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Ignoro cómo tracé, con rápido mover de pluma, lo que suponía dictado por don Manuel Ruiz Zorrilla; pero hablando en conciencia, no puedo afirmar sino que me lo dictaron los mismos demonios. En mi escrito, que no tiene principio ni fin, ensalcé el radicalismo puro, única receta para sacar a esta Nación de su atonía y somnolencia mortíferas. Si don Manuel se sentía con redaños para obra tan grande, bastárale plantarse en firme, y dar grandes voces diciendo: «Cortes y Rey, caterva de políticos intrigantes y ociosos: Convocad a la Nación con verdad y honradez, y ella os dará un criterio de gobierno. ¿No queréis hacerlo? ¿Teméis que os manden a todos al corral? Pues aquí estoy yo para esa hombrada... ¿Que yo tampoco me atrevo? Pues al corral con vosotros... Venga un hombre, un tiazo que hable poco y sepa sacar la voluntad nacional de las teorías pedantescas a la realidad viva... O perecemos como nación, o hay que rehacerla desde el cimiento. Justicia, Ejército, Administración, Trabajo, Igualdad ante la ley, Libertad de la conciencia. Que todo sea nuevo, de flamante material y hechura... Que todo sea tan sólidamente construido que no podamos volver atrás, y que si cuatro carcundas o cinco sacristanes intentasen remover las viejas ruinas, sean hechos polvo, y el polvo aventado por los espacios infinitos...». Estos y otros disparates escribí con mano febril, dejándome arrastrar de mi ardiente imaginación, y de mi odio a las repugnantes rutinas y ficciones que forman el entramado político y social de nuestra existencia.

Tres, cinco, seis pliegos emborroné, cual máquina que obedece a un impulso extraño y superior. En mi delirio llegué a trazar planes y programas de orden jurídico, financiero, social: Presupuestos, Organización de tribunales, Mecanismo electoral, Espectáculos públicos, Relaciones entre el Municipio, la Provincia y el Estado; Ley de Servicio militar, Catastro, Minas, Código de Comercio, y mil y mil disposiciones que en surtidor inagotable salían de mi cabeza... Y en los pasajes más afluentes de mi inspiración metía paréntesis imperativos: «Don Manuel, ánimo; don Manuel, atrévase; don Manuel, ahora o nunca...». La presencia de Graziella, ya peinadita y acicalada, contuvo un tanto la velocidad de mi rotación cerebral. Leyó algo de lo que yo escribía; lo alabó sin entenderlo, y yo le dije: «Espérate un poco, ninfa hechicera. Déjame acabar. Aún me falta lo de Culto y Clero, Instrucción Pública...; ahí es nada... Receta contra frailes y monjas...

-Con toda esa monserga que llevas a tu casa, doña Cabeza quedará desenojada. El toque está en que sortees la primera embestida de la fiera celosa...

-Déjame acabar. Pongo la última razón: «Don Manuel de mi alma: o sois el salvador de España, o quedaréis perdido en el montón gregario, donde se os pondrá un cencerro y pastaréis tranquilamente en el presupuesto...».

Concluido mi trabajo, me sentí satisfecho, y hasta cierto punto conforme con la esclavitud que la hechicera me imponía. Ya me inquietaban menos los temores y el deseo de volver a mi casa. Hallábame un si es no es alelado, como si obraran en mi voluntad los efectos de un licor o esencia de extraordinaria virtud aplanante. A ratos dormía, y en mi sueño me asaltaban visiones placenteras, me arrullaron lejanos cantos eróticos de ninfas, entre cuyas voces distinguí la de Graziella con agudas notas humorísticas... Desperté, y halleme solo en la casa, la puerta cerrada con llave... Entraron luego la italiana y su criadita, que me traían dulces, cigarros y más botellas de aquel delicioso y somnífero vino que me apagaba la voluntad, y me encendía la imaginación con ardores resplandecientes... No pedí a mis carceleras que me devolviesen la libertad. Dulce pereza me familiarizaba con la atmósfera tibia y perfumada de aquel presidio. Pasó todo el día sin que me aliviara de la holganza, y vi llegar la noche sin que me asustase la idea de pasarla blandamente en la serena gruta.

En mi segunda noche, no vi a Mariclío. Pregunté por ella, y dijéronme que había ido a la Academia de la Historia (calle de León), donde cobra la menguada pensioncilla de que vive. En aquella casa venerable, suele entretenerse ayudando al conserje en el barrido de la biblioteca y en quitar el polvo a los estantes. Si le anochece en esta faena, suele quedarse a dormir en la portería, y por la mañana le cepilla la ropa al gran don Marcelino, por quien siente ardoroso cariño maternal... Prosigo contando que yo dormitaba, y Graziella, junto a mí, escribía cartas en el velador. Y a cada renglón que trazaba se interrumpía para celebrar con risas lo que había puesto en el papel.

«Estás en ascuas -me dijo- viéndome escribir y reír juntamente. Es que cuando estoy aburrida, me entretengo escribiendo anónimos... Verás... escribo a las damas católicas y alfonsinas, que andan en intriga contra el pobre don Amadeo y su mujer... En mis cartas figuro que soy también católica, y que para traer al Alfonsito ofrezco todo el parné que tengo... En esta he firmado la Marquesa del Congosto, y en esta otra la Condesa de Pata del Cid... No creas, algunas las pongo con tan lindo artificio que no parecen de burlas. Otra voy a poner diciendo que a mis tes viene todita la crema de Loeches. Me divierto la mar. Les digo que cuenten conmigo para todo, y que vino a verme Zorrilla para ofrecerme la plaza de Camarera de doña María Victoria, y yo le respondí: «Para ese cargo pongo a su disposición cualquiera de mis criadas...». Voy a escribir otra en que me planto título de Duquesa, y digo que en mi palacio se han reunido ayer el Obispo de la diócesis y el Clero castrense, Sor Patrocinio, el fiel de fechos y dos generales invictos, manifestando todos a una que están decididos a pronunciarse por Alfonso y a dar el grito un día de estos, con la fresca...».

Leyendo y comentando los disparates con que amenizaba sus ratos de ociosidad, me entretuvo la diablesa toda la prima noche... Me maravillaba que, en largas horas de mi permanencia en la gruta, no fuera esta visitada de hombres... A mis dudas contestó, poniéndose un poquito seria, lo que literalmente copio: «Aquí no vienen hombres, Tito... Porque has entrado tú, no vayas a creer... que esta casa es un tranvía para el Infierno... Infierno no digamos... En fin, lo que sea. Yo vivo amparada por un señor, por un caballero..., te lo diré claro, por un sacerdote que podría ser mi padre..., y por su comportamiento conmigo lo es. Créelo, Tito, aunque lo oigas de estos labios míos, que te parecerán mentirosos; puedes creerme que persona como esa no existe en el mundo, y que si entre tantas virtudes no tuviera la flaqueza de quererme, sería un verdadero santo, mejor que muchos que se han encaramado en los altares. El nombre no te lo diré; lo venero y guardo por respeto... Es bueno para todos; es humano, caritativo, y no se asusta de nada. En su oficio de cuidar de las almas cumple como el primero... Reprende todos los vicios; pero hay uno en que a mi buen cura le falta valor para incomodarse..., y abre la mano... Lo que él me ha dicho mil veces: 'Por esta debilidad, que es imperio de la carne, no se va al Infierno. Se va por la crueldad, por el no socorrer a nuestros semejantes cuando están necesitados, por levantar falsos testimonios, por la usura, la ira y la soberbia'».

-Me dejas atónito, Graziella. ¿Y cómo has encontrado ese mirlo blanco, ese espejo de los caballeros, más digno cuanto más tonsurado?

-¡Ay, no fue poca mi suerte al dar con él! Perdida andaba yo, cuando una casualidad me deparó su conocimiento. Hará de esto diez años. Me recogió y amparó... Prendose de mí; le cautivaba el fenómeno de que, siendo yo lo que era tuviese el poquito de ilustración que se me pegó en Italia. Él también estuvo en Italia. Era familiar de un cardenal español, y fue con él al cónclave en que eligieron Papa a Pío IX. Cuenta cosas muy interesantes del cónclave y de fuera de él. En Roma perdió la fe... Ya sabes: Roma vedutta, fede perdutta.

-¿Y no quieres decirme...?

-No, no, Tito; el nombre no me lo preguntes... Es persona muy conocida, muy apreciada en Madrid... Puedo alabarle, puedo contarte lo bueno que es...; pero la boca se me cierra al querer pronunciar su nombre. Si algún día lo sabes, te lo callas, guárdate de decir que es mi protector, y que viene a verme una o dos veces por semana... Antes venía más a menudo; ya no puede... Está viejo, achacoso...; las piernas le flaquean... Ya no dice la misa todos los días... Sale poco de su casa... Y ninguna falta le hace trabajar en el oficio de cura, porque es rico. Tiene fincas allá por Toledo, y dinero en el Banco.

A propósito de la riqueza del santo varón, dije a la ninfa que bien podría contar con una parte en la herencia, si no había sobrinos o amas con mayor derecho, y Graziella me aseguró que no tenía pizca de ambición en lo tocante a intereses. De aquí derivó la conversación hacia el terreno moral, y no pude ocultar a la moza mi extrañeza de que no guardara fidelidad a un protector tan generoso y bueno. Delicada era la cuestión. Graziella supo sortearla con sutil razonamiento y gracia... Harto sabía el caballero sacerdote que su protegida era de la piel del diablo, alocada fantasía y temperamento inflamable. Tolerante y filósofo, no había de exigir que... Sin manifestarlo claramente, dio a entender a su amiga que podría tomarse una libertad relativa..., evitando todo escándalo. Mil veces le había dicho que no era pecado... sino en tanto cuanto... Ni Graziella encontraba la fórmula racional para cohonestar sus pasatiempos licenciosos, ni yo podía dar mi conformidad a tan absurda ética.

Con nuevos pormenores adornó la ninfa su peregrino cuento. La razón de su odio al farsante Alberique era que este malvado, furioso porque ella desatendió sus requebrajos, cometió la villanía de abochornar públicamente al cura, una mañana, a la salida de la parroquia de San Marcos. De aquí provino el entusiasmo y alegría de ella cuando supo que yo le había metido una bala en el cuerpo, y el felicitarme y hacerme por escrito amorosas carantoñas, llamándome valiente caballero y un poquito héroe... Otro detalle: el buen presbítero era muy aficionado a los estudios históricos; poseía copiosa biblioteca, y mataba sus largos ocios escribiendo una obra de mucha miga, titulada: Historia del Clero Mozárabe en la diócesis de Toledo. «Y para que te enteres, Tito -añadió Graziella poniendo toda el alma en sus ojos-, aquellos benditos clérigos no eran solteros, y todos tenían sus lindas barraganas. De su gran obra, ya lleva el señor publicados tres tomos...; la venerable Mariclío que has visto en casa, sabe de estas cosas más que yo. Ella te contará...».

Esto y algo más que hablamos completó en mi mente la figura extraña de la hechicera, que en su gruta me alojó tres días. Al tercero salí, más que por impulso mío, por un suave empujón de ella, que así me dijo: «Ya es hora, Tito, de que vuelvas a tu casa. Anda; muéstrale a tu consorte el programa pistonudo que te ha dictado don Manuel. Tres días y dos noches te ha tenido en su casa sin dejarte salir... Entiendo yo que al verte llegar, Cabeza te recibirá de uñas, bramando improperios y rugiendo amenazas. Pero en cuanto se entere de lo que rezan esos papeles, se irá trocando de frenética en razonable, y de dura en tierna. Si así no fuere, aplícale unos cuantos bastonazos en las partes blandas, con que la sacudas bien el polvo sin hacerle daño. Verás qué pronto se le aplaca el genio... Anda, hijo mío; no lo pienses más. Ánimo, y a la Cabeza».

Salí de la gruta con flojera de piernas y desmayo de mi corazón, y en todo el largo trayecto desde aquel lejano barrio al mío, fui pensando en la catástrofe que esperaba y temía. Al dar en mi calle los primeros pasos me detuve a pensar si no me convendría más volverme atrás y emprender definitiva y veloz carrera en sentido contrario. La imagen de María de la Cabeza Ventosa de San José se me ofrecía en el pensamiento como la de una espantable hidra... Por fin, anteponiendo a todo mi dignidad de varón, avancé hacia el peligro y me metí en la tienda... Las caras de los dependientes me dieron la impresión de estupor, de miedo y lástima... Yo les dije: «¿Qué hay de nuevo por aquí...?». Y como no me contestaran, quedándose ante mí cual estatuas de hielo entre percales y lanillas, les dije otra vez: «¿Qué hay por aquí...? ¿Y de ventas qué tal?». El mayor de ellos respondió: «Así, así... ¿Y a usted cómo le ha ido por esos mundos?».

-¿Qué mundos ni qué carneros?... ¿Cabeza no está?

-Creo que ha salido. Suba usted y le dirán...

Subí medio muerto de sobresalto. Salió a recibirme Jesusa, la criada vieja que a Cabeza servía desde tiempo inmemorial. No esperó a escuchar el metal de mi cortada voz para decirme: «Cabeza no está. Se ha ido a casa de su tía doña Florencia».

-¿Pero no vendrá pronto?

-No... Pase usted por aquí. Tengo que darle un recado.

Llevome a la que había sido mi habitación, y con seca voz me dijo señalando mi baúl: «Aquí tiene usted su ropa..., lo mismo la nueva que los pingajos que trajo acá... Puede usted retirarse. Cabeza me ha dicho que le diga..., vamos..., que no volverá a su casa... hasta que usted no se haya ido, llevándose su ropa».

-¡Jesús, Jesusa! -exclamé yo-. Eso no puede ser... Necesito explicar a Cabeza... ¿Ve usted estos papeles que traigo? Pues aquí está la explicación... Don Manuel Ruiz Zorrilla... ya sabe Cabeza que...

-Cabeza no sabe nada de eso. Por don Ignacio Rojo Arias mandó recado al señor Ruiz Zorrilla preguntándole... Total, que ni ese señor le llamó a usted, ni usted ha parecido por la casa de él, y que todo es inventorio de usted. Ya se lo dije yo a Cabeza: «¡Ay, Cabeza, Cabeza; ten cuidado con esa sabandija que has metido en tu casa!».

-Pero yo necesito explicar, dar mis razones... Este papel... ¡Oh! Me harán pedazos antes que retirarme sin que Cabeza se entere de... Dígame, Jesusa: ¿las personas que aquí suelen venir han hablado desfavorablemente de mí..., han supuesto que yo...?

-Algo han hablado, por mi fe. «Es mucho Tito este», decía el señor de Bringas. Según don Roque Barcia, usted se había perdido en los laberintos federales. Ni don Mateo Nuevo, ni don Roberto Robert, ni ningún otro dieron razón. Y todos a una decían: «Perdido está entre faldas...». ¡Ah!, se me olvidaba... Llegó ayer una carta... La firmaba una Marquesa... A ver si me acuerdo... La Marquesa de Pata del Cid... Decía que el señor Tito se había puesto al servicio de las damas católicas y alfonsinas, y que con ellas pasaba el día y la noche... Ya se vio que era broma. Pero detrás de las bromas salen las verdades... Conque a despejar pronto... Cabeza no vuelve a su casa, ya se lo he dicho, ¡caramba!, hasta que usted no se haya perdido de vista.

-Pues, ea, me voy al otro mundo -dije avergonzado de la ultrajante despedida-. Me llevo mis papeles... Ella se lo pierde. A ver, a ver, Jesusa: llame usted a un mozo de cuerda, para que me lleve el baúl. Y diga usted a Cabeza que la perdono. Ella se lo pierde... Ella es la reacción; yo soy el progreso; pero el progreso indefinido... No lo digo yo. Lo dice Ruiz Zorrilla en estas páginas que han de ser inmortales... Ea... con Dios... Abur... Conservarse. ¡Oh, qué país! Al español honrado no se le hace justicia hasta que se muere... Pues venga la muerte, y tras de la muerte vendrá la justicia, vendrá la apoteosis.

Y así, empleando los tonos patéticos al emprender mi forzosa retirada, salí de aquella casa, donde mi vida tormentosa gozó algunos días de regularidad placentera. Mandé el baúl a la portería de mi antigua casa de la calle de Los Leones, y me lancé a una divagación callejera, dando libre vuelo a mi desolado pensamiento. ¿Dónde me guarecería? Felizmente tenía cinco duros que me había echado en el bolsillo al salir para mi aventura loca. Por una noche y un día, podría creerme potentado. En el café de Las Columnas, me convidé a comer una tortilla y un bistec, seguidos de café con leche... Abreviaré mi relato, diciendo que aquella noche me dio albergue Mateo Nuevo, mi consecuente y bondadoso amigo, y que al siguiente día, mis pasos se fueron solos, por inconsciente magnetismo, hacia el barrio de Maravillas, donde tenía su encantadora gruta la diablesa causante de la soledad en que me veía...

Entré en la calle, y como a primera vista no reconociera la casa, fui mirando los números, y atontado anduve de abajo arriba sin encontrar el 16 que buscaba. Aturdido pregunté a una mujer que parecía portera: «¿No es este el 16?». Respondiome que era el 14... «El siguiente será 16», dije yo; y la maldita vieja, que me miraba con sorna, tomándome por demente o borracho, pronunció estas fatídicas expresiones: «El número que sigue es el 18. En la calle no hay 16. Lo hubo. ¿Ve usted esa valla de madera que sigue? Pues en ese solar estuvo el 16..., si usted no manda otra cosa...». No pude menos de hacer una juiciosa observación: «Anoche debió de ser derribada la casa, porque ayer estuve yo en ella. Y si así no es, habré yo confundido el número. Dígame, ¿no vive en este 14 una señora que llaman doña Graziella? Si no es aquí, será en el 18». Oído esto, la portera me dio la contestación más inconveniente y soez: «¿Sabe lo que le digo? Que si viene usted dormido, aquí tengo yo el palo de la escoba para despertarle... Y váyase pronto a que le den el amoníaco».

En mi confusión y azoramiento al ver desaparecida o tragada por la tierra la gruta de la maga, me retiré sin saber por dónde iba. El incierto rumbo de mis pasos me llevó a la calle de Fuencarral; por esta me metí en la de San Mateo, y al promedio de ella vi que hacia mí venía una persona..., un hombre, en quien creí reconocer a uno de mis amigos más queridos. Dudé; desconfiaba de mis ojos, que en tales días padecían quizás la dolencia de ver visiones. Avanzaba el sujeto... Su talla y andar, su rostro, su larga perilla rubia no podían engañarme. Era él, era él. Cuando a mí llegó con los brazos abiertos, mis dudas se extinguieron en este grito de alegría: ¡Estévanez... Nicolás Estévanez!