Amalia/Victorica
Capítulo VI.
-¡Buenas noches, Doña Manuelita! -dijo Cuitiño a la hija de Rosas, encontrándola que entraba con Corvalán en el gabinete de su padre.
-¡Buenas noches! -dijo la joven refugiándose al lado de Corvalán, cual si temiese el contacto de aquel demonio de sangre que pasaba junto a ella.
-Corvalán -dijo Rosas viéndole entrar con Manuela-, vaya usted a llamar a Victorica.
-Acaba de entrar, y está en la oficina. En este momento me preguntaba si podría hablar con Vuecelencia.
-Que entre.
-Voy a llamarlo.
-Oiga usted.
-¿Señor?
-Monte usted a caballo, vaya a lo del ministro inglés, hable con él, y dígale que lo necesito ahora mismo.
-¿Si está durmiendo?
-Que se despierte.
Corvalán saludó; y fue a cumplir sus comisiones, levantándose la faja de seda punzó que en aquel momento se le había resbalado a la barriga, al peso del espadín que ya tocaba en tierra.
-¿Qué miedo le ha tenido Su Paternidad a Cuitiño? Acérquese a la mesa, que está allí pegado a la pared como una araña. ¿De qué se asustó?
-De la mano -contestó Viguá acercándose con su silla a la mesa, y con aire de contentamiento al verse libre de Cuitiño, que tan mal momento le había dado.
-No te has portado bien, Manuela.
-¿Por qué, tatita?
-Porque has tenido repugnancia de Cuitiño.
-¿Pero usted vio?
-Todo lo vi.
-¿Y entonces?
-¡Entonces! Tú debes disimular. Oye: a los hombres como el que acaba de salir, es necesario darles muy fuerte, o no tocarlos: un golpe recio los anonada; un alfilerazo los hace saltar como víboras.
-Pero tuve miedo, señor.
-¡Miedo!... A ese hombre lo mataría yo con sólo mirarlo.
-Miedo de lo que había hecho.
-Lo que había hecho era por mi conservación y por la tuya; y nunca te expliques de otro modo cuanto veas y oigas en derredor de mí. Yo les hago comprender una parte de mi pensamiento, aquella que únicamente quiero; ellos la ejecutan, y tú debes manifestarte contenta, y popularizarte con ellos; primero, porque así te conviene; y segundo, porque yo te lo mando. Entre usted, Victorica -continuó Rosas, dando vuelta su cabeza hacia la puerta, al ruido que hacían las pisadas del que entraba.
Victorica era un hombre de cincuenta a cincuenta y dos años de edad, de estatura mediana, y regularmente formado. La tez quebrantada era algo cobriza; su cabello negro, empezando a pintar en canas; su frente ancha pero carnuda hacia la parte de sus espesas cejas; sus ojos oscuros, pequeños y de una mirada encapotada y fuerte; dos líneas profundas le quebraban el rostro desde las ventanas de la nariz hasta las extremidades del labio superior; y una expresión dura y repulsiva estaba sellada en su rostro, donde se notaba más el estrago que hacen las pasiones fuertes, que el que habían hecho los años; y se cuenta que sobre ese rostro se vio rara vez una sonrisa. El jefe de la policía de Rosas estaba vestido de pantalón negro, chaleco grana y una chaqueta de paño azul con alamares negros de seda; y de uno de los ojales de ella, colgaba una divisa federal de doce pulgadas de largo. En la mano derecha traía colgado, en la muñeca, un rebenque de cabo de plata, y en la izquierda su sombrero de paisano, con el luto punzó por la finada esposa del Restaurador de las Leyes.
Después de una reverencia profunda, pero sin afectación, ocupó, a invitación de Rosas, la misma silla en que había estado Cuitiño.
-¿Viene usted de la casa de policía? -le preguntó Rosas.
-En este momento.
-¿Ha ocurrido algo?
-Han traído los cadáveres de los que iban a embarcarse esta noche; es decir, tres cadáveres y un hombre expirando.
-¡Y ése!
-Ya no existe. Me pareció que debía sufrir la suerte de sus compañeros.
-¿Quién era?
-Lynch.
-¿Tiene usted los nombres de los otros?
-Sí, señor.
-¿Y eran?
-Además de Lynch, se ha reconocido a un tal Oliden, a Juan Riglos, y al joven Maisson.
-¿Papeles?
-Ningunos.
-¿Hizo usted firmar a Merlo la delación?
-Sí, señor, todas se firman, como Vuecelencia lo ha ordenado.
-¿La trae usted?
-Aquí está -contestó el jefe de policía sacando del bolsillo exterior de su chaqueta una cartera de cuero de Rusia, conteniendo multitud de papeles, y sacando de entre ellos uno que desdobló sobre la mesa.
-Léala usted -dijo Rosas.
Y Victorica leyó lo siguiente:
Juan Merlo, natural de Buenos Aires, de ejercicio carnicero, miembro de la Sociedad Popular Restauradora, enrolado en los abastecedores, con licencia temporal por recomendación de Su Excelencia el Ilustre Restaurador de las Leyes, se presentó al jefe de Policía en la tarde de 2 del corriente, y declaró: Que, sabiendo por una criada del salvaje unitario Oliden, con quien él tenía relaciones secretas, que aquél se preparaba a fugar para Montevideo, se presentó en la mañana siguiente al mismo salvaje unitario Oliden, a quien conocía desde muchos años, diciéndole que venía a pedirle quinientos pesos prestados porque quería desertar y pasar a Montevideo, no pudiendo efectuarlo sin tener aquella cantidad para pagar su pasaje en un bote de un conocido suyo, que hacía el negocio de conducir emigrados. Que con este motivo, Oliden le hizo muchas preguntas, acabando por convencerse que realmente quería fugar el declarante, comunicándole entonces el pensamiento que él y cuatro amigos más tenían de emigrar, pero que no conocían ninguno de los hombres dueños de las balleneras que conducían emigrados: que entonces se le ofreció el declarante a arreglar la fuga de todos, mediante la cantidad de ocho mil pesos, a lo que se convino aquél inmediatamente: que fingió muchas idas y venidas, acabando por citarlos para el día 4 a las diez de la noche; debiendo ir, el mismo día 4 a las seis de la tarde, a saber de Oliden el paraje, o la casa en que se habían de reunir todos a la hora indicada. Lo que ponía en conocimiento de la policía para que se lo comunicase a Su Excelencia, como un fiel cumplimiento de sus deberes de defensor de la sagrada causa de la Federación; agregando, que en todo este asunto, había tenido el cuidado escrupuloso de consultarlo con Don Juancito Rosas, el hijo de Su Excelencia, y aconsejádose de él. Y lo firmó en Buenos Aires a 3 de mayo de 1840. Juan Merlo.
-Fue en virtud de esta declaración, que recibí anoche de Vuecelencia las órdenes que debía dar a Merlo para que se entendiese con el comandante Cuitiño.
-¿Cuándo volvió usted a hablar con Merlo?
-Hoy, a las ocho de la mañana.
-¿Y no le dijo a usted si sabía algunos de los nombres de los compañeros de Oliden?
-Hasta esta mañana, no conocía a ninguno.
-¿Y hay algo de particular en el suceso de esta noche?
-Uno de los unitarios ha logrado escaparse, según me han referido los que escoltaban la carreta.
-Sí, señor, uno se ha escapado, y es forzoso hallarlo.
-Espero que lo hallaremos, Excelentísimo Señor.
-Sí, señor, es preciso hallarlo, porque una vez que la mano del gobierno toque la ropa de un unitario, es necesario que el unitario no pueda decir que la mano del gobierno no sabe apretar. En estos casos, la cantidad de hombres poco importa; tanto mal hace a mi gobierno un hombre solo que se burle de él, como doscientos, como mil.
-Vuecelencia tiene mucha razón.
-Sé bien que la tengo. Además, según la relación que se me ha hecho, el unitario que se ha escapado ha peleado, y, lo que es más, ha recibido protección de alguien; la una como la otra cosa no debe suceder, no quiero absolutamente que suceda. ¿Sabe usted por qué ha estado el país siempre en anarquía? Porque cada uno sacaba el sable para pelear con el gobierno el día que se le antojaba. ¡Pobre de usted, y pobres de todos los federales, si yo doy lugar a que los unitarios los peleen cuando van a cumplir una orden mía!
-¡Es un caso nuevo! -dijo Victorica, que en realidad comprendía bien toda la importancia futura de las reflexiones de Rosas, y del suceso acaecido esa noche.
-Es nuevo; y es por eso que es necesario darle atención, porque en el estado actual yo no quiero que haya más novedades que las mías. Es nuevo, pero antes de mucho tiempo podrá ser viejo, si no se hace pronto un ejemplar.
-Pero Merlo debe haber ido con ellos, y ha de conocer al que se ha escapado.
Eso falta saber.
-Lo haré buscar ahora mismo.
-No hay necesidad. Otro ha ido en su busca.
-Está bien, señor.
-Otro se ha encargado de Merlo; y usted sabrá mañana si se conoce o no el nombre que deseo saber. En uno u otro caso tomará usted el camino que deba.
-Sin pérdida de tiempo.
-Vamos a ver, y si Merlo no sabe el nombre, ¿qué hará usted?
-¿Yo?...
-Usted, sí, mi jefe de policía.
-Daré órdenes a los comisarios, y a los principales agentes de la policía secreta, para que ellos multipliquen entre sus subalternos la disposición de encontrar un hombre que...
-¡Un hombre unitario en Buenos Aires! -dijo Rosas interrumpiendo a Victorica, con una sonrisa sardónica y despreciativa, que puso en confusión al pobre hombre, que creía estar desenvolviendo el más perfecto plan inquisitorial para la persecución de un hereje.
-¡Y va usted fresco! -continuó Rosas-; ¿todavía no sabe usted cuántos unitarios hay en Buenos Aires?
-Debe de haber...
-Los que bastan para colgar a usted y a todos los federales, si no estuviera yo para trabajar por todos, haciendo hasta de jefe de policía.
-Señor, yo hago por Vuecelencia cuanto puedo.
-Puede ser que haga usted cuanto puede, pero no cuanto conviene hacer; y si no véalo usted en este caso: quiere usted echarse a buscar un unitario por la ciudad, como si dijésemos un grano de trigo en una parva, y tiene en su bolsillo, si no el nombre del unitario, el camino más corto de encontrarlo.
-¡Yo! -exclamó Victorica cada vez más turbado, pero dominándose fuertemente para conservar la serenidad de su semblante.
-Usted, sí, señor.
-Aseguro a Vuecelencia que no comprendo.
-Y es eso por que me quejo de tener que enseñarle todo. ¿Por quién supo Merlo la proyectada fuga del salvaje unitario Oliden?
-Por una criada.
-¿En dónde servía esa negra, mulata, o lo que sea?
-En la familia de Oliden, según la declaración.
-En la familia del salvaje unitario Oliden, señor Don Bernardo Victorica.
-Perdone Vuecelencia.
-¿Con quién se iba a embarcar el que se ha escapado?
-Con el salvaje unitario Oliden, y con los demás salvajes que lo acompañaban.
-Y usted cree que Oliden salió a la calle a recoger los primeros salvajes que encontró, para embarcarse con ellos.
-No, Excelentísimo Señor.
-Entonces, ¿esos salvajes eran amigos de Oliden?
-Es muy natural-dijo Victorica, que empezaba a comprender el punto a donde se dirigía Rosas.
-Entonces, ¿si eran amigos se debían visitar?
-Sin duda.
-Entonces, la criada que delató a Oliden debe saber quiénes lo visitaban con más frecuencia.
-Es muy cierto.
-Quienes estuvieron con él, hoy, ayer y antes de ayer.
-Así es, debe saberlo.
-Estuvieron, tal y tal y tal; han muerto Maisson, Lynch y Riglos; entonces, rastree por los nombres que no sean ésos, y si por ahí no da con lo que busca, no pierda el tiempo en incomodarse más.
-El genio de Vuecelencia no tiene igual. Haré exactamente lo que Vuecelencia me indica.
-Mejor fuera que lo hiciese sin necesidad de indicaciones; que por no tener nadie que me ayude, tengo que trabajar por todos -respondióle Rosas.
Victorica bajó los ojos, en cuya pupila se había clavado como una flecha de fuego la mirada imperatriz, y en ese momento despreciativa, de Rosas.
-¿Y sabe usted, pues, lo que ha de hacer?
-Sí, Excelentísimo Señor.
-¿Ha ocurrido alguna cosa particular esta noche?
-Una señora, Doña Catalina Cueto, viuda, y de ejercicio costurera, ha ido a quejarse de haber dado Gaitán de rebencazos a un hijo de esa señora, que paseaba a caballo por la plaza del Retiro.
-¿Quiénes el hijo?
-Un estudiante de matemáticas.
-¿Y qué motivos le dio a Gaitán?
-Gaitán se acercó a preguntarle por qué no usaba la testera federal en su caballo. El muchacho, de diez y seis o diez y siete años, le respondió que no la usaba porque su caballo era un buen federal que no necesitaba divisa; y Gaitán, entonces, le dio de rebencazos hasta voltearlo del caballo.
-¡Hoy son peores los unitarios muchachos! -dijo Rosas reflexionando un momento.
-Ya se lo he dicho a Vuecelencia muchas veces: la universidad y las mujeres son incorregibles. No hay forma de que los estudiantes usen la divisa con letrero; me ven venir por una calle, y, casi a mi vista, desatan la cintita que llevan al ojal, y se la guardan en el bolsillo. Tampoco hay medio para que las mujeres usen el moño fuera de la gorra, y, aun sin gorra, la mayor parte de las unitarias, especialmente las jóvenes, se presentan en todas partes sin la divisa federal. Yo en lugar de Vuecelencia haría prohibir las gorras en las mujeres.
-Han de obedecer -dijo Rosas, con cierto acento de reticencia, cuya reserva sólo él podía comprender-: han de obedecer, pero no es tiempo todavía de hacer uso de ese medio que usted echa de menos, y que yo sé cuál es. Gaitán ha hecho muy bien. Despache usted a la viuda, y dígale que se ocupe en curar a su hijo. ¿Hay alguna otra cosa?
-Nada absolutamente, señor. ¡Ah!, he recibido una presentación de tres federales conocidos, pidiendo el permiso para la rifa de cedulillas en las fiestas Mayas.
-Que la rifa sea por cuenta de la policía.
-¿Vuecelencia dispone algunas funciones particulares?
-Póngales los caballitos y la cucaña.
-¿Nada más?
-No me pregunte tonterías. ¿Usted no sabe que ese 25 de Mayo es el día de los unitarios? ¡Es verdad que como usted es de España!
-Vuecelencia se equivoca, yo soy oriental ¿Dispone Vuecelencia alguna cosa particular esta noche?
-Nada, puede usted retirarse.
-Mañana cumpliré las órdenes de Vuecelencia relativas a la criada.
-Yo no le he dado órdenes: yo le he enseñado lo que no sabe.
-Doy las gracias a Vuecelencia.
-No hay de qué.
Y Victorica, haciendo una profunda reverencia al padre y a la hija, salió de aquel lugar después de haber pagado, como todos los que entraban a él, su competente tributo de humillación, de miedo, de servilismo; sin saber positivamente si dejaba contento o disgustado a Rosas; incertidumbre fatigosa y terrible en que el sistemático dictador tenía constantemente el espíritu de sus servidores, porque el temor podría hacerlos huir de él, y la confianza podría engreírlos demasiado.
Un largo rato de silencio sucedió a la salida del jefe de policía, pues mientras Rosas y su hija lo guardaban despiertos, absorto cada uno en bien distintas ideas, el repleto Viguá lo guardaba durmiendo profundamente, cruzados los brazos sobre la mesa, y metida entre ellos su cabeza.
-Vete a acostar -dijo Rosas a su hija.
-No tengo sueño, señor.
-No importa, es muy tarde ya.
-¡Pero usted va a quedarse solo!
-Yo nunca estoy solo. Va a venir Mandeville y no quiero que pierda el tiempo en cumplimientos contigo; anda.
-Bien, tatita, llámeme usted si algo necesita.
Y Manuela se le acercó, le dio un beso en la frente, y tomando una vela de sobre la mesa, entró a las habitaciones interiores.
Rosas se paró entonces, y, cruzando sus manos a la espalda, empezó a pasearse al largo de su habitación, desde la puerta que conducía a su alcoba, por donde habían entrado y salido los personajes que hemos visto, hasta aquella por donde había ídose Manuela.
Diez minutos habrían durado los paseos, en cuyo tiempo Rosas parecía sumergido en una profunda meditación, cuando se sintió el ruido de caballos que se aproximaban a la casa. Rosas paróse un momento, precisamente al lado de Viguá, y luego que conoció que los caballos habían parado en la puerta de la calle, dio tan fuerte palmada sobre la nuca del mulato, que a no tener en aquel momento posada la frente sobre sus carnudos brazos, se habrían roto sus narices contra la mesa.
-¡Ay! -exclamó el pobre diablo parándose lo más pronto posible.
-No es nada; despiértese Su Paternidad que viene gente, y oiga: cuidado como se vuelva a dormir; siéntese al lado del hombre que entre, y cuando se levante, déle un abrazo.
El mulato miró a Rosas un instante e hizo luego lo que se le había ordenado, con muestras inequívocas de disgusto.
Rosas sentóse en la silla que ocupaba antes, a tiempo que Corvalán entraba.