe usted bien lo que valen esas cuestiones generales, señor Mandeville?

-¿Lo que valen? -dijo el ministro repitiendo la frase para dar un poco de tiempo a sus ideas y no aventurar una respuesta, pues Rosas iba ya pisando su terreno habitual, es decir, el campo de las ideas sólidas y desnudas de palabreo, con quienes se iba a fondo sobre el espíritu de los otros, cuando discutía alguna materia grave, o cuando quería domeñar su inteligencia con golpes súbitos y recios.

-Lo que valen, sí, señor; lo que valen para ilustrar al gobierno a quien tales generalidades se escriben.

-Valen...

-Nada, señor ministro.

-¡Oh!

-Nada. Ustedes los europeos abundan siempre en generalidades cuando quieren aparentar que conocen a fondo una cosa que totalmente ignoran. Pero ese sistema les da un resultado contrario del que se proponen, porque habitualmente generalizan sobre principios falsos.

-Vuestra Excelencia quiere decir...

-Quiero decir, señor ministro, que habitualmente hablan ustedes de lo que no entienden, a lo menos en mi país.

-Pero un ministro extranjero no puede saber las individualidades de una política en que no toma parte.

-Y es por eso que el ministro extranjero, si quiere informar con verdad a su gobierno, debe acercarse al jefe de aquella política y escuchar y apreciar sus explicaciones.

-Esa es mi conducta.

-No siempre.

-A pesar mío.

-Puede ser... Vamos: ¿conoce usted el verdadero estado de los negocios actualmente? O más bien, y hablando en las generalidades que gustan a usted tanto, ¿cuál es el espíritu de las comunicaciones que dirige a su gobierno, respecto del mío?

-¿El espíritu?

-Justamente; o, con más claridad, ¿en esas comunicaciones me determina usted en buena o mala situación?; ¿espera usted el triunfo de mi gobierno, o el triunfo de la anarquía?

-Oh, señor.

-Eso no es contestar.

-Ya lo veo.

-¿Luego?

-Luego ¿qué?, Excelentísimo Señor.

-Luego ¿qué me responde usted?

-¿Sobre la situación en que se encuentra el gobierno de Vuestra Excelencia en la actualidad?

-Precisamente.

-Me parece...

-Hable usted con franqueza.

-Me parece que todas las probabilidades están por el triunfo de Vuestra Excelencia.

-¿Pero ese parecer lo funda usted en algo?

-Sin duda.

-¿Y es en qué, señor ministro?

-En el poder de Vuestra Excelencia.

-¡Bah! ¡Esa es una frase muy vaga en el caso de que nos ocupamos!

-¡Vaga, señor!

-Indudablemente, pues si yo en efecto tengo poder y medios, también poder y medios tienen los anarquistas. ¿No es verdad?

-¡Oh, señor!

-Por ejemplo: ¿sabe usted el estado de Lavalle en el Entre Ríos?

-Sí, señor: está imposibilitado para moverse después de la batalla de Don Cristóbal, en que las armas de la Confederación obtuvieron tan completo triunfo.

-Sin embargo, el general Echagüe está en inacción por falta de caballos.

-Pero Vuestra Excelencia, que todo lo puede, hará que el general tenga los caballos que le faltan.

-¿Sabe usted el estado de Corrientes?

-Creo que, derrotado Lavalle, la provincia de Corrientes volverá a la liga federal.

-Entretanto, Corrientes está en armas contra mi gobierno, y ya son dos provincias.

-En efecto, son dos provincias, pero...

-¿Pero qué?

-Pero la Confederación tiene catorce.

-¡Oh, no tantas!

-¿Decía Vuestra Excelencia?

-Que hoy no son catorce; porque no pueden contarse como provincias federales las que están en sublevación con los unitarios.

-Cierto, cierto, Excelentísimo Señor, pero el movimiento de esas provincias no es de importancia, en mi opinión a lo menos.

-¿No dije a usted que sus generalidades habían de estar fundadas sobre datos falsos?

-¿Lo cree Vuestra Excelencia?

-Yo creo lo que digo, señor ministro. Tucumán, Salta, La Rioja, Catamarca y Jujuy son provincias de la mayor importancia; y ese movimiento de que usted ha hablado, no es otra cosa que una verdadera revolución con muchos medios y con muchos hombres.

-¡Sería una cosa lamentable!

-Como usted lo dice. Tucumán, Salta y Jujuy me amenazan por el norte hasta la frontera de Bolivia; Catamarca y La Rioja, por el oeste hasta la falda de la Cordillera, Corrientes y Entre Ríos por el litoral, y todavía ¿quién más, señor ministro?

-¿Quién más?

-Sí, señor, eso pregunto; pero yo lo diré, ya que usted tiene miedo de nombrar a mis enemigos: a más de aquellos, me amenaza Rivera.

-¡Bah!

-No vale tan poco como usted piensa, pues hoy tiene un ejército sobre el Uruguay.

-Que no pasará.

-Es probable, pero es preciso creer que ha de pasar; y entonces me ve usted rodeado por todas partes de enemigos, alentados, favorecidos y protegidos por la Francia.

-¡En efecto, la situación es grave! -dijo el señor Mandeville, soltando palabra por palabra, en una verdadera perplejidad de ánimo, no pudiendo explicarse el objeto que se proponía Rosas con descubrir él mismo los peligros que le amenazaban, cosa que en la astucia del dictador no podía menos que tener alguna segunda intención muy importante.

-¡Es muy grave! -repitió Rosas, con un aplomo y una sangre fría que acabó de intrigar el espíritu del diplomático-. Y después que conoce usted los elementos de ese peligro -continuó Rosas-, querrá usted decirme ¿en qué fundará ante su gobierno la esperanza de mi completo triunfo sobre los unitarios? Porque no dude usted que yo habré de obtener ese completo triunfo.

-¿Pero en qué más, Excelentísimo Señor, que en el poder, en el prestigio, en la popularidad de Vuestra Excelencia que le han dado su renombre y su gloria?

-¡Bah, bah, bah! -exclamó Rosas riéndose naturalmente como hombre que compadece o que desprecia a otro por su ignorancia.

-Yo no sé, señor general -dijo Mandeville, descompuesto al ver el inesperado resultado de su cortesana lisonja, o más bien, de la expresión de sus creencias-, en cuál de las palabras que acabo de tener el honor de pronunciar está el origen desgraciado de la risa de Vuestra Excelencia.

-En todas, señor diplomático de Europa -respondió Rosas con ironía descubierta.

-¡Pero, señor!

-Oigame usted, señor Mandeville; todo cuanto acaba usted de decir está muy bueno para repetirlo entre el pueblo, pero muy malo para escribírselo a lord Palmerston, a quien llaman los unitarios de Montevideo el eminente ministro.

-¿Me haría el honor Vuestra Excelencia de explicarme el porqué?

-A eso voy. He detallado a usted todos los peligros que en la actualidad rodean a mi gobierno, es decir, al orden y a la paz de la Confederación Argentina. ¿No es cierto?

-Muy cierto, Excelentísimo Señor.

-¿Y sabe usted por qué acabo de enumerarle esos peligros? ¡Oh!, ¡usted no lo ha comprendido, no se ha dado cuenta de la causa de mi franqueza que lo ha dejado vacilante y perplejo! Pero yo se la explicaré. He dicho a usted lo que ha oído, porque sé bien que de esta entrevista extenderá un protocolo que enviará luego a su gobierno; y esto es precisamente lo que yo más deseo.

-¡Vuestra Excelencia quiere eso! -dijo el señor Mandeville más admirado ahora, que intrigado antes.

-Lo quiero, y la razón es que me conviene que el gobierno inglés sepa aquellos detalles por mí mismo, antes que por los órganos de mis enemigos, o a lo menos, que lo sepa al mismo tiempo por ambos. ¿Entiende usted ahora mi pensamiento? ¿Qué haría, qué ganaría yo con ocultar al gobierno inglés una situación que él habrá de saber pública y oficialmente por mil distintos conductos? Ocultarla, sería descubrir temores de mi parte, y no temo, absolutamente no temo a mis actuales enemigos.

-Es por eso que dije a Vuestra Excelencia que con su poder...

-¡Dale con el poder, señor Mandeville!

-Pero si no es con el poder.., si Vuestra Excelencia no tiene poder...

-Tengo poder, señor ministro -le interrumpió Rosas bruscamente, con lo que acabó el señor Mandeville de perder la última esperanza de comprender en aquella noche a Rosas; y sin saber qué le convenía decir, pronunció la palabra:

-¡Entonces!...

-¡Entonces, entonces! Una cosa es tener poder, y otra es contar con el poder para libertarse de una mala situación. ¿Cree usted que lord Palmerston no sabe sumar y restar? ¿Cree usted que si suma el número de enemigos y elementos que, con el poderoso auxilio de la Francia, amenazan el gobierno y el sistema federal del país, el ministro eminente tenga mucha confianza en el triunfo mío, aun cuando le presente usted una igual suma de poder a mis órdenes? ¿Y cree usted, entonces, que se tomase mucho empeño en apoyar a un gobierno cuya situación no le ofrecía probabilidades de existencia más allá de algunos meses, de algunas semanas? ¿Piensa usted que se anda más pronto, dado el caso que su gobierno quisiera protegerme contra mis enemigos auxiliados por la Francia, de Londres a París, y de París a Buenos Aires, que de Entre Ríos al Retiro, y de Tucumán a Santa Fe, y que esto no lo conocería lord Palmerston? ¡Bah, señor Mandeville, yo nunca he esperado gran cosa del gobierno inglés en mi cuestión con la Francia, pero ahora espero menos, desde que las informaciones que van a ese gobierno son escritas por usted sobre los cálculos de mi poder!

-Pero, señor general -dijo Mandeville, desesperado, porque cada vez comprendía menos el pensamiento de Rosas, oculto entre aquella nube de ideas que, al parecer, la daba vida el mismo Rosas para anunciar con ella la tempestad que lo rodeaba y que debía quebrantarlo y postrarlo-, si no es con el poder, con los ejércitos, con los federales, en fin, ¿con quien piensa Vuestra Excelencia vencer a los unitarios?

-Con ellos mismos, señor Mandeville -dijo Rosas con una flema alemana, fijando su mirada escudriñadora en la fisonomía de aquél, para observar la impresión causada al levantar de súbito el telón de boca que cubría el misterioso escenario de su pensamiento.

-¡Ah! -exclamó el ministro, dilatándosele los ojos cual acababa de expandirse su imaginación en el inmenso círculo que habíanle trazado aquellas tres palabras, en cuyas veía la explicación de todas las reticencias y paradojas que un momento antes no podía explicarse, a pesar de su experiencia y talento de gabinete con que de vez en cuando solía adivinar las reservas de Rosas.

-Con ellos mismos -continuó éste tranquilamente. -Y ése es hoy mi principal ejército, mi poder más irresistible, o mejor dicho, más destructor de mis enemigos.

-En efecto, Vuestra Excelencia me conduce a un terreno en el que, francamente, yo no había pensado.

-Ya lo sé -contestóle Rosas, que no perdonaba ocasión de hacer sentir a los otros sus errores o su ignorancia-. Los unitarios -continuó- no han tenido hasta hoy, ni tendrán nunca lo que les falta para ser fuertes y poderosos, por más que sean muchos y con tan buen apoyo. Tienen hombres de gran capacidad, tienen los mejores militares de la república, pero les falta un centro de acción común: todos mandan, y por lo mismo, ninguno obedece. Todos van a un mismo punto, pero todos marchan por distinto camino, y no llegarán nunca. Ferré no obedece a Lavalle, porque es el gobernador de una provincia, y Lavalle no obedece a Ferré, porque es el general de los unitarios, el general Libertador, como ellos le llaman. Lavalle necesita de la cooperación de Rivera, porque Rivera entiende nuestras guerras, pero su amor propio le hace creer que él solo se basta, y desprecia a Rivera. Rivera necesita obrar en combinación con Lavalle, porque Lavalle es un jefe del país, y sobre todo, porque la oficialidad de éste no la tiene Rivera, pero Rivera desprecia a Lavalle porque no es montonero, y lo aborrece porque es porteño. Los hombres de pluma, los hombres de gabinete, como ellos se llaman, aconsejan a Lavalle; Lavalle quiere seguir esos consejos, pero los hombres de espada que le acompañan desprecian a los que no están en el ejército, y Lavalle, que no sabe mandar, da oídos a la gritería, a sus subalternos, y por no disgustarlos, se pone en anarquía con los hombres de saber que hay en su partido. Todos los nuevos unitarios de las provincias, por lo mismo que son unitarios, están enfermos del mismo mal que aquéllos, es decir, cada uno se cree un jefe, un ministro, un gobernador, y nadie quiere creerse ni soldado, ni empleado, ni ciudadano. Entonces, señor ministro de Su Majestad la Reina inglesa, cuando se tienen tales enemigos, el modo de destruirlos es darles tiempo a que se destruyan ellos mismos, y eso es lo que hago yo.

-¡Oh, muy bien! ¡Es un magnífico plan! -dijo alborozado el señor Mandeville.

-Permítame usted, que no he concluido -dijo Rosas con la misma flema-. Cuando se tiene tales enemigos, decía, no se les cuenta por el número, sino por el valor que representa cada fracción, cada círculo, cada hombre; y comparando esas fracciones luego con el poder contrario, sólido, organizado, donde nadie manda sino uno solo, y donde todos los demás obedecen como los brazos a la voluntad, se deduce entonces que el triunfo de este último poder es seguro, infalible aun cuando aparezca más pequeño comparado con el total de sus enemigos en masa. ¿Está usted enterado ahora del modo como se debe apreciar la situación de mis enemigos y la mía? -preguntó Rosas, que no había perdido ni un momento el aplomo con que había empezado a desenvolver su original plan de campaña, que era el resultado de ese estudio prolijo que, en su vida pública, había hecho de los enemigos que lo habían combatido, y que, queriendo destruirlo, le dieron esa grandeza de poder y de medios que lo hicieron tan respetable a los ojos del mundo, y que él por sí solo no tuvo nunca, ni el talento, ni el valor de conquistarla.

-¡Oh! ¡Lo comprendo, lo comprendo, Excelentísimo Señor! -dijo el ministro frotándose sus blancas y cuidadas manos, con esa satisfacción viva que tiene todo hombre que acaba de salir venturosamente de una incertidumbre, o de un conflicto-. Reformaré mis comunicaciones y haré que el pensamiento de lord Palmerston se fije ilustradamente en la situación de los negocios, bajo el punto de vista que tan hábil, tan acertadamente acaba de determinar Vuestra Excelencia.

-Haga usted lo que quiera. Lo único que yo deseo es que se escriba la verdad -dijo Rosas con cierto aire de indiferencia, a través del cual el señor Mandeville, si hubiese estado con menos entusiasmo en ese momento, habría descubierto que la escena del disimulo comenzaba.

-El saber la verdad, en el gabinete inglés, importa hoy tanto como a Vuestra Excelencia el que haga saber esa verdad.

-¿A mí?

-¡Cómo! ¿Vuestra Excelencia no miraría como el mas grande apoyo posible el auxilio de la Inglaterra?

-¿En qué sentido?

-Por ejemplo, si la Inglaterra obligase a la Francia a la terminación de su cuestión en el Plata, ¿no sería para Vuestra Excelencia la mitad del triunfo sobre todos sus enemigos?

-Pero esa interposición de la Inglaterra, ¿no me la ha ofrecido usted desde el comenzamiento del bloqueo?

-Es muy cierto, Excelentísimo Señor.

-Y de paquete a paquete, ¿no se ha pasado el tiempo sin recibir usted las instrucciones que siempre pide y que nunca le llegan?

-Cierto, Excelentísimo Señor, pero esta vez, a la menor insinuación del gobierno inglés, el gobierno de Su Majestad el Rey de los Franceses despachará un plenipotenciario que arregle con Vuestra Excelencia esta malhadada cuestión. Hoy no puedo ponerlo en duda.

-¿Y por qué?

-El gobierno francés se encuentra hoy en una posición terrible, Excelentísimo Señor. En la Argelia, la guerra se ha encendido con más vigor que nunca; Abd-el-Kader se presenta hoy como un enemigo formidable. En la cuestión de Oriente, la Francia sola tiene pretensiones diferentes y contrarias a las otras cuatro grandes potencias que se interponen entre el Sultán y el Pachá de Egipto; quince navíos, cuatro fragatas, y otros buques menores han sido enviados por el gobierno francés a los Dardanelos, y si él insiste en sus pretensiones, o si la Rusia se sostiene en proteger Constantinopla, dentro de poco el Rey Luis Felipe tendrá necesidad de enviar todas sus escuadras al Bósforo y a los Dardanelos. En el interior, la Francia no está más tranquila, ni más segura. La tentativa de Strasburgo ha puesto en acción a todos los napoleonistas, y los antiguos partidos empiezan a levantar su bandera parlamentaria. El ministerio Soult, si no ha caído ya, caerá pronto, y la oposición mina y trabaja por colocar en la presidencia del consejo a alguno de sus miembros eminentes. En tal situación, la Francia necesita consolidar más que nunca su alianza con la Inglaterra, y por una cuestión, para ella de tan poco interés, como es la del Plata, el gabinete francés no querrá hacer a lord Palmerston un desaire bien peligroso en estas circunstancias.

-Hágalo o no lo haga, para mí es indiferente, señor ministro. Yo no corro peligro en Constantinopla, ni en África, y por lo que hace al bloqueo, no es a mí a quien más perjudica, como usted lo sabe.

-Ya lo sé, ya lo sé, Excelentísimo Señor: es el comercio británico el que sufre por este prolongado bloqueo.

-¿Sabe usted qué capital inglés está encerrado en Buenos Aires porque la escuadra francesa no lo deja salir?

-Dos millones de libras en frutos del país que se deterioran cada día.

-¿Sabe usted cuánto es el gasto mensual que se hace por el cuidado de esos frutos?

-Veinte mil libras, Excelentísimo Señor.

-Exactamente.

-Todo eso acabo de comunicarlo a mi gobierno.

-¿Sabe usted qué capital británico en manufacturas ha sido interrumpido en su tránsito y depositado la mayor parte en Montevideo?

-Un millón de libras. También lo he comunicado a mi gobierno.

-Me alegro que lo sepa, ya que quiere sufrir esos perjuicios. Son ustedes los interesados. Por lo que hace a mí yo sé cómo defenderme del bloqueo.

-Yo he repetido muchas veces que Vuestra Excelencia lo puede todo -dijo el ministro con una sonrisa, la más insinuativa y cortesana, pero al mismo tiempo con la expresión de una verdad sentida.

-No todo, señor Mandeville -dijo Rosas echándose para atrás en su silla y fijando sus ojos corno dos flechas sobre la fisonomía de aquel en quien al parecer iba a estudiar el fondo de su conciencia-, no todo, por ejemplo, cuando algún ministro extranjero abre las puertas de su casa a un unitario perseguido por la justicia y me lo oculta, yo no puedo contar con la franqueza de él para que venga a darme cuenta de tal suceso, y pedirme una gracia que yo concedería sin esfuerzo.

-¡Cómo! ¿Ha sucedido tal cosa? Por mi parte yo no se a qué ministro se refiere Vuestra Excelencia.

-¿Usted no lo sabe, señor Mandeville? -dijo Rosas acentuando una por una sus palabras, con sus ojos clavados, sin pestañear, en la fisonomía de Mandeville.

-Doy a Vuestra Excelencia mi palabra de...

-Basta -le interrumpió Rosas, que antes de que hablase Mandeville se había convencido de que en efecto ignoraba aquello que a él le interesaba saber, y por que únicamente lo había llamado a su presencia-. Basta, repitió, y se levantó para no descubrir en su rostro el sentimiento de rabia que en aquel momento le conmovía.

Mandeville había vuelto a sus perplejidades anteriores cerca de aquel hombre de quien jamás otro alguno podía estar, ni retirarse satisfecho y tranquilo.

Rosas acababa de dar un paseo por la habitación cuando de repente paráse, y poniendo su mano sobre el respaldo de la silla de Viguá, que había estado batallando horriblemente con el sueño durante esta larga conversación de que no había entendido una sola palabra, quedó en la actitud de un hombre que reconcentra en su oído toda la sensibilidad de su alma. El motivo era ya perceptible: un caballo a todo galope se sentía venir del oeste por la calle del Restaurador; y en un minuto, el ruido de sus cascos vibraba en la cuadra de la casa de Rosas.

-Algún parte de la policía -dijo el señor Mandeville, que quería de algún modo anudar la conversación tan bruscamente rota, y que comprendía la atención de Rosas.

Rosas lo bañó con una mirada de desprecio, y le dijo:

-No, señor ministro inglés: ese caballo viene de la campaña y el hombre que lo ha sentado contra la puerta de mi casa, no es celador, ni comisario de policía, sino un buen gaucho.

El ministro hizo un ligero movimiento de hombros y se levantó.

A este tiempo, el general Corvalán entró al comedor con un pliego en la mano.

Rosas lo abrió, y no bien hubo leído las primeras líneas cuando una expresión de furor salvaje inundó su rostro, pero tan súbita que el señor Mandeville, que había percibídola con facilidad, quedó en duda si había sido acaso una ilusión de óptica o una realidad.

-Conque, señor Mandeville, usted se retira -dijo Rosas interrumpiendo la lectura del pliego, y extendiendo la mano al señor Mandeville que ya estaba con el sombrero en la suya.

-Vuestra Excelencia descanse en sus amigos.

-¿Cuándo piensa usted despachar el paquete? -preguntó Rosas sin haber oído siquiera las palabras del ministro.

-Pasado mañana, Excelentísimo Señor.

-Es mucho tiempo. Haga usted trabajar bien a su secretario, y que el paquete salga mañana a la tarde, o más bien, hoy a la tarde, porque ya son las cuatro de la mañana.

-Saldrá a las seis de la tarde, Excelentísimo Señor.

-Buenas noches, señor Mandeville.

Y se retiró este ministro después de tres o cuatro profundas reverencias.

-Corvalán, que acompañen al señor, y vuelva usted.

-¡Señor! ¡Señor! ¿Qué le hago al gringo? -dijo Viguá.

Pero Rosas sin oírle se sentó, extendió el pliego sobre la mesa, y, apoyando la frente sobre sus dos manos, continuó leyendo, mientras a cada palabra sus ojos se inyectaban de sangre, y pasaban por su frente todas las medias tintas de la grana, del fuego y de la palidez.

Un cuarto de hora después, él mismo había cerrado la puerta exterior de su gabinete y se paseaba por él a pasos agitados, impelido por la tormenta de sus pasiones que se hubieran podido definir y contar en los visibles cambios de su fisonomía.