IX

Ni culebrón repugnante ni hermosura radiosa. La llamada Graziella, italiana o española, debiera ser clasificada en el tipo vulgar de la escala femenina, si no le dieran valor estético las llamaradas de sus ojuelos negros, su graciosa movilidad de ardilla, y el libre chorro de su lenguaje atrevido y pintoresco... En mi primera visita, que hubo de ser corta, como simple acto informativo, de puro reconocimiento, no pude adquirir la identificación completa de mi nueva conquista, nombre, familia, lugar de nacimiento. Diome en la nariz que el nombre de Graziella era postizo, la nacionalidad dudosa, la mujer un misterio, una cifra obscura de interpretación imposible. La gruta de tan singular ninfa estaba en barrio muy distante del mío, allá por Monteleón o Maravillas. El interior era reducido y pulcro: pocas y bien arregladas estancias, gabinete coquetón y alcoba rosada. Sorprendiome el adorno de paredes, donde descollaban panderetas pintadas entre láminas de Santos y Vírgenes de distintas advocaciones, Pilar, Desamparados, Sagrario y Paloma. En peana y entre flores vi a San Antonio, el frailecito amable, indulgente patrono de las enamoradas. En la heteróclita casa vi a la mozuela que me llevara las cartitas, y mujerona que se escurría por los pasillos sin otro rumor que el de toses y carraspera. Era un anchuroso bulto de vieja, o una elefanta en dos pies cubierta de refajos...

En nuestra conversación inicial, la enigmática hembra puso algo de sordina en su expresivo parlar de amores y en su liviano propósito de entenderse conmigo. «Ya ves, Tito -me dijo con donaire-, que la franqueza es mi Norte y mi Sur, mi Este y mi Aquel. Si te dijera que soy honrada, te echarías a reír. Tráeme una honradez que me dé de comer, y tendrás que santiguarte al entrar en mi casa. Yo he admirado en ti al caballero valiente, vengador de la virtud ultrajada. Eres chico y grande... Me gustaste por tu hazaña, y más me gustas ahora que te conozco... Pero entendámonos. Tú eres pobre. A mí no me hace maldita gracia la pobreza... No soy hermosa; pero no soy pava... Soy de esas feas que dan la desazón y revuelven medio mundo... Como no quiero perjudicarte, lo primero que te digo es que no dejes a tu tendera lozana y rica... La engañas un tantico, y nada más. Yo no engaño... Vivo en libertad... protegida por la Corte Celestial... Entre los santos que cuelgan de estas paredes, hay uno, que no se ve, y es mi Santo Gusto... Por el reverso de los santirulicos, andan mis diablillos, quiero decir, mis rencores y malos quereres... Has de saber que uno de mis mayores odios ha sido ese ladrón de Alberique... Algún día te contaré la trastada que me hizo, y que no pagará con cien vidas».

Tras una pausa grave, siguió así: «Ya me irás conociendo; soy voluble, caprichosa y un demonio de travesura... Tengo una virtud, digo, muchas virtudes... Vas a saberlas: 1.ª, que el que me la hace me la paga; 2.ª, que todo lo que digan de mí me sale por una friolera; 3.ª, que soy larga en tomar dinero, y más larga todavía para darlo al que lo necesita... Si tú hicieras comedias y quisieras sacarme en una, deberías titularla: La deshonrada más honrada».

Volví a mi casa un poco aturdido. Pensando en mi aventura, hice propósito de proceder con cautela. No me convenía dejar lo cierto por lo dudoso, ni sacrificar lo positivo a lo de puro pasatiempo y fantasía. Tuve la suerte de que mi señora Cabeza no estuviese aquel día tocada de celera, y sacudiéndome el perfume, salí pronto de mi cuidado. Al día siguiente tuve ocupaciones en casa; pero al otro, que fue viernes, me entendí con un amigo progresista radical para que me escribiese llamándome a una entrevista con Zorrilla, que quería encargarme un trabajo de pluma urgentísimo. Con este sutil engaño, en que fácilmente cayó mi Cabeza (que si en amores era la misma suspicacia, en política tenía tragaderas para cuanto se le quisiera echar), me fui a la gruta, donde pasé toda la tarde con la endiablada ninfa, recreándome con su grácil salero, y disfrutando en su compañía variedad de esparcimientos, algunos, créanmelo, del orden espiritual...

Del ingenio y del libertinaje de la diabólica italiana (me aseguró aquel día que era hija de un cardenal) saqué no pocas enseñanzas para mi estudio y conocimiento del mundo. Ratos pasé de alegría, ratos de confusión y perplejidad. Si mi huéspeda empezó la tarde con dulce temple, luego le sobrevino de súbito la racha de las diabluras, y me fastidió de medio a medio al acercarse la hora de separarnos. «Tito, mio caro -me dijo cuando me disponía para la retirada-. Me ha picado la tarántula, y esta noche quiero darte un bromazo... y otro a tu doña Cabeza».

-¿Qué dices, Graziella?

-No pongas esa cara de tonto. Esta noche no vas a tu casa. Yo lo he determinado así. ¿No me has dicho que soy una ninfa hechicera? Pues prepárate a pasar la noche en mi gruta.

-Graziella, por San Antonio bendito, que te custodia, no gastes bromas trágicas.

-Aquí estaremos los dos divirtiéndonos con la idea de lo que ha de rabiar doña Cabeza. ¿No me has dicho que es celosa y que te huele la ropa y te registra los bolsillos? Pues yo detesto a las personas celosas, y me divierto aplicándoles al corazón un hierro encendido al rojo. Yo soy así.

Protesté indignado... Pero Graziella, con infernal risa, me dijo que me había escondido botas, ropa y sombrero, y que estaba cautivo, sin que por ningún medio pudiera evitarlo. Omito, por no fatigar a mis lectores, los gritos que proferí, ahora coléricos, ahora suplicantes; las vueltas que di por toda la casa, descalzo y en mangas de camisa, buscando mi ropa; los extremos de ira y desesperación; los ruegos y amenazas; el último recurso de mi desesperación, que fue lanzarme escaleras abajo, escaleras arriba, llamando al portero, a los vecinos para que me sacaran de aquel aprieto. ¿Dónde estaba la policía, dónde el alcalde de barrio, dónde el sereno que ampararan a un honrado cliente de la nefanda Antarés, diosa del quinto Infierno?

Nada me valió. Con risueña frescura Graziella contemplaba mi sufrimiento; la muchacha reía, y la vieja elefanta deforme y carraspienta se mofaba también de mí.

Dieron las ocho, las nueve, y cuando sonaron las diez me rendí... «Ya no te atreverías a ir a tu casa si yo te soltara -me dijo la hechicera-, porque Cabeza te sacaría los ojos. Vale más que esta noche prepares aquí tranquilamente el lindo embuste con que podrás aplacarla mañana. ¿No le diste el pego con una fingida carta de Zorrilla, llamándote para escribir con él un papelón político? Pues date prisa: escríbelo aquí. Yo te ayudaré». Esta donosa superchería me consoló un tanto. Audaz era la idea; pero no despreciable para soslayar el peligro y gravedad de mi situación. En esto pusieron la mesa para cenar. Cuatro cubiertos vi: sin duda comíamos juntos las criadas, Graziella y yo. ¡Oh, burlesca democracia y confusión de clases! La cena fue substanciosa: estofado y frituras, hojaldres y polvorones, todo ello ingerido con el estímulo de un vino blanco, excitante y traicionero, que a los pocos tragos me puso perdido de la cabeza, alterándome la justa percepción de las cosas. Advertí que Graziella tragaba como si no hubiera comido en tres días, y que la vieja elefanta, sin dar paz a los dientes, rezongaba conceptos ininteligibles. El recuerdo más claro de aquella noche fue que, después de cenar, me cogieron en vilo las tres mujeres, y con gran chacota y fiesta me arrojaron sobre la cama como un fardo insensible.

¡Noche de fiebre, de un girar vertiginoso en torno de mi propio pensamiento! La primera sensación de la mañana siguiente fue que una de las tres, no sé cuál, me llevó en brazos a la salita que comunicaba con el gabinete. Yo me sentía más chiquitín; no pesaba ni abultaba más que un nene de cinco años. Desgreñada, pálida y pitañosa, Graziella me sirvió café con leche y tostadas. Me entoné con el brebaje caliente... Junto a la butaca donde mi menguada persona yacía, pusieron un velador con papel en cuartillas, tintero y pluma, y la ninfa me dijo: «Aquí tienes los avíos de escribir. Tómalo con calma. Fácilmente podrás enjaretar el turri-burri, que supones dictado por ese don Manuel, para dársela con queso a tu cara mitad. ¡Pobre Cabeza... destornillada! Dará gusto verla con el adorno de la vistosa cornamenta que le has puesto. Siento que mi peinadora no sea la suya. Yo le diría: «Cuando arregle a esa señora, lleve serrucho en vez de peine. ¡Ay, Tito mío chiquitín!... Eres lindo y perverso: así me gustas».

En esto, entró la matrona corpulenta trayéndome de la calle todos los periódicos del día y de la noche anterior: Iberia, Correspondencia, Novedades, Eco de España, Tiempo, Pensamiento Español, Universal, Discusión y alguno más. «Ahí tienes hilaza -me dijo Graziella-. Ya puedes hilar y tejer cuanto quieras». Viendo salir a la vieja pregunté su nombre, condición y empleo que en la casa tenía, a lo que respondió mi tirana: «Es la tía Mariclío, comercianta de antigüedades y papeles viejos, que ha venido a menos. Yo le doy albergue, y me hace servicios menudos y recados. Tú la conoces: no te hagas de nuevas... No se ha podido averiguar la edad que tiene. Hay quien asegura que nació un poquito después del principio del mundo. No siempre está en el mal pergenio en que ahora la ves. Si en tales o cuales días viene a menos, en otros sube a más, y se pone unas botas al modo de borceguíes de cuero carmesí, con tacones dorados, y de gordiflona y ordinaria se te vuelve esbelta y elegante... Sabe más de lo que parece, y cuando escribe lo hace con primor. Llámala para que te ayude, y te dará buena cuenta de lo mucho que ha visto, y te alumbrará las entendederas para que sepas ver lo que ahora pasa».

Oí estas advertencias de la diablesa como si sus palabras fueran rum rum de mis propios oídos. Yo no estaba en mis cabales. Sospeché que aún me duraba el efecto del vinazo ardiente que aquellas hechiceras, brujas o lo que fuesen, me dieron en la cena de la noche anterior. Fuese Graziella, reclamada por su peinadora, y yo me puse a leer periódicos... Largo tiempo, a mi parecer, invertí en la lectura, que fue irregular y nerviosa, saltando de uno en otro papel, y fijándome en todos antes que en ninguno de ellos. ¿Qué decían? Que si el Jurado encontraba la fórmula, que si la fórmula resbalaba cual anguila en las manos de aquellos respetables majaderos... De pronto vi a la vieja sentada frente a mí. No supe cuándo ni por dónde entró. Apoyaba sus robustos brazos en el velador, y me acariciaba con su mirada complaciente. Sus cabellos, que antes me parecieron blancos, tenían irisaciones y reflejos que en las ondas del rizado tan pronto eran oro como plata. Su rostro se había tornado apacible, tirando a hermoso, y el volumen de su cuerpo quedaba reducido a las proporciones de una mujer de medianas carnes.

Antes de que yo le hablara, acercó sus dedos al rimero de periódicos, y con voz que de ronca se había trocado en blanda, me dijo: «Pobre Tito, si para sortear la furia de tu mujer engañada has de fingir un alegato dictado por el bueno de Zorrilla, puedes empezar diciendo que los del Jurado no acabarán de encontrar la fórmula de avenencia hasta el momento preciso en que suenen las trompetas del Juicio final. De estos hombres que ponen en la mediocridad el límite más alto de sus ambiciones, nada puede esperarse. Ya ves. Empezaron por decir que no veían gran diferencia entre los dos manifiestos. Se les dice: 'A ver, a ver. Reducid las dos monsergas a una sola', y empiezan a quitar o poner esta o la otra palabra, y aquí doy un toque, allá otro toque».

-Ya, ya... Y luego vienen las consultas... «¿Qué les parece?...». «Nos parece -responden de allá- que ahora debe atenuarse aquel verbo, y poner aquí un adjetivo de más color».

-«Está bien», dicen los otros... -prosiguió Mariclío zumbona-. «Pero antes conviene discutir la cuestión previa, para fijar la forma y manera de proceder en este negocio». Y en la cuestión previa se pasan días y días, noches y noches.

-Llegan al artículo de La Internacional... ¡Ah!, es indispensable poner algún freno a ese monstruo disolvente.

-Sí, sí... Pero ¡ah!, no toquemos a los derechos individuales, inalienables... Sistema preventivo... No, no, represivo... Pues hagamos un bello maridaje de lo represivo y de lo preventivo...

-Viene la cuestión de Cuba. ¡Ah!, ante todo la integridad del territorio... Cuestión elemental, cuestión previa.

-Pero ¡ah!, las reformas se imponen... No puede España permanecer divorciada de la opinión universal.

-Sí, sí... reformas, aire nuevo... Pero ¡ah!, alentemos la abnegación y el patriotismo de los Voluntarios de Cuba, salvaguardia del honor de España, y de la integridad, etc.

-Por encima de todo, los derechos ilegislables, por ser naturales, inherentes a la personalidad humana... Pero ¡ah!, medios ha de tener siempre el Gobierno para castigar, sin salirse de la Constitución, todo acto político de carácter inmoral o delictivo...

-Otra cuestión a debatir: La Internacional, ¿es moral o inmoral? Que sí, que no... Por fin, tras largas disputas enredosas, declaraban que entre el programa de Sagasta y el de Zorrilla no había un comino de diferencia... Pero ¡ah!...

Rompimos en franca risa los dos, mirándonos sin pestañear. Y ella fue la primera que convirtió las notas picantes de su risa en palabras donosas.

-¡Ay, Tito, no sé cómo me río hablando de estas cosas que son, ¡vive Dios!, tan tristes! ¡Que un país, donde hay sin fin de hombres que discurren con juicio, y sienten en sí mismos y en conjunto el malestar hondo de la Patria; que una Nación europea y cristiana esté en manos de esta cuadrilla de politicajos por oficio y rutinas abogaciles, hombres de menguada ambición, mil veces más dañinos que los ambiciosos de alto vuelo! Si algo pudiera contra ellos, los barrería como barro esta sala, regándolos antes para no levantar polvo, y mezclados con serrín los metería en su más adecuado sumidero, que es el eterno olvido.

-Pues anda, anda... En este periódico veo que después de inútiles conferencias, alambicando palabras, y evacuando consultas... ¡ridículas diplomacias!, salimos con que todos se sacrifican... No hay avenencia... ¡Ah!, yo me sacrifico... No quiero ser obstáculo... Y salta otro por allí sacrificándose...

-Sacrifiquémonos. Eso dicen cuando se ven cogidos en la última maraña de sus enredos... Si creen que debe sustituirse en el manifiesto la palabra pitos por la palabra flautas, hágase en buen hora; pero ¡ah!, mi dignidad no me permite...

-Y por allí salta otro diciendo que su Credo es tal o cual cosa, y que no puede quitar ni una tilde de su Credo. ¡Valientes Credos, valientes Salves las que rezan estos farsantes! Riámonos de su indigna dignidad y de sus interesados sacrificios. Si no se avienen a vivir juntos en una sola Iglesia con un solo Credo y un solo Gloria patri, es porque en caso de avenencia sólo serían ministros las cabezas más visibles...; mientras que dividiéndose en hatillos o cofradías de corto personal, irían todos entrando en el comedero, y hasta los gatos serían ministrables. La ambición de estos hombres raquíticos y de cortas luces se limita, como ves, a la vanidad de ser ministros, sin otros fines que darse tono, repartir empleos, y que la señora y los niños paseen en coche galonado. Ello les dura poco tiempo, y salen del Gobierno en completa virginidad política. Lo más que han hecho es estudiar los asuntos que allí se quedan para que los estudie el sucesor. Esta caterva de estudiantes debiera ser mandada, ¡voto a Sanes!, al Limbo de las eternas vacaciones...

Esto dijo la vieja Mariclío, a quien diputé por persona sagaz y de mundana picardía. Salió para entrar de nuevo, y durante su ausencia me visitó Graziella en un intermedio de sus abluciones. Aún le faltaban toques de afeite y compostura, y el pelo lo traía suelto... La peinadora, que podía pasar por hombre público, según lo que charlaba y peroraba, lucía en el cercano gabinete la soltura de su lengua. La tía Mariclío volvió a mí con un libro viejo, que abrió sobre el velador sentándose en postura de escribir. «Aquí voy yo anotando... Mira, mira -me dijo risueña, escribiendo con un estilete que a cada momento se llevaba a la boca para mojarlo con su saliva-. Obligada estoy por mi Destino a mencionar todo lo que hace esta gentezuela; pero escribo sus nombres con una saliva especial que me dio mi padre para estos casos».

-¿Qué casos?

-Esta saliva tiene una virtud preciosa. Lo que con ella escribo se lee hoy, se lee mañana; pero luego se borra y no llega a la posteridad.