XI

Bastante más joven que él era yo, y por la edad, como por el respeto, solía llamarle don Nicolás. Él me devolvía la fineza llamándome burlonamente don Tito. Abrazados todavía me dijo que acababa de llegar de Cuba, por vía muy larga y tortuosa... ¡Qué viaje, qué fatigas! Aún llevaba el pantalón blanco de hilo que usan los militares antillanos. Con él salió de la Habana, con él andaba en Madrid por no tener otro. ¡Y estábamos en pleno invierno! Por sólo este detalle, me movió a grande admiración la sublime pobreza del héroe... Así le llamo, porque por tal le tuve y le tengo.

«Yo no poseo más que cincuenta reales mal contados, don Nicolás -le dije-; pero con esa suma, le convido: almorzaremos juntos». Aceptó, y nos fuimos en busca de un cafetín. Por el camino y dentro del local modesto donde almorzamos, me explicó los motivos de su inesperada vuelta de Cuba, cuando le suponíamos allá bregando con los insurrectos... Hallábase en Madrid de reemplazo a fines del 71. No deseaba la situación activa, porque en ella se habría visto en el caso duro de tener que combatir a los republicanos. Puesto en el dilema de faltar a sus deberes o a sus arraigadas creencias, pensó en abandonar la carrera militar... Sus modestas ambiciones se verían colmadas con un destino civil. ¿Cuál? Desde niño soñaba con desempeñar plaza de torrero en un faro. Era su ilusión vivir entre las olas, con los pies en tierra, gozando la inefable ventura de no tener vecinos.

Ignoro si había llegado Estévanez a pretender la plaza de torrero, que era su ensueño. Soñando vivía cuando se pensó en destinarle a un regimiento, y aquí vino el conflicto: o mandar soldados, cuya misión entonces no era otra que pegar a los republicanos, o abandonar la carrera. No teniendo otro medio de vivir que su paga de capitán, salió del paso pidiendo el traslado a Cuba con el propio empleo. Otros iban con ascenso; él no aspiró a tal gollería. Embarcó en Octubre; llegó el 2 de Noviembre, día de los Difuntos; se presentó a las autoridades; no se le dio ocupación activa, ni en guarnición ni en campaña. Su único trabajo era pasearse en la acera del Louvre, y charlar con los amigos en el café, del mismo nombre.

Ocurrió en el curso de aquel mes que se alborotaron los Voluntarios por no sé qué broma, ligereza o travesura de los estudiantes de Medicina. Contaba don Nicolás que no dio importancia al suceso, y que cuando oyó en el café que se había formado consejo de guerra para juzgar a los estudiantes, creyó que era también ligereza o broma de la infatuada tropa de Voluntarios... Una tarde, al entrar en el café, lo encontró casi vacío. En las calzadas y paseos próximos no se veía un alma. ¿Qué ocurría? Pues nada... «¿Pero qué ocurre?» preguntó a un mozo del café.

-¿Qué ha de ocurrir? Que los están fusilando.

-¿A quién?

-A los estudiantes.

Contándolo, el rostro de Estévanez se transfiguraba... parecía otro... «Nunca, ni antes ni después -me dijo-, en ninguno de los trances por que he pasado en mi vida, he perdido tan por completo mi aplomo. Grité, me descompuse, pensé en mis hijos, creyendo que también me los fusilaban... No sé lo que me pasó... Ahora mismo no puedo explicármelo». El horror de la brutal tragedia, la indignación, la idea del oprobio que caería sobre España y su Ejército por tal acto de barbarie, le pusieron en un estado congestivo, privándole de conocimiento. Fue menester sangrarle. Amigos cariñosos le llevaron a su casa... En una noche de insomnio y horribles pesadillas, atormentado por la idea y visión de que le arrancaban de cuajo el alma y con ella los sentimientos más arraigados, Estévanez pasó por todas las formas de la demencia; y cuando esta fue declinando hacia la serenidad, surgió la inquebrantable resolución de abandonar la Isla.

Hombre de tal temple, enardecido desde sus años juveniles en la devoción de la Humanidad, de que se derivan las ansias de Libertad y Progreso, no podía vivir en aquel campo de fieras discordias: por un lado los enemigos de la Patria, por otro los que, llamándose hijos de ella, la deshonraban con sus violencias y crueldades; allí la soberanía del honor militar; aquí el imperio de las ideas... Imposible residir en Cuba sin tirar el uniforme o tirarse al mar...

¿Pero cómo volver a España? Amigos fieles facilitaron a don Nicolás la salida de aquel cráter: se solicitó del Capitán General licencia y pasaporte para la Península, y conseguido esto, ya sólo faltaba esperar la salida del primer vapor. Pero a Estévanez se le hacían siglos las semanas, los días... Ansioso de partir, como si en ello le fuera la vida, tomó pasaje en una goleta llamada Estrella, que salía para Nueva Orleans con cargamento de madera... El relato que me hizo el hombre de su viaje en aquel barcucho, ponía los pelos de punta. Fue un viaje de incidentes y trabajos que recordaban la primitiva navegación en los mares de América.

Zarpó la goleta al anochecer, y a las pocas horas se inició en su bodega un incendio. Echaron el bote al agua, y en él se embarcaron precipitadamente tripulación y pasajeros. Estos eran dos: don Nicolás y un chino. El capitán de la goleta, un yanki de mala catadura, les puso a remar, y al fulgor de las llamas que devoraban el barco, emprendió el bote la penosa navegación por un mar nada tranquilo. Sospechaba mi amigo que el incendio no había sido casual: capitán y tripulantes dieron fuego al barco con un fin de piratería. Provocaban un siniestro para estafar a la Compañía de Seguros... Esto sospechó Estévanez. Confirmaron su presunción las maneras y actitud del capitán y marineros.

Rema que te rema, los dos infelices pasajeros veían cercano el momento de ser asesinados o arrojados al mar. Parecía novela de navegación por aguas de piratas o caribes. El miedo que pasaron fue tal que a otro que Estévanez le habría durado toda la vida. Así transcurrió la noche, y en tan horrorosa incertidumbre llegaron los náufragos al nuevo día. Felizmente encontraron un vapor yanki que los recogió y los llevó a Cabo Haitiano. De Cabo Haitiano partió mi amigo a Santomas, y allí, descansado de tan hondas angustias, no pensó más que en dar realidad legal a la situación que se había creado. Al abandonar la Isla de Cuba, devolvía resueltamente a la Nación la espada que esta puso en sus manos. En cuanto pisó tierra de Santomas, fue al Consulado de España, y entregó al Cónsul un pliego en que solicitaba del Rey la licencia absoluta.

«Lo hice con pena -me dijo grave y melancólico-. Yo no tenía más carrera que la militar: era capitán del 59, con el grado de comandante; pero me había persuadido al fin de que no se puede pertenecer a la milicia cuando se antepone la propia conciencia a todas las leyes, a todas las ordenanzas, a todos los prejuicios de profesión y de escuela...». Siguió refiriéndome que por hallarse muy escaso de dineros, tomó pasaje de tercera en un vapor francés, que a Europa venía con escala en Santander. Recaló el vapor en el puerto cantábrico en día de furioso temporal del Noroeste, y suprimida la escala, siguió a Saint-Nazaire. Desembarcó don Nicolás, y con los pantalones blancos de la Habana, en pleno invierno, y la misma ropa veraniega estuvo en Nantes... Prosiguiendo en ferrocarril su odisea, pasó la frontera y se plantó en Madrid.

Esta breve y pálida referencia no puede dar a mis lectores idea, ni siquiera remota, de la precisión, elocuencia y donaire con que el héroe, que tal nombre debo aplicarle, relataba su dramático viaje de las Antillas a España, y las tremendas causas que lo motivaron, y el admirable tesón cívico que vigorizaba su alma generosa. Oyéndole, saboreaba yo una gallarda página histórica, que él solo puede y debe escribir, como su propio creador o cosechero.

Del cafetín fuimos, corriendo calles, a la busca y captura de amigos de él y míos, y por el camino le enteré de las extrañas cosas que aquí pasaban. Se maravilló y enojó de que los republicanos estuvieran divididos en Intransigentes y Benévolos, y me dijo que por esta castiza propensión al divorcio, estábamos tan lejos del advenimiento de la República. No había en España voluntades más que para discutir, para levantar barreras de palabras entre los entendimientos, y recelos y celeras entre los corazones... Puedo afirmar con plena convicción que de cuantos amigos tenía yo, ninguno me cautivaba como aquel hombre inflexible y de una vez, dicho sea vulgarmente.

Perdónenme ahora si me acuso de una nueva licencia cronológica... Caigo en la cuenta de que mi destornillado caletre ha invertido los hechos, pues mi encuentro con Estévanez fue bastantes días después de mi violenta salida de la casa de Cabeza, y de la misteriosa desaparición de la gruta (número 16 de cierta calle) en que visité a la ninfa graciosa y endemoniada. Se me apareció el gran republicano ya bien entrado Enero del 72, y lo compruebo con un dato político. Hablamos don Nicolás y yo del Ministerio Sagasta, y precisamente en aquellos días don Práxedes derribó con un simple codazo al Gobierno de Malcampo para subirse al pescante y coger las anheladas riendas.

Sagasta era otra vez el gallo de nuestro corral político, y con su arrogante cresta o tupé, su quiquiriquí tribunicio y el irisado plumaje de su simpatía personal, dominaría las olas que socavaban el trono de Amadeo I. Del caído Ministerio conservó a Malcampo y a Angulo, y completó el retablo con estas figuras: De Blas, Groizard, Topete y Gaminde.

En los propios días, ¡oh lector mío bonachón!, esa misteriosa fuerza de los hechos menudos que llamaré onda social, me apartó del trato y compañía de Nicolás Estévanez para llevarme a la vera de mis antiguos camaradas de El Debate. ¿Fue caso providencial, o una nueva virazón de mi voluble destino? Pues una noche, dadas ya las once, me encontré a Ramón Correa que del Príncipe venía muy embozado en su capita. Del teatro solía ir a sus tertulias de gente de tono, y después se zambullía en el Casino hasta el amanecer. Me paró; hablamos con expresiva confianza; quejose de mi retraimiento... «¿Pero dónde te metes, Titillo? Ya sabes que te queremos... Vete por mi casa...». Le prometí visitarle, y él puntualizó la cita, diciéndome: «Vete pronto. Ya sabes...; a la hora a que me levanto. Abur. ¡Qué flaco estás!».

La hora a que me levanto era, en el reloj de la vida de Correa, las siete de la tarde. Hombre más nocturno no he visto nunca. Vivía en un pisito bajo de la calle de Claudio Coello. Retirábase al despuntar el día. Despertaba de doce a una; se incorporaba, y sus criadas le servían un buen almuerzo en una mesilla de patas muy cortas, construida ad hoc para formar un plano sólido sobre las telas del rebozo. Después de bien almorzado, seguía durmiendo hasta las seis y media o las siete. Era la hora de recibir a los amigos, y lavándose y vistiéndose charlaba con ellos hasta que salía para la casa rica en que había de comer. Tal era el vivir de Ramón Correa, que se pasaba meses y años sin conocer al sol más que de oídas. En la noche social resplandecía la luciérnaga de su grande ingenio. Por ser Correa cubano, debo decir cucuyo. De noche brillaba más que de día, y hablando más que escribiendo, pues la indolencia ponía diques a su talento para mostrarse en la literatura escrita. Su gracia, su exquisito gusto literario y su inmenso saber de cosas mundanas corrían sin tasa en los raudales de la conversación.

Desde que iniciamos la nuestra, todo lo que me dijo mi amigo, acabado de salir de la cama, iba encaminado a catequizarme para que me hiciese sagastino. Con burlas y razones quería convencerme de mi estulticia, y alabó a don Práxedes y al Duque de la Torre, presentándolos como los únicos hombres que podían traer a España la paz, el bienestar y la cultura. Era Correa un espíritu liberal metido en la armadura de un eclecticismo elegante y conservador, como Albareda y demás políticos procedentes de El Contemporáneo. Con el buen gusto y la pasta de un positivismo del mejor tono adornaba sus argumentos. Pero con todo su donaire y amenidad no lograba convencerme.

«Mire usted, amigo Correa -le dije-. Yo, bien lo saben Albareda y Ferreras, escribo fácilmente, ajustándome a las ideas que se me piden. Escribo en republicano, escribo en conservador y hasta en neo si fuera menester. Pero esto es, como si dijéramos, producción inconsciente de mi ser, un chorro con variados criterios, que brota de mí sin más valor que el de un juego de palabras. Dentro de mí quedan mis convicciones inalterables. Si se me piden parrafadas anónimas, dispuesto estoy a darlas; pero si me quieren afiliar públicamente al sagastismo, o como se le llame, no accederé nunca, aunque usted me ofrezca posiciones, destinos y jamón con chorreras. Vendo por un pedazo de pan mis tiradas de prosa política; mis ideas no las vendo por ningún tesoro». Sin pensarlo me ponía yo en la cuerda paradójica en que él con gracioso balancín sabía moverse y bailar.

«Todos guardamos en nuestra alma, querido Tito, un depósito grande o chico de convicciones, que vienen a ser nuestro equipaje para el siglo que viene. Pero no cambiemos de siglo antes de tiempo. La vida presente nos tira del faldón cuando queremos lanzarnos hacia un lindo porvenir, y nos dice: 'Detente, amigo, y no corras hacia las fechas de 1910 ó 1915, que aún están vacías'. Tiéntate el estómago, y tu estómago te dirá: 'Estoy como caño de órgano. Échenme algo pronto, que si no, me muero y te mueres'».

De broma en broma fui a parar a mi grave profesión de fe política, diciéndole que yo no quería cuentas con Sagasta, el cual era el escepticismo, el aplazamiento, el ya se verá, y yo aceptaba de lleno el programa de don Manuel Ruiz Zorrilla, la reforma inmediata, radical, concluyente... Libertad de cultos, Enseñanza totalmente laica, Derechos inalienables, imprescriptibles; Igualdad social, Reparto equitativo del bienestar humano, Supresión del voto de castidad, Desamortización de conciencias, Ejército cívico, Autonomía municipal y provincial. Fuera títulos de nobleza; fuera cruces y calvarios... No más pena de muerte; no más quintas; no más frailes, no más gandules presupuestívoros; no más colmenas para zánganos administrativos... En mi exaltación, me dejé decir aturdidamente que tal programa me lo había dictado el propio cosechero, y en mi poder lo tenía para darle publicidad... Mirábame Correa con asombro, poniéndose las gafas, después de lavarse... Dudó de que yo estuviera en mis cabales; soltó la risa... Volví yo entonces de mi fugaz desvarío, y sujetando la burra que se me quería escapar, rectifiqué. No me lo había dictado Zorrilla... Obra mía fue la nueva Constitución, en noche fantástica, hospedado en la gruta de una hechicera Circe, barragana de un cura loco.

Contagiado el gracioso cubano de los escapes flamígeros de mi pensamiento, aseguró que él iba más allá, y que dentro de un par de siglos levantaría la simpática bandera de la supresión de todo gobierno que es como decir anarquía. La entidad Gobierno es la negación de la paz pública... Y de aquí, con gradaciones airosas, iba a parar a este dilema: O yo me afiliaba públicamente en el Sagastismo, o se me ofrecería celda gratuita en Leganés, ya que no se habían creado aún los tonticomios que reclama el considerable aumento de la necedad... Una vez que endilgó su frac, como feliz comensal de casa grande, salimos juntos, y por la calle repitió sus bondadosos requerimientos para redimirme de la obscuridad y solitaria pobreza en que yo vivía. Díjome al despedirme que si él no lograba convencerme lo haría Ferreras, que también me distinguía y honraba con su afecto...

A buen paso me fui a mi domicilio, que a la sazón era una casa de huéspedes, calle del Amor de Dios, de mediano trato y no muy lucido aspecto, donde en días de penuria grande me metí, por los motivos y circunstancias que a renglón seguido contaré. La horripilante situación de mi erario me lanzó nuevamente a la busca y captura de la Casa Rostchild, la cual, echando los bofes, encontré reencarnada en un varón seco, duro, agrio, que se llamaba don Francisco Torquemada y vivía en la calle de San Blas, zona baja de Atocha. Enorme cantidad de saliva gasté, y sin fin de escalones subí para conseguir de aquel perro algún alivio de mi necesidad. Pidiome garantía del Banco de España, o la firma de Manzanedo, y cuando ya llegaba yo a los extremos de la ira, llegó él a los de la piedad, y salí de su casa contento, aunque desplumado para una fecha no lejana. Al despedirme quiso mostrarme su protección recomendándome una casa de huéspedes buena, limpia y económica. Acepté por hallarme a la sazón muy mal alojado, y por dar gusto a Torquemada. Sin duda la casa de pupilos era suya, o de algún cliente con quien iba a la parte.

Mi patrona era una pobre mujer derrengada y envejecida por el trabajo, con la carga de cuatro hijos y la impedimenta de un marido que no le servía para nada, en el orden de la industria huesperil. Llamábase Nicanora, y Rosita la mayor de sus niñas, que era muy mona y algo bachillera. El esposo, don José Ido del Sagrario, había sido maestro de escuela. Aquejado de cierta frialdad del cerebro, hubo de abandonar el noble oficio de desasnar chicos; mas no con el descanso pudo recobrar la salud, ni siquiera un mediano gobierno de su máquina muscular y nerviosa. Quedó, pues, en situación de esqueleto vestido de fláccidas carnes; no resistía ningún trabajo fuerte, físico ni mental; ocupábase tan sólo en repartir entregas de una Casa Editorial, reduciéndose a un corto callejero, y en hacer recados a los huéspedes, que eran conmigo tres estudiantes de San Carlos. El trato de Ido me agradaba; era hombre que no carecía de luces, aunque solían brillar tan sólo por ráfagas intercadentes, lívidas llamaradas de alcohol. Tristeza y goce me causaban a la par mis conversaciones con aquel hombre inocente y bueno, cerebro que yo comparaba a la celda de una cárcel, en que hubiera estado preso un filósofo. Este se había fugado dejando en las paredes efluvios de su espíritu.

A poco de entrar en la casa de doña Nicanora, tuve amores con una princesa... Déjenme explicar. Era una tiple que había estrenado en los Jardines del Retiro el airoso papel de la Princesa Colibrí, farsa medio lírica, medio bailable. Por la interpretación libérrima y desahogada de aquel personaje mímico y cantable, quedole entre el vulgo teatral el mote de La Princesa. Su nombre auténtico era Pepa Hermosilla, sobrina carnal de dos guapísimas hembras de la generación pasada, las Hermosillas, comúnmente llamadas las Zorreras, por ser hijas de un fabricante de zorros. Vierais en Pepa una mozuela linda y desfachatada, bailarina más terrestre que aérea, tiple ligera, ligerísima.