VIII

Un poquito atrás. No se me vaya a quedar en el tintero mi épico lance con Alberique, más interesante, a mi juicio, que aquella cáfila de hombres que iban y venían, y aquellas menudencias del vivir nacional, que el Tiempo y la Tía Clío arrojan en el polvoriento rincón de la trastienda, donde toda antigüedad inútil tiene su sepulcro.

Acordaron los padrinos que el duelo fuese a pistola: la desigualdad de talla entre mi enemigo y yo imposibilitaba el uso del arma blanca. Los padrinos de mi contrario, Felipe Ducazcal y el teniente Luque, de quien hablaré después, propusieron el sable, arma en que Alberique se creía fuerte; pero al fin cedieron a la razón, que era la pistola. Llevamos de médico a un chico de San Carlos que en aquellos días recibió la Licenciatura. El lugar donde habíamos de tirar a matarnos era un jardín o huerta en las cercanías de las Ventas del Espíritu Santo.

Las ocho de la mañana serían cuando llegamos al terreno los dos rivales, con nuestros respectivos apoderados. Alberique iba muy estirado de guantes, vestido de negro, el sombrero muy encasquetado para que no se lo arrebatase el viento que del Oeste soplaba. Por no cansar, suprimo los pormenores. Partido el campo y cargadas a conciencia las pistolas, nos pusimos frente a frente. Sin ninguna jactancia, debo hacer constar que yo estaba sereno ante la faz del drama, como lo estoy en el momento de referirlo. Yo he nacido para las ocasiones críticas, para los actos que se desarrollan en raudos minutos, decisivos entre la vida y la muerte. Tocó a mi rival disparar primero. No me acertó. Disparé yo... Nada... En su segundo disparo, Alberique afinó la puntería. Yo dije: «¿Sí? Pues ahora verás». No era yo tirador; afiné con toda calma..., ¡pim!, le metí la bala en el costado derecho... ¡Alto!... La herida de Alberique era de pronóstico reservado. Terminó el lance. No me presté a reconciliaciones ni saluditos, y me retiré con tranquilidad augusta.

O mucho me equivocaba yo, o todos los que se cruzaron con mi coche en la carretera de Aragón me miraban con respeto admirativo, quizás, quizás con respeto medroso. En mi casa me declaré a Cabeza, refiriéndole con terroríficos detalles el lance y sus antecedentes y motivos. Oyome atenta sin mostrarse demasiado orgullosa de mi serena valentía, y contra lo que yo esperaba, me salió con esta desentonada cantinela: «Has hecho mal, Proteo, en tomar las cosas tan por lo caballeresco, porque ese majadero de Alberique es casado..., casado y con cinco hijos. Figúrate que se muere de la herida. Pues tú le has matado, y por tu quijotismo quedarán huérfanas esas pobres criaturas... Todo por el honor. ¡Dichoso honor, que sólo existe en las lenguas de los que no lo tienen! Dime, Proteo querido, ¿dónde tienes tú el honor? ¿Lo has traído tú a casa, o estaba aquí ya cuando llegaste?... Hazme el favor de no hablarme a mí de esas pamplinas. No hay más ley que el amor, el trabajo, la libertad y el progreso, y todo lo demás es verso y tonterías. ¡Ah!, se me olvidaba: también es ley de vida la buena contabilidad y el arreglo de los negocios, y respetar el tuyo y mío. Como me llamo Cabeza, que esto creo y no creeré otra cosa si mil años vivo».

Quedeme de una pieza oyendo estas razones, y ellas habrían bastado a quitarme el sosiego, si Cabeza no me mostrara su cariño y confianza en terreno que no era el ideológico. Adelante: Como decía, cayó Zorrilla cuando se le creía más seguro. El terremoto político que llamamos Crisis, se produjo por la elección de Presidente de la Cámara. El candidato ministerial, Rivero, obtuvo 110 votos, y a Sagasta, candidato de los unionistas, progresistas templados y carcundas, le votaron 123 padres de la Patria. Esta se quedó turulata viendo que por corta diferencia de votos se cambiaba el Gobierno. Pero tal era el sistema, mal traducido del inglés, tal la bastarda imitación de aquel self-government con que Albareda y yo andábamos a vueltas en El Debate... Malos ratos debió de pasar el Rey con este self-desbarajuste.

¡Sorpresa, escándalo, furor! La Tertulia Progresista se echó a la calle con un pendón morado. Salieron los estudiantes de Farmacia y San Carlos a ventilar su ardorosa juventud, fatigada de la estrechez y disciplina de las aulas. Madrid ardió en alborotos, vocerío de vivas y mueras. Restallaban de boca en boca los dicterios contra Sagasta, y hasta las verduleras designaban a las fracciones políticas contrarias al Radicalismo con los viles apodos usuales: fronterizos, cangrejos, calamares, palomos, tomadores... Mi Cabeza me mandaba que fuese a meter ruido en las manifestaciones, y a enfoguetar los ánimos con mi briosa elocuencia.

Obediente a mi dulce tirana, acudí al bullicio, y entre la turbamulta encontré a muchos federales que se agregaban al progresismo radical, para hinchar el coraje público y armar camorra con los agentes de la autoridad. Ramón Cala me aseguró que antes de dos meses tendríamos la Federal con todo su complejo tinglado de pactos y cantones; Rodríguez Solís comentó el retraimiento cada día más significado de la sangre azul y del dinero amarillo. Las únicas damas de alcurnia que iban a Palacio y acompañaban a la Reina, más por lástima y respeto que por adhesión verdadera, eran las Duquesas de Fernán-Núñez y de Tetuán, la Condesa de Almina y otras poquitas más. Y Luis Blanc opinó cándidamente que la Grandeza, con la sorda y persistente conspiración del desaire, nos estaba haciendo el caldo gordo a los republicanos. Yo, que si en letra de molde, por dar gusto al dedo, falsifico donosamente la verdad, soy esclavo de ella cuando hablo con mis amigos, les dije que nosotros éramos los que hacíamos el caldo gordo a las elegantísimas damas alfonsainas y catolicoides, ayudando a convertir en palabras vacías los tres rotundos jamases del General Prim.

La implacable cronología, de la cual quiero hacerme esclavo, me lleva en los primeros días del Ministerio Malcampo a referir una nueva y peregrina conquista...; digo mal, porque en realidad no fui yo conquistador, sino conquistado. Ved qué cosa más rara. Una tarde, terminado el trajín de la tienda (que fue, por más señas, harto engorroso: recibir el género de invierno, anotar precios según factura, precios de venta al vareo), salí a desentumecerme y proveer de aire fresco mis pulmones, y cuando pasaba junto al callejón de la Concepción Jerónima, salió de este una muchacha, que puso en mi mano una cartita y apretó a correr. Pronto la perdí de vista. «Aventura tenemos» pensé yo; y antes de que abriera la esquelita, comprendí, por el color del papel y el perfume que de él se desprendía, que era carta de fémina. No creí prudente leerla en mi calle, y seguí hasta la plaza del Progreso, donde satisfice mi curiosidad. Ved la carta, que me sorprendió tanto por su contenido como por su excelente escritura y ortografía, mejor que las que gastan las mujeres bonitas... y aun las feas.

«Caballero: Reciba usted la entusiasta felicitación de una señora desconocida para usted... Sentime ¡ay!, inundada de alegría cuando supe que había castigado al infame y presumido Alberique, y mi júbilo habría sido completo si hubiera usted dirigido su puntería al costado izquierdo en vez del derecho, para que quedase partido aquel corazón donde jamás anidó un sentimiento noble... He sabido con satisfacción que se agrava la herida de ese bigardo insolente. Lo celebro con toda el alma. Yo soy así, implacable con los que me han ofendido. Sé querer; no sé perdonar.

»En usted veo al hombre honrado que, cuando el caso llega, sabe proceder con vigor y arranque, comprometiendo su vida. Mis plácemes y vítores entusiastas al héroe. ¡Arriba los hombres de ánimo grande y corta estatura!... Cuando me han enterado de que el héroe es chiquitín de talla, he sentido por usted admiración más viva. Séame lícito decir que de niña jugué con muñecas más tiempo del que mi crecimiento permitía; que de mujer me agradan todas las variedades de muñecos. Entre lo pequeño y lo grande hay una escala de gratas sensaciones. Ya sabe usted que per troppo variar Natura è bella.

»Y no digo más por hoy. Deseo conocerle, mas no es ocasión. La ocasión llegará... En tanto, valiente caballero, admita los sinceros plácemes de su amiga -Graziella».

Leí por tres o cuatro veces la carta, y ni con veinte lecturas habría salido de mi confusión. Por la gramática no parecía carta de mujer. ¿Sería obra de algún amigo maleante? No... La corrección gramatical y la ortografía revelaban quizá las manos y pensamiento de mujer neurótica, de superficial cultura. No desconocía yo la suma extravagancia mezclada con el sumo donaire que constituyen el ser de algunas almas del reino femenino, entendimientos desequilibrados que fluctúan entre la sutileza del ingenio y los desvaríos de una razón desmandada. Por su nombre y la cita italiana, la tal declarábase compatriota del Dante. Nueva confusión mía mezclada de ardiente curiosidad. ¿Por qué me dejaba, como quien dice, a media miel, revelando su nombre y guardándose la dirección de su casa? ¡Pues de saberlo, no iría yo poco contento a darle las gracias y rendirme a su fineza y bondad!... Rompí la carta en los pedacitos más chicos que pude obtener, cuidando mucho de que alguno de ellos no se me quedase pegado a la ropa, porque...

Ya lo comprenderéis. Cabeza era muy celosa, y además mujer de grandísimo talento. Por algo se llamaba Cabeza. No ignoraba mis aficiones al bello sexo. Mi fama de galanteador afortunado le quitaba el sueño, y a mí me ocasionó sofoquinas. En sus ataques agudos de celera, mi dama se levantaba de puntillas, a media noche, para registrar mi ropa, buscando alguna carta que su encendida imaginación sospechaba y temía. Y cuando entraba yo en casa de dar un paseíto o evacuar alguna diligencia mercantil, me olía las solapas, la corbata, el cuello, buscando algún aroma que delatase mi supuesta infidelidad. La tarde de marras, al llegar a la tienda después de rotos y aventados los pedacitos de la carta de Graziella, me asaltó el temor de que el papelejo hubiese dejado en mis dedos algún resto de su intensa fragancia. Subí corriendo a lavarme las manos, mas ni aun con esto estuve tranquilo, ni vencer pude el terror que me causaban los ojos inquisitivos de Cabeza y el venteo de sus narices.

Advertí en los siguientes días a Cabeza más pensativa y fisgona que nunca lo estuvo. Parecíame que su mirada, al fijarse en mis ojos, los atravesaba para sorprender los pensamientos míos replegados dentro del cerebro. Y en este no habría encontrado más que una infidelidad puramente mental. Yo pensaba en la italiana. Su imagen revoloteaba dentro de mi caletre como un insecto alado que cambiara de luz y colores a cada instante. Por las noches, mi cara mitad me tenía prisionero en casa, no permitiéndome ni quince minutos de expansión en el café Oriental o en el de las Columnas, donde yo encontraba los amigos de mi mayor aprecio. Vedme, pues, forzado a soportar la insípida tertulia casera, formada por dos viejas regañonas, que se dormían cuando no jugaban a la brisca, y de tres o cuatro sujetos soporíferos, entre ellos un primo de Rojo Arias, que no hacía más que hablar pestes de Sagasta y de los amigos de este, Abascal, Muñiz, don Zoilo Pérez, y un inspector de arbitrios municipales, que proponía como única solución política la traída de Espartero.

El Ministerio Malcampo-Candau seguía pasando el rato con un enredoso debate parlamentario sobre La Internacional. Pero el interés político no estaba en el Congreso, sino fuera de él, en los conciliábulos y recíprocas embajadas de los dos feroces bandos que se disputaban la primacía. Rompieron en terrible pelea zorrillescos y sagastorros. Cada uno de los jefes de estas dos revoltosas taifas dio al país su manifiesto. Leílos yo, y la verdad, no encontré gran diferencia entre una y otra soflama. No era obra de romanos concordarlos y hacer de los dos uno solo, que fuera cimiento en que fundar honrosas y duraderas paces... Los padres de las criaturas, que parecían mellizas, Zorrilla y Sagasta, se avinieron a nombrar un Jurado o comisión de arbitraje que examinara los dos manifiestos, y desarmándolos y volviéndolos a armar en un solo cuerpo de doctrina y conducta, creara el progresismo único y de una sola pieza, amplio terreno dogmático en que pudieran vivir y comer todos los caballeros de la orden setembrina. ¡Qué cosa más sencilla, ¡vive Dios!, y qué facilísima dificultad!

Apoderados de don Práxedes fueron Calatrava, el Marqués de Perales y don Cipriano Montesinos; de Zorrilla, Fernández de los Ríos y Moya (don Javier). A estos, por si eran pocos a discutir, se unieron luego otros cuantos, que no me tomo el trabajo de citar, pues para lo que hicieron vale más dejarlos recostaditos en el almohadón del olvido... Conque, manos a la obra, caballeros. Un día se reunían aquí, otro allá, y vengan consultas, vengan ponencias, vengan... Y no sigo, pues me urge decir que cuando comenzaban los finos dedos de los señores jurados a tejer aquella tela de Pentecostés (como decía un General de la época queriendo decir Penélope), recibí segunda carta de la italiana, más perfumada y más pequeña que la primera. Diómela la misma criadita en el mismo sitio, y yo, poseído de zozobra, escapé a leerla lo más lejos posible, y no pareciéndome bastante segura la distancia de la plaza del Progreso, fui a dar con mi cuerpo y mi epístola olorosa... más abajo de Antón Martín.

¡Oh, Tito, afortunado mortal! ¡La incógnita dama te indicaba calle y número... y hora para recibirte! Aventura tan bonita y novelesca no se presentó jamás a ningún nacido. Esto pensaba yo cuando me acercaba, tímido y dudoso amante, a la gruta en que la diosa se ocultaba. La misma duda aumentaba el encanto de amor. ¿Sería Graziella una hermosa ninfa, o un culebrón espantable? Pronto había de verlo.