Capítulo VIII.

El amanecer.


El alba del 5 de mayo había despedido al fin aquella triste noche testigo de la ejecución de un crimen horrible y de la combinación de otros mayores.

La blanca luz de esa beldad pudorosa de los cielos que asoma tierna y sonrosada en ellos para anunciar la venida del poderoso rey de la naturaleza, no podía secar, con el tiernísimo rayo de sus ojos, la sangre inocente que manchaba la orilla esmaltada de ese río, de cuyas ondas se levantaba, cubierta con su velo de rosas, su bellísima frente de jazmines. Pero argentaba con él las torres y los chapiteles de esa ciudad a quien los poetas han llamado «La Emperatriz del Plata», la «Atenas» o «la Roma del Nuevo Mundo».

Dormida sobre esa planicie inmensa en que reposa Buenos Aires, la ciudad de las propensiones aristocráticas por naturaleza, parecía que quisiera resistir las horas del movimiento y la vigilia que le anunciaba el día, y conservar su noche y su molicie por largo tiempo aún. En sus calles espaciosas y rectas, se escondía aún, bajo los cuadrados edificios, alguna de esas medias tintas del clarooscuro de los crepúsculos, que ponen en trepidación a los ojos, y en cierto no sé qué de disgustamiento al espíritu.

Una de esas brisas del sur, siempre tan frescas y puras en las zonas meridionales de la América, purificaba a la ciudad de los vapores húmedos y espesos de la noche, que el sol no había logrado levantar aún del lodo de las calles. Porque el invierno de 1840, como si hasta la Naturaleza hubiese debido contribuir en ese año a la terrible situación que comenzaba para el pueblo, había empezado sus copiosas lluvias desde los primeros días de abril. Y aquella brisa, embalsamada con las violetas y los jacintos que alfombran en esa estación las arenosas praderas de Barracas, derramaba sobre la ciudad un ambiente perfumado y sutil que se respiraba con delicia.

Todo era vaguedad y silencio, tranquilidad y armonía.

Al oriente, sobre el horizonte tranquilo del gran río, el manto celestino de los cielos se tachonaba de nácares y de oro a medida que la aurora se remontaba sobre su carro de ópalo, y las últimas sombras de la noche amontonaban en el occidente los postrimeros restos de su deshecho imperio.

¡Oh! ¿Por qué ese velo lúgubre y misterioso de las tinieblas no se sostenía suspendido del cielo sobre la frente de esa ciudad, de donde la mirada de Dios se había apartado? Si la maldición terrible había descendido sobre su cabeza en el rayo tremendo del enojo de la Divinidad, ¿por qué, entonces, la tierra no rodaba para ella sin sol y sin estrellas para que el escándalo y el crimen no profanasen esa luz de mayo, cuyo rayo había templado, treinta años antes, el corazón y la espada de los regeneradores de un mundo?... Pero la Naturaleza parece hacer alarde de su poder rebelde a las insinuaciones humanas, cuanto más la humanidad busca en ella alguna afinidad con sus desgracias. Bajo el velo de una oscura noche, una mano regia abría una ventana de palacio y hacía, en París, la señal de la San Bartolomé, y al siguiente día un sol magnífico quebraba sus rayos de oro sobre las charcas de sangre de las víctimas, cuyo último gemido había demandado de Dios la venganza de tan horrible crimen. ¡Y ante el crepúsculo de una tarde lánguida y perfumada, cuando la luna y las estrellas empezaban a rutilar su luz de plata sobre los cielos de la Italia, y la campana de vísperas llamaba al templo de Dios la alma cristiana, en las calles de Sicilia, una joven dio la señal tremenda que debía fijar en un río de sangre el recuerdo de una criminal venganza!

Como la Naturaleza, la humanidad también debía aparecer indiferente a las desgracias que se acumulaban sobre la cabeza de ese pueblo inocente que, como fue solo en las victorias y en la grandeza, solo y abandonado debía sufrir la época aciaga de su infortunio. Porque, por una extraña coincidencia de los destinos humanos, ese pueblo argentino que surgió de las florestas salvajes para dar libertad e imprimir el movimiento regenerador en diez naciones, parece destinado a ser tan grande en la victoria como en la derrota, en la virtud como en el crimen; pues que hasta los crímenes por que ha derramado un mar de lágrimas y sangre, tienen una fisonomía original e imponente, que las eleva sobre la vulgaridad de los delitos que conmueven y ensangrentan la vida civil y política de los pueblos.

Solo, abandonado, él comprendía, sin embargo, cuál era su situación actual, y presagiaba por instinto, por esa voz secreta de la conciencia que se anticipa siempre a hablarnos de las desgracias que nos amenazan, que un golpe nuevo y más terrible aún que aquellos que lo habían postrado, estaba próximo a ser descargado sobre su cabeza por la mano inapiadable de la tiranía; y para contenerla él, el pueblo de Buenos Aires no tenía, ni los medios, ni siquiera el espíritu para procurarlos.

El terror, esa terrible enfermedad que postra el espíritu y embrutece la inteligencia; la más terrible de todas, porque no es la obra de Dios, sino de los hombres, según la expresión de Víctor Hugo, empezaba a introducir su influencia magnética en las familias. Los padres temblaban por los hijos. Los amigos desconfiaban de los amigos, y la conciencia individual, censurando las palabras y las acciones de cada uno, inquietaba el espíritu, y llenaba de desconfianzas el ánimo de todos.

El triunfo de los libertadores era la oración que cada uno elevaba a Dios desde el santuario secreto de sus pensamientos. Pero era tal la idea que se tenía de que los últimos parasismos de la dictadura serían mortales para cuantos vivían al alcance de su temible mano, que sus mas encarnizados enemigos deseaban que aquel triunfo fuese una obra pronta, instantánea, que hiriese en la cabeza al tirano, con la rapidez y prepotencia del rayo, para no dar lugar a la ejecución de las terribles venganzas que temían. Y cuando para conseguir esto se ofrecían a sus ojos los obstáculos de tiempo, de distancia y de cosas, aquéllos, los más concienzudos enemigos del dictador, temblaban en secreto de la hora en que se aproximase el triunfo. ¡Tal era el primer síntoma con que se anunciaba el terror sobre el espíritu!

Así era la situación moral del pueblo de Buenos Aires en los momentos en que comenzamos nuestra historia.

Y en esos instantes en que el alba asomaba sobre el cielo, según el principio de este capítulo, y en que el silencio de la ciudad era apenas interrumpido por el rodar monótono de algunos carros que se dirigían al mercado; un hombre alto, flaco, no pálido, sino amarillo, y ostentando en su fisonomía unos cincuenta, o cincuenta y cinco años de edad, caminaba por la calle de la Victoria afirmándose magistralmente en su bastón; marchando, con tal mesura y gravedad, que no parecía sino que había salido de su casa a esas horas para respirar el aire puro de la mañana, o para mostrar al rey del día, antes que ningún otro porteño, el inmenso chaleco colorado con que se cubría hasta el vientre, y las divisas federales que brillaban en su pecho y en su sombrero. Este hombre, sin embargo, fuera por casualidad o intencionalmente, tenía la desgracia de que la hermosa caña de la India con puño de marfil que llevaba en su mano se le cayera dos o tres veces en cada cuadra, rodando siempre hacia tras de su persona, cuyo incidente le obligaba a retroceder un par de pasos para cogerla, y, como era natural, a echar una mirada sobre las cuadras que había andado, es decir, en dirección al campo; porque este individuo venía del lado del oeste, enfilando la calle de la Victoria, con dirección a la plaza.

Al cabo de veinte o veinte y cinco caídas del bastón, se paró delante de una puerta, que ya nuestros lectores conocen: era aquella por donde Daniel y su criado habían entrado algunas horas antes.

El paseante se reclinó contra el poste de la vereda, quitóse el sombrero y empezó a levantar los cabellos de su frente, como hacen algunos en lo más rigoroso del estío. Pero por casualidad, por distracción, o no sabemos por qué, sumergió sus miradas a derecha e izquierda de la calle, y después de convencerse que no había alma viviente en una longitud de diez o doce cuadras a lo menos, se acercó a la puerta de la calle y llamó con el picaporte, desdeñando, no sabemos por qué, hacer uso de un león de bronce que servía de estrepitoso llamador.