Amadeo I/VII
VII
Doña María de la Cabeza Ventosa de San José, a quien respetuosamente inscribo con el número tantos en mi amoroso Registro, era una dama fresca y agraciada, de negros ojos, risueña boca, lucidas carnes, poseedora de dos tiendas de telas, una en la calle de Toledo y otra en la Concepción Jerónima, donde habitualmente residía. No diré que fuese una cabal hermosura; pero sí que tenía lo que llamamos un gancho fisionómico, un garabato facial, un mirar pillín y un fruncimiento de la boquita que a todos cautivaba, y con tal gancho a mí me pescó el alma, inspirándome una pasión que no vacilo en llamar volcánica.
¿Cómo la conocí? Pues los vaivenes de mi miseria me llevaron de nuevo hacia Córdoba y López, y Mateo Nuevo, que quiso arreglar mi complicada cuenta con la Casa Rostchild de Alamillo Square. Algo se aflojó con aquellas gestiones el dogal que me apretaba el pescuezo; respiré un poco, y por derivaciones naturales hice conocimiento con un vejete gracioso y pío, que llamaban Plácido Estupiñá, corredor de dependientes de comercio, el cual me exhortó a dejar la pluma por la vara de medir, y la literatura por la contabilidad mercantil. Intercedió noblemente con las opulentas casas de banca para que me dieran mayor respiro, y llevándome de tienda en tienda, di con mi persona en la de doña María de la Cabeza, que precisamente, ¡oh felicísima casualidad!, necesitaba un chico que supiera llevar cuentas. ¡Cielos divinos!, aquel chico fui yo. ¿Era sueño, era realidad? Estupiñá fue el alado mensajero de la Providencia que me llevó del abismo de la desesperación al pináculo de mi ventura.
Del gusto que me dio el verme admitido por doña Cabeza y aposentado en su propia casa, me puse muy malo, me entró fiebre, atacome la tos ferina con quebranto de todo el cuerpo. Me metieron en cama; mi admirable patrona y principala me llevaba calditos, infusiones, alguna golosina para llamar el apetito, apelando a las friegas para desvanecer los dolores erráticos. Mi gratitud hízome ver en la señora un ser divino, quizás la propia esposa de San Isidro Labrador, Santa María de la Cabeza, cuyo glorioso nombre llevaba. ¡Vive Dios, que antes que el nombre las igualaba y confundía la santidad!... Cuando me dieron de alta y me levanté, poniéndome la ropa limpia, lavada en mi nueva casa, me sentí inundado de una luz celestial y abrasado en fuego de inspiración. El alma se me quería salir por ojos y boca para ofrecerse con sublime rendimiento a doña Cabeza, como galardón de sus divinas bondades e infinita misericordia.
Yo soy un hombre que no sabe disimular sus sentimientos. Soy todo un torrente para la sinceridad, y un águila para poner en ejecución, sin perder instantes, lo que me dicta mi conciencia. Consecuente conmigo, me arranqué, como suele decirse, de una vez, y le solté a mi doña Cabeza una declaración de amor tan coruscante y ardorosa, que la buena señora se quedó asustadica, vacilante entre la risa y el asombro. Notando yo que no era la dama tan fácil al asedio, avivé el fuego de mi oratoria, echando en él llamaradas de locura, sutilezas de poesía, y conceptos que doña Cabeza oía quizás por primera vez en su vida... Y el efecto se produjo al fin. Al través de los espesos vapores que, a mi parecer, levantaba mi apasionado lirismo, observé que el rostro de doña Cabeza se ponía muy serio, que en su boca graciosa expiraba la última risa, que aparecían después unos pucheritos muy monos... y que la interesante señora, enmudecida por la emoción, me mandaba callar... ¡Ay, qué pillo!
Aunque doña Cabeza me dijo aquella tarde que se vería en el caso de despedirme de su casa, en tal forma lo dijo, y con tal mimo de quiero y no quiero, que me tuve por vencedor. Debo declarar que mi pasión era sincera, y que mi protectora se hacía dueña de todo mi ser. ¿Había encontrado mi felicidad y la solución de los graves problemas de mi vida? Tal vez... A los tres días de aquella mi flamígera declaración, desesperado vuelo de un alma que huye del vacío, aseguré y celebré mi triunfo. Loco de orgullo juré amor eterno, fidelidad hasta la muerte. Y cuando a este culminante fin llegaba, un desengaño enfrió mi entusiasmo. María de la Cabeza no era viuda, como presumí viéndola vestir de alivio. Por ella supe que su viudez consistía en vivir separada de su esposo, un perdido criminal, con méritos bastantes para ir a presidio. En Madrid andaba el tal: su mujer le pasaba un duro diario, y de vez en cuando le pagaba las trampas; pero antes muriera que admitirle a su lado. La riqueza, las tiendas y alguna finca rústica eran de ella. No refiero lo que Cabeza me contó del engaño y disparate de su casamiento, porque no añade ni quita interés a esta verídica historia.
Si me afligió por un lado el saber que mi dama no estaba capacitada para segundas nupcias, me agradó mucho conocer su abolengo liberal, rancio y clarísimo, como esas aristocracias cargadas de blasones. Mi señora era nieta, por parte de madre, del gran don Benigno Cordero, espejo de milicianos, que inmortalizó su nombre en el Arco de Boteros, hoy 7 de Julio; sobrina, en segundo grado, de Calvo Asensio, y en tercer grado, de don José Abascal. Parentesco lejano tenía con Mariana Pineda, y cercano con don Vicente Rodríguez y don Juan León Moncasí. Su padre, don Lucas Ventosa, fue uno de los más leales amigos de Espartero, íntimo de don Evaristo San Miguel y de don Ramón de Calatrava. En su casa, y en la de sus padres, Cabeza se pasó parte de la vida bordando banderas para los batallones de milicianos. Era la encarnación del ideal progresista, y en sus dos tiendas se refugiaron una y mil veces los cabildeos electorales y aun los tapujos revolucionarios. Toda esta tradición cálida y candorosa se fue acumulando en la cabeza de mi doña Cabeza, tan entusiasta de Prim, que lloró tres días cuando le mataron. Muerto el héroe, la idolatría de mi dama vino a condensarse en el único santo que, a su parecer, representaba las glorias del Progreso, don Manuel Ruiz Zorrilla.
Yo también me volví radical como el mismo don Manuel, o como su trompetero Ángel Fernández de los Ríos. Fuera de esto, yo estaba en la gloria, bien comido, bien bebido, admirablemente apañado de ropa, y satisfecho en cuantas necesidades y estímulos constituyen la vida espiritual y fisiológica. El marido de Cabeza, Serafín de San José, no me inquietaba gran cosa. Alguna vez me tocó despacharle con tres pesetas o un duro, sacados del cajón; era un cínico silencioso que a su degradación ponía máscara de prudencia. Más me inquietaban algunos parientes de Cabeza que se retraían de visitarla, reprobando así discretamente su irregular trato conmigo. Y mayor zozobra que el despego de los primos y agnados me causó la insistencia con que paseaba la calle un sujeto alto y zancudo, de color cetrino, barba negra, nariz tajante, con lentes que daban no poca impertinencia a su mirar fisgón, bien vestido, la chistera un poco ladeada. Advertí un día que al pasar le saludó Perico Luna, que solía tertuliar en mi tienda.
Interrogué al amigo, que así me dijo: «Es un tal Alberique, amigo de Madoz, empleado que fue en La Peninsular. No tiene hoy más oficio ni más beneficio que pintar la mona y hacer el oso». Por algo más que se escapó a la discreción de Luna, y otro poco que me indicó Roberto Robert, sospeché que aquel tipo había sido mi antecesor en los blandos afectos de mi señora doña Cabeza. No necesité saber más para decidirme a espantar al enojoso estafermo. Elegida la ocasión más favorable, salí a la calle una mañana, y me encaré con el cargante individuo. A quemarropa le di el quién vive en la forma que cuento, y no es jactancia: «Caballero, quiero saber qué se le ha perdido a usted en esta parte de la calle, y qué motivos tiene para montarnos la guardia. Si es policía, dígalo y se le dará una propineja para que no moleste tanto».
-Señor enano de esta venta -me replicó zumbón, ajustándose los lentes en la nariz huesuda y poniéndose en facha-, yo estoy en mi derecho cogiéndome parte de la calle o la calle entera, y usted váyase a medir percales, y déjeme en paz.
-Si usted me insulta, le diré que voy a coger la vara para medirle a usted las costillas.
-Antes me insultó usted a mí llamándome policía y ofreciéndome propina... Si usted no fuera tan chiquitín le pediría cuenta de sus ridículas arrogancias. Conozco su nombre y condición. Por si usted no sabe quién soy y cómo las gasto, ahí le dejo mi tarjeta. Como usted no trae tacones altos, y ha salido en zapatillas, tengo que inclinarme para que la tarjeta pueda llegar a sus manos.
Tomé la tarjeta, y leí: Modesto Alberique, representante de la Sociedad Belga Constructora de cierres mecánicos. Esgrima, 3. Y viéndole partir con aire jaquetón, le dije con el pensamiento: «Ya te daré yo a ti cierres mecánicos, farsante». Volví a mi tienda, y nada dije a Cabeza, que estaba en el principal, en manos de su peinadora. Era tan firme mi resolución de mandarle los padrinos al infatuado virote que me ultrajó groseramente, que no pasó la tarde sin pensar en los amigos que debía escoger para función tan delicada. Andando en esto, supe que mi rival era un poco espadachín, o que de ello presumía. Mejor que mejor. El lance había de ser duro. Mi amor propio no consentía otra solución que matar a mi contrario, y quedar yo airoso y arrogante, cantando el quiquiriquí en mi gallinero.
En las tertulias de mi tienda menudeaban los noticiones y las profecías políticas. Oigan lo que me dijo aquella tarde, o la siguiente, un amigo nuestro, inveterado progresista semi-fósil: «Parece que se conspira de lo lindo. ¿Qué hay de La Granja? Pues hay...». Diciendo esto mostraba un fajo de periódicos, entre los cuales vi El Imparcial, El Debate y La Política. El corresponsal del periódico del señor Mantilla contaba que la Reina María Victoria había salido como escapada del Real Sitio, llevándose a su marido... Hay más: «El Brigadier Palacios, Comandante General del Real Sitio de San Ildefonso... ¡oído a la caja!, arrestó al joven Díaz Moreu, oficial de Marina, ayudante de Su Majestad». ¿Por qué creerán ustedes? Porque siguió demasiado cerca a don Amadeo. Pero El Imparcial trae otra versión. Oigan: La causa del arresto del ayudante fue que este saltó una zanja con más presteza que el Brigadier Palacios. ¿Quieren decirme ustedes qué significa esto de Reina fugada, y de arrestos y zanjas? Pues el corresponsal de La Política salta otra vez con la cuenta de cuarenta y ocho reales que no ha sido abonada al dueño del Hotel Europa de La Granja, el señor Davide Macchino. ¿Qué es esto? ¿Quién me compra un lío? Hame dado en la nariz, señores, olor de barraganía... Estas cosas tan raras y esta cuenta sin pagar, y el Rey que escapa con la Reina, ¿no os señalan un rastro? Seguid el rastro, seguid la pista, y encontraréis una res que dicen es hermosa, yo no la he visto... la dama de las patillas.
Tomó entonces la palabra don Francisco Bringas, otro de los asiduos a mi tienda, varón calmoso y sesudo, colocado recientemente por Zorrilla en una modesta plaza de Fomento. Asegurándose las gafas sobre la nariz, aquel hombre, que llamaban Monsieur Thiers por la perfecta semejanza de su rostro y talle con los del celebérrimo político francés, nos dijo que no era de buenos españoles sacar a colación a la de las patillas, ni dar aire a los malignos rumores, de que se apacienta el vulgo ignaro. El Monarca que nos regía, por obra de los 191 votos o por lo que fuere, se menoscababa en su alta dignidad, traído y llevado en lenguas de la gente ociosa. «Yo serví lealmente a doña Isabel -añadió-, y mientras comí su pan, jamás permití que en mi presencia se dijeran las atrocidades que corrían acerca de ella... Ahora, después de larga cesantía, debo un humilde destino a don Manuel, colocación que viene encabezada con el nombre del Rey. Pues yo, fiel a mis principios, no digo ni escucho ninguna cuchufleta en mengua del Jefe del Estado. ¿Qué más? Ayer me vino Rosalía con el cuento de la señora patilluda, y yo le dije: 'Rosalía, hazme el favor de callarte la boca'. Por mi decoro de funcionario público, por respeto al primer Magistrado de la Nación, oigo esas anedoctas como fábula indecente. Y punto final».
-Tiene razón don Francisco -me dijo Cabeza interviniendo en el coloquio con la bondad juiciosa que era el mayor encanto mío-. Sí, amigo Bringas, fuera cuentos que bien pueden ser falsos testimonios. ¿Qué nos importa que Su Majestad tenga un devaneo, y que la tal gaste patillas o barba corrida? No demos aire a las habladurías, y menos ahora que tenemos el progreso en el poder. ¡Y que está el Rey poco contento, vaya! Por lo que he contado a ustedes de las palabritas del don Humberto al despedirse, comprenderán que hay don Manuel para rato... lo que digo: ¡don Manuel para rato!
Al anochecer desfilaron los amigos, y antes de cenar di un salto al Casino Federal, para conferenciar con mis padrinos, hombres inflexibles en materias de honor: Córdoba y López, Ramón Cala... Pasaron tres días; el feroz Alberique no se daba prisa para designar padrinos. Los míos iban en su busca; no le hallaban nunca en su casa. Temimos que se lo tragara la tierra. Pero del centro de ella le habría sacado yo para vapulearle públicamente y pregonar su cobardía. Por fin dio la cara, y se concertó el duelo en las condiciones que imponía la gravedad del caso. Y en los días que precedieron al terrible lance, mi señora doña Cabeza mostró deseos de que yo escribiese en Las Novedades, ensalzando hasta las nubes a don Manuel, y declarándome radical monárquico, bajo el manso poder de don Amadeo I. Claro es que yo no podía negarme a tan dulces requerimientos. Escribí, pues, sin esfuerzo, hinchados panegíricos de la política radical, y el bueno de don Manuel se asfixiaba seguramente con las nubes de oloroso incienso que yo arrojaba sobre él. Llevado y traído por fatal corriente misteriosa, yo era el campeón de todas las causas. En corto tiempo enaltecí con mi fácil pluma el federalismo intransigente, el federalismo templado, la monarquía conservadora de Serrano y Sagasta, y la monarquía democrática de Ruiz Zorrilla. Era yo, pues, un caso peregrino de proteísmo; y ved, amigos, cómo esta mi voluble constitución mental venía consagrada desde mi nacimiento y bautismo por mi nombre y cognomen. Yo me llamo, sabedlo ya, Proteo Liviano, de donde saqué el Tito Livio usado en mis primeros escritos, y el Tito a secas que hoy merece mi preferencia por lo picante y diminuto.
Escribí, como digo, furiosos alegatos ministeriales para dar gusto a la gobernadora de mi existencia. Pero en lo más recio de mi campaña, vino el trueno gordo; las intrigas del Real Sitio dieron su fruto, y Ruiz Zorrilla con todo su radicalismo reformista se desplomó con estrépito. Y he aquí que aparecieron en el tablado, por el foro derecha, Serrano y Sagasta tapándose el rostro con el antifaz del Ministerio Malcampo-Candau.